viernes, 18 de septiembre de 2020

Bestialmente libre... (relato de despedida)

Arte digital de Noell Oszvald



Desde mi llegada al pueblito, cada día el cielo bajaba a la tierra como si descendiera por una escalera de peldaños azules. Esa tarde me acerqué a la costa, ocre y rocosa. En las colinas a mis espaldas se despeñaban las casas seculares. Ante mí el mar, glauco y prepotente, balanceaba su solidez contra los acantilados. Hacia la izquierda estaba el puerto y los barcos de pescadores; a la derecha, lo que parecía perderse en el infinito, terminaba en el norte de África.

No era mi lugar en el mundo, pero lo hubiera elegido con gusto. Mi padre había nacido en la isla y me emocionaba escuchar por las callecitas clivosas el dialecto cerrado, del que captaba algunas de las expresiones que él habitualmente decía.

Estaba de pie sobre un peñasco elevado y divisé una silueta menuda. Corría como un animalito temeroso que, cada tanto en su escape, voltea la cabeza para comprobar si lo persiguen. Era una sombra diminuta que por momentos se confundía con las rocas por las que trepaba. Un sendero, como una serpiente inmóvil, hacía más fácil subir o bajar, pero él no lo usaba.

Cuando el niño me descubrió, se detuvo. Leí el miedo en sus ojos moros. Le hablé en un tono calmo, acompañando mis palabras con gestos que querían expresar confianza. Me di cuenta, por la negación espasmódica de su cabeza, que no entendía el idioma.

Unas voces, distorsionadas por el viento, se acercaban. El niño parecía paralizado, hice señas para que llegara hasta mí, le indiqué el sendero. Él prefirió ascender por las piedras. Sostenía algo indefinido en una mano, un paquete, tal vez. Con la otra se apoyaba en los peñascos.

Las voces se corporizaron en varios hombres con uniforme. El chico debía ser un migrante ilegal, llegado en alguna barcaza precaria. 

No sé por qué huía. Después supe que había también un comercio oscuro con los niños.

Empecé a bajar con lentitud, mis sandalias no eran adecuadas para ese terreno irregular. Pude ver el color caoba de su piel, los ojos, como gotones de tinta china, enormes de miedo. Nos miramos y percibí que mis latidos arrebatados se acompasaban con los suyos.

Estiré los brazos, pero los ignoró. Se fue agachando para tomar impulso y saltó. Un salto perfecto que, como un arcoíris ominoso, unió el borde de la escollera con el mar. Las aguas verde azul se abrieron para recibirlo. Los de uniforme ya habían llegado y hablaban entre sí con amplias gesticulaciones.

Con cuidado me asomé: el mar estaba liso, imperturbable. Me sentí impotente, no sé nadar.  Bajé hasta donde el chico se había detenido y vi el objeto que sostenía. Era un trozo de madera tallado rústicamente con forma de pájaro. En una de las alas tenía grabada una inscripción.

En el hotel la tradujeron: libertad.


©  Mirella S.   — 2020 —



¡Hola amigos! No me gusta irme sin agradecer el haberlos conocido, por el afecto y la compañía que me brindaron a lo largo de casi ocho años.

Estos últimos meses fueron (y son) muy duros y tengo un alto grado de estrés que no consigo disminuir. En el estado de hermitaña en el que me encuentro pude tomar conciencia de que el ciclo del blog y de la escritura llegó a su término. Siento que ya no tengo más nada que contar, que la pasión por la palabra se ha disipado y no sé si volverá algún día. Hasta me cuesta escribir esta despedida. 

Por el momento no prometo visitarlos, lo haré cuando sienta que no es por compromiso sino por ganas.

Para todos los que pasaron por el nido les envío los mejores augurios, un gracias enorme y fuertes abrazos.


Como cierre les dejo una puesta del sol desde mi balcón.






viernes, 8 de mayo de 2020

El espantapájaros y el arcoíris




El chico moderno le pregunta al abuelo:

—Abu ¿qué es un espantapájaros?

El viejecito sonríe, acariciándose el mentón.

—¿De dónde sacaste eso del espantapájaros?

—Lo vi en uno de los libros antiguos de tu biblioteca. Estaba aburrido, el juego electrónico se descompuso y tuve que suspender el torneo. No sabía qué hacer en la hora de la distracción y me entretuve con un libro de hojas amarillas y olor a polvo. Allí encontré la imagen de un monstruo que se llamaba espantapájaros.

El abuelo ríe bajito y dice:

—No era un monstruo… O tal vez se pensaba que lo fuese para los gorriones.

—¿Los gorriones?  No entiendo, abu.

—Los gorriones eran unos pájaros pequeños de color pardo grisáceo que ya habían desaparecido de las ciudades. Se refugiaban en las afueras y se alimentaban con los brotes y semillas de los sembrados. Los campesinos, para asustar a los pájaros, hacían unos muñecos y los ponían en medio de los trigales.

—Ahora de esos trabajos se encargan los robots. Los modos de cultivo los vemos solo en los videos de instrucción —dice el chico moderno.

—Ajá —suspira el abuelo con cara pensativa.

—Los robots Ípsilon IV fueron programados especialmente para las tareas agrícolas.

El chico moderno charla largo y tendido sobre los actuales procedimientos para el cultivo de la tierra y el abuelo se adormila, acunado por las palabras técnicas de las que el nieto está tan orgulloso. Se despierta en el momento en que el chico le está preguntando qué es un arcoíris.
—¿Querés una respuesta científica o preferís que te cuente un cuento?

El chico moderno, aunque es muy moderno, antes que nada es un chico ¿y qué chico, por más moderno que sea, dejaría de escuchar las historias del abuelo? El anciano empieza así:

—“Yo vivía en una ciudad donde de la verdadera naturaleza quedaba poco, no como ahora que nos engañan rodeándonos de naturaleza virtual. En mi infancia pasaba las vacaciones en la finca de mi abuelo. Cada vez que visitaba ese valle rodeado de cerros me sentía feliz.
Lo que te voy a contar ocurrió en el último verano que caminé entre limoneros y naranjos o jugaba al tobogán deslizándome por la ladera de una loma. Al año siguiente, él tuvo que vender las tierras. Era un hombre que usaba métodos de labranza considerados primitivos para la época y todavía colocaba un espantapájaros. Los vecinos, más actualizados, adoptaron unos artefactos que emitían ondas vibratorias anti-gorriones.”

—¡Viste un espantapájaros de cerca! —lo interrumpe entusiasmado el chico moderno.

—Tan de cerca que llegué a tocarlo.

—¿Cómo era, sobre él sabés algún cuento? —pregunta el nieto, con los ojos como estrellas.

—Justamente en la historia del arcoíris interviene un espantapájaros —le contesta pacientemente el anciano. —¿Dónde habíamos quedado? Ah, sí, en las ondas anti-gorriones… un recurso que daba buenos resultados, a tal punto que todos los pájaros de los alrededores se refugiaron en el campo del abuelo.

—Y el espantapájaros estaba sobrecargado de trabajo —agrega el chico moderno.

“El trabajo no le demandaba esfuerzos. Debía limitarse a estar erguido y dejarse balancear por el viento. Su cuerpo estaba hecho con un palo de madera horizontal y otro vertical, al que llevaba atado dos varillas, que eran como piernas delgadísimas. En el lugar correspondiente a la cabeza tenía una gran calabaza vacía, semi cubierta por un sombrero de paja. Iba vestido con una camisa deshilachada y pantalones desteñidos por la intemperie. Desde lejos parecía un hombre alto y de aspecto poco amable. Y cuando el viento le agitaba la camisa, daba la impresión de que él también quisiera volar. Pero las dos varillas que le servían de piernas estaban muy hundidas en el suelo.

“Como los pájaros lo veían siempre en el mismo sitio, en la misma posición, de día y de noche, con sol o bajo la lluvia, en invierno y en verano, terminaron por acostumbrarse a él.

“Un día, el más atrevido de los gorriones se acercó en círculos y se le posó en un hombro. Los demás gorriones, al ver que no le pasaba nada, lo imitaron y el espantapájaros fue invadido por una bandada ruidosa. Yo, que miraba la escena, quedé asombrado. Llamé al abuelo para mostrarle lo que estaba ocurriendo. Cuando le dije que si no alejaba a los pájaros picotearían lo sembrado, me acarició una mejilla y contestó que había para todos.
“Sí, él amaba la naturaleza y sabía muchas cosas que había aprendido observándola. Me contó que el mayor deseo de los espantapájaros era el de levantar vuelo, igual que los gorriones. Pero su labor los mantenía enraizados en la tierra. Creía que tarde o temprano ese deseo se haría realidad. Y estaba en lo cierto.

“El verano llegaba a su fin y también mis vacaciones. Sin embargo, el calor persistía y el aire sofocante pesaba como un cuerpo de fuego. Por suerte, nubes gordas y oscuras se amontonaron en el horizonte. A la hora de la siesta comenzó la batalla de los truenos y de los relámpagos. Casi en seguida las nubes nos bombardearon con gotas enormes.

“El cielo era un telón gris violáceo que se agitaba sobre nosotros. La lluvia se volvió un aguacero, los rayos y los truenos se alternaban a intervalos cada vez más breves. La tormenta duró casi una hora y los nubarrones se abrieron dejando ver un retazo de cielo azul. El aire olía a limpio. Con el abuelo salimos a caminar por el campo.

“Pobre espantapájaros, chorreaba agua por los cuatro costados. El viento le zarandeaba la camisa y los pantalones, desparramando gotitas iridiscentes. El abuelo, señaló el horizonte y dijo:

“—Mirá, el arcoíris.

“Si la tormenta había sido un espectáculo emocionante, el que ofrecía el arcoíris era de una belleza delicada, mágica.”

—Por favor, describímelo —lo apura el chico moderno.

“—Era una enorme franja curva, tan perfecta como trazada a compás. La formaban siete colores: parecía ocupar todo el cielo. Un extremo del arco nacía en un espeso bosque y el otro desaparecía entre dos colinas.

“Le pregunté al abuelo qué era y me contó que estábamos viendo la cúpula de cristal del Palacio de los Sueños mojada por la lluvia e iluminada por los rayos del sol. Únicamente asomaba cuando algún hecho extraordinario iba a suceder.

“Nos quedamos a la expectativa. El viento parecía haberse calmado, pero la camisa del espantapájaros se agitaba, hasta los brazos de madera se movían. No era el viento, era el espantapájaros que los sacudía como un gorrioncito bate sus alas para remontarse en vuelo. Sus piernas flacas estaban demasiado hundidas en la tierra y él no lograba librarse. Di un paso, con el propósito de ayudarlo. El abuelo me retuvo.

“—No, tiene que hacerlo por sí mismo —dijo serio.

“Mientras tanto todas las aves de la zona se habían congregado en el lugar. Revoloteaban junto al espantapájaros gorjeando, trinando, como para darle ánimos. El sol había iniciado su lento descenso detrás de las sierras.

“—Si el espantapájaros no consigue sacar pronto sus piernas, ya no alcanzará la cúpula del Palacio de los Sueños. —dijo con voz opaca.

Preocupado, miré hacia el arcoíris. En efecto, una parte de la curva ya se desvanecía en el cielo.

“El canto de la aves cubrió cualquier sonido. El espantapájaros, alentado por sus voces, duplicó los esfuerzos. Por fin, con un último tirón, quedó en libertad. Movía torpemente los brazos de madera y pudo elevarse del suelo apenas unos centímetros. Algunos pájaros se separaron y volaron hacia el arcoíris. Los demás le mostraban al muñeco lo que tenía que hacer. Los imitó y poco a poco subió alto en el cielo.”

Él y los pájaros se convirtieron en sombras grises en el aire transparente y desaparecieron como si una puerta invisible se hubiera abierto y después cerrado detrás de ellos. Habían llegado a tiempo hasta el Palacio de los Sueños. Del arcoíris quedaba un rastro imperceptible.

“—Qué será de ellos —dije, sintiéndome triste sin saber bien por qué.

“—Oh, vivirán alegremente de aquí en más. Mejor preguntar qué será de nosotros sin ellos. Hemos perdido un tesoro y casi nadie se ha dado cuenta —me contestó.

“Esa fue la última vez que vi un pájaro; a partir de entonces no hubo uno solo en toda la zona y nunca más el arcoíris se dibujó en el cielo”.

El anciano calla. El chico moderno frunce el ceño. La historia le ha gustado  y no entiende a qué se debe esa sensación de nostalgia por algo que no conoció. El nunca vio un gorrión ni un árbol o un espantapájaros. En el mundo en el que vive no hay lugar para esas cosas. La vida ha sido rigurosamente planificada de modo que cada persona pueda beneficiarse con lo que el sistema ofrece. Él tiene los juegos electrónicos, una computadora a su disposición que hace que el estudio sea sencillo. Cuando crezca accederá a los avances tecnológicos alcanzados y si es inteligente, contribuirá a conseguir otros.

*

El chico moderno se convierte en un hombre moderno, tiene hijos y nietos requete modernos y envejece modernamente.

Setenta años después le cuenta la historia del espantapájaros y el arcoíris a un nieto súper moderno al que le dio un berrinche. Desde que el mundo es mundo la mejor manera de calmar a un chico caprichoso es contándole un cuento.

Y el nieto súper moderno no es la excepción. Escucha atentamente al abuelo moderno y cuando ha terminado va a su sala de cómputos para obtener datos precisos del espantapájaros, el arcoíris y las formas remotas de cultivo. La computadora recontra moderna los declara inexistentes.

Entonces, el abuelo moderno va a buscar el libro que le regalara su abuelo y que él guardó con amor. Le muestra al nieto súper moderno las ilustraciones antiquísimas.

El chico se queda pensativo. Pregunta si sabe otras historias y si le presta el libro. El viejo le dice que recuerda algunas más que le había contado su abuelo que, a su vez, había escuchado del suyo. Le entrega el libro con la promesa de conservarlo para sus nietos.

El chico súper moderno le da su palabra y pide una nueva historia. El viejo moderno se siente satisfecho porque ha comprendido lo importante que es guardar la memoria y transmitirla a las nuevas generaciones.





©  Mirella S.   



Este relato es también de la misma época que el anterior.
Volver a la infancia cada tanto hace bien ¿no?

Abrazos para todos y gracias por la compañía.





viernes, 1 de mayo de 2020

Transformaciones



La muñeca es extranjera y no entiende lo que se habla en la casa. La mujer vive sola, con la radio encendida todo el día.
La muñeca proviene de un sitio sucio y caliente, una cárcel antigua convertida en mercado. Las celdas pasaron a ser locales dispuestos en una planta cuadrada, con un patio interior en el que crecía un único árbol de aspecto amargo. Las paredes de los pasillos desaparecían cubiertas por los objetos típicos de ese país.
Ella colgaba de un clavo en la puerta del negocio, semioculta por un mantel y unas carteras de rafia. Solo se le veía la parte derecha de su cuerpo. Estuvo allí mucho tiempo; pasaron innumerables contingentes de turistas, escuchó idiomas diferentes inquiriendo los precios de las mercaderías. Nadie se tomó el trabajo de verla entera o preguntó cuánto costaba.
Hasta que un día alguien se detuvo en la lobreguez del pasillo y una mano, suavemente, apartó el mantel. Su cara quedó al descubierto y el movimiento de la tela al retirarse removió la  atmósfera abrasadora, como una caricia. Con los ojos ya libres, pudo distinguir a la mujer que la observaba. 

Viajó dentro de un bolso con aroma a eucalipto y en su nuevo destino fue cepillada a conciencia, aunque con escasos efectos. La parte que había permanecido expuesta perdió las motas de polvo, sin embargo no recuperó el color original. La mujer la puso en un estante alto, cerca de un ventanal. Ubicó su cuerpo de trapo en un ángulo preciso, de modo que una tenue sombra cayera sobre el lado marchito.
La luz que entra le confiere fulgores a las gotas oscuras de sus ojos, que la mujer ha frotado vigorosamente con papel tisú para desarraigar posibles restos de un tiempo de abandono. La muñeca está sentada en el estante, las gordas piernas de paño cuelgan en el aire.
 Desde esa posición ve un río a través de la ventana. Ella no sabe que esa franja de tonalidades que cambian en el transcurso de las horas, es un río. Simplemente lo mira y disfruta de sus variaciones. Le asombra que lo mismo sea a la vez tan distinto.
El sol de la mañana hace que le nazcan dos cerezas en los cachetes. Ha dejado de ser un objeto anónimo, tiene un nombre propio: Lisa, también aprendió que la mujer se llama Eugenia. Es alta, frágil, sonríe poco, aunque las veces que la sonrisa aflora se le contagia a la mirada, habitualmente triste. La muñeca no podría afirmar si es linda, su cerebro de aserrín no le permite distinguir lo bello de lo que no lo es. Pero dentro de su pecho estallan fuegos artificiales (igualitos a los de su país en los días de fiesta) cuando Eugenia le cambia la ropa, le arregla los volados de la pollera, le acaricia las pecas incipientes, consecuencias de las travesuras de un sol benévolo. 
Aunque parezca ajena a lo que ocurre en la casa, su corazoncito de algodón va percibiendo transformaciones. Ella y Eugenia estrenaron vestidos con los colores gozosos de un atardecer de verano. El tono monocorde de la radio es reemplazado por una música que incita a moverse. Le gusta, columpia una pierna y admira su zapato de raso púrpura. Escucha el inédito tarareo de Eugenia, siguiendo la vehemencia  de un saxo. Y Lisa también siente que la música le penetra el cuerpo, le da vida, y se salva por un pelo de caer de la estantería.
Hay detalles que revelan novedades, y ella participa desde lo alto de su puesto. Se deleita con la risa de Eugenia, con esa otra voz, grave y tibia que ya no viene de la radio. Y, sobre todo, con la actual consistencia de su cuerpo, como si no estuviera más relleno de estopa. Una piel delicada se extiende por sus brazos y piernas, que se tornan de ámbar en el instante del crepúsculo.
Por la noche, antes de que Eugenia apague las luces, comprueba en el vidrio del ventanal que su pelo no es más una maraña de lana, sino una cascada de rulos y enmarcan una cara diferente. La anterior, chata como luna llena, con sus rasgos burdos, pertenece a un lugar sombrío y a otra época. 
Sí, hubo cambios, Lisa ya sabe muchas cosas y espera más novedades, apenas insinuadas en los aún débiles movimientos de los dedos y del cuello o en la oscilación de las piernas, que un día tendrán la fuerza suficiente para permitirle saltar de la repisa y surcar el espacio con la agilidad de un gato.



©  Mirella S.   


Hola amigos, es un cuento viejo que nunca publiqué.
Es un poco largo, pero ahora hay más tiempo ¿no?
Un abrazo para todos y gracias.




jueves, 23 de abril de 2020

Tierra árida

Arte digital by Enzzo Barrena

Hace ya más de un año que atravesé las fronteras de este país que perdió los deseos. Recorro su territorio devastado por la indiferencia; camino sobre su tierra grisácea como el cemento; observo las ciudades, los edificios sin una fisonomía propia. Planos abstractos de un mapa mal diseñado.

Lo que queda a mis espaldas es igual a aquello que tengo por delante. Es un espejo de mi paisaje interior.

No hay colores ni variantes o diferencias. Tampoco hay vegetación, flores o árboles, solo unas líneas verticales más oscuras que despliegan ramajes fosilizados. De la palidez del cielo se desprende una bruma que emboza las formas.

Mis pies avanzan desprovistos de energía y levantan un polvo corrompido. Nada de lo que veo repercute en mí. Cuando abandono las ciudades el páramo me rodea.

Provengo de un lugar lleno de matices que deslumbran, de movimientos y de ruidos, de una ciudad colmada de deseos, tantos que la desbordan, la resquebrajan. Sus habitantes viven de —y para— sus anhelos. En una época, yo también.

Era una buscadora de sentido. Lo buscaba debajo de las piedras, en las nubes evanescentes, en el amor. Cuando “eso” que creía haber encontrado dejaba de ser verdadero para mí, me recluía en la cuevita que hay en mi interior, reparaba fuerzas y emprendía  una búsqueda nueva.

Hace demasiados meses que perdí el entusiasmo por esa pesquisa y viajo por la región del desinterés. Sin embargo, cuando consigo dormir, tengo sueños en los que afloran una multiplicidad de colores cautivantes, bosques de árboles frondosos que alojan nidos en los que desbordan las palabras que traen pájaros nómades.

Son deseos inconscientes, espero que en algún momento irrumpan en mi realidad.


©  Mirella S.   — 2020 —





martes, 14 de abril de 2020

Renglones vacíos





La mujer que iba al mismo café a escribir delante de una taza humeante, que de a poco se iba enfriando cuando las palabras se empujaban unas a otras por salir, ahora lo hace de un modo esporádico. Automáticamente saca el cuaderno que vive en su bolso, la birome, los apoya junto al pocillo y se toma el café bien caliente.

Ni siquiera abre el cuaderno, lo deja sobre la mesa, como un testigo mudo de algo que fue y ya no es. Antes estaba lleno de voces, los renglones y las páginas se sombreaban con su letra redonda. Desde hace un tiempo en él anida el silencio.

Ha vuelto a ese espacio que todavía le atrae y se ubica en el lugar preferido. Mientras bebe, en las volutas de vapor que emana el líquido, le parece descubrir formas indefinidas que la alertan. Espera que sean la punta del ovillo que la conduzcan a ideas nuevas, pero se disipan con rapidez y ella regresa al estado de inercia.

Le sobreviene una repentina sensación de desdoblamiento, como si algo se desprendiera de su cuerpo y la contemplase desde una posición ubicada por encima de su cabeza.

La que queda sentada mira por el gran ventanal que le permite acceder a un ángulo de la calle. A veces el viento agita el follaje de los árboles en una danza cimbreante. Hoy el aire está quieto y las ramas permanecen inmóviles, como a la expectativa, igual que la mujer.

La que observa tiene una amplia visión del local, el ir y venir de las camareras, los clientes y escucha la música de fondo que se pierde en el murmullo de las conversaciones.

Sin embargo, el interés de la observadora está puesto en la que ocupa la mesa del ventanal. Es una curiosidad más que un interés y acaso ni llegue a esa categoría.

Últimamente, la otra lleva a cabo el mismo ritual monótono, como congelado en el tiempo: bebe el café, dirige los ojos hacia el exterior un largo rato, guarda cuaderno y birome, paga y se levanta.

Llega ese momento y la que observa cae como un avioncito de papel y siente que vuelve a formar parte del antiguo cuerpo.

Está en la calle y a través de los ojos, de la piel de la mujer se nutre del sol, ve las nubes, huele el levísimo aroma del tilo de la esquina y nota que las veredas empiezan a tapizarse de hojas. 

Afuera el tiempo no se ha congelado.



 ©  Mirella S.   — 2020 —


Este texto es anterior a  la disposición de la cuarentena.
Ahora la mujer se toma su café asomada al balcón, 
mirando un cielo de peltre y una calle solitaria.

Gracias a todos y abrazos. 




jueves, 26 de marzo de 2020

Cielos nublados



Queridos amigos, a los problemas propios de estos momentos difíciles, se agregaron algunos de índole personal. Mi estado de estrés me impide visitarlos, en el momento de comentar es como si tuviera que releer lo publicado porque mi mente ya no consigue concentrarse.

Además Internet está lentísimo, a vece se corta y para colmo muchas de mis entradas fueron bombardeadas por la publicidad de un hacker que ofrece sus servicios (¿?)…

Cuídense todos, cumplan con las restricciones establecidas, es lo único que podemos hacer ¡hagámoslo!

¡Hasta pronto! Les dejo mi afecto y un abrazo enorme.



Ya vendrán los crepúsculos de fuego.



martes, 17 de marzo de 2020

Año bisiesto



La noche avanza y creo que es hora de astillar el silencio. Debo hablar, necesito salir del engaño. ¿Acaso la vida no es un juego rítmico entre la verdad y la falacia? En esa continua oscilación, ahora estoy detenida en la mentira y es preciso librarme de ella.
Dentro de mi boca la lengua crece y empuja la barrera de los dientes, que se aprietan solidarios ante ese resto de culpa o vergüenza. Como si se hubiera partido en dos, igual a la de una cobra, asoma con cautela sus extremos, lubrica los labios secos y vuelve a esconderse en su cueva.
La lucha se está definiendo: mis músculos se debilitan, parpadeo y los dedos inquietos hacen rotar el anillo. La boca se abre y la bífida se ubica para desempeñar su parte. Pero todavía hay renuencia, cierta indecisión.
Digo:
—¿Por qué sostenés la botella de esa manera, por el cogote? Da la impresión que tenés ganas de estrangular a alguien. —Mi voz suena agria y lo que manifiesto está fuera de sitio.
Él llena su copa de vino, deja la botella sobre el mantel, me mira y no dice nada, aunque en sus ojos leo que está pensando “perra estúpida”.
Sigo:
-La ropa termina por tomar la forma del cuerpo, por eso tu pulóver está tan estirado en la parte de adelante.
Su expresión indica desprecio, su respuesta es, como siempre, el silencio. Estos comentarios absurdos no son propios de mí, la amargura es la que habla. La bifurcada se mueve, inquieta, no la voy a poder controlar.
Anuncio:
—Leí una estadística que afirma que en los años bisiestos es cuando se producen más divorcios. Parece que son favorables para volver a enamorarse. El año que viene es un año bisiesto.
Esta vez ni siquiera se molesta en mirarme o demostrar su arrogancia. Se inclina y toma el diario. Giro la cabeza, a mi alrededor el restorán está completo y el murmullo de las voces me envuelve como una frazada caliente.
Comprendo que no puedo postergar más la revelación; ya no hay nada que honrar o respetar. Lo que antes era verdad hace tiempo que se parapetó detrás de las páginas del diario y solo muestra su coronilla con remolinos ariscos.
Llegó el momento, la lengua se dispara como una flecha envenenada. La dejo que alcance su blanco.
—Sin embargo, quedé fuera de las estadísticas: me enamoré este año. Te dejo.
Noto que mi voz es un eco que retumba por encima de las conversaciones ajenas. El silencio, que está sentado frente a mí, se extiende al resto de la sala. Las páginas del diario se mueven como un telón que se abre para un último acto. No alcanzo a verle los ojos porque una línea de luz cae en el vidrio de los lentes, convirtiéndolos en espejos que me reflejan.
Veo mi sonrisa y cómo las bifurcaciones de la lengua vuelven a unirse. Siento que recupera su tamaño y se acurruca contra el paladar, degustando el sabor a cicuta de la victoria. 


©  Mirella S.   — 2012 —


Muchas gracias a todos por los comentarios que me dejaron en el post anterior.
Este relato es viejito, lo vuelvo a publicar porque estamos en un año bisiesto.
Abrazos para todos.





jueves, 5 de marzo de 2020

Tiempos sin sentido




La ciudad desgasta las ganas de vivir, y al doblar una esquina, te mata. Robos, palizas, asesinatos, motochorros impunes que son capaces de pegarte un tiro o acuchillarte para obtener el celular. Ni hablemos de las violaciones y femicidios.

La última moda por estas latitudes son los ataques en manada. Matar a golpes porque sí, porque se les canta, porque en grupo se sienten poderosos. Porque son unos cobardes, vacíos por dentro. Después del ataque alardean por whatsapp, con una frialdad apabullante, que el pibe caducó y se van a festejar en una hamburguesería.

Miedo, impotencia, ira, un desasosiego pegajoso del que no puedo desprenderme, son los sentimientos preponderantes de este domingo. Hay una escena que vuelve una y otra vez.

Estaba llegando a la entrada del edificio donde vivo cuando una moto, que circulaba a contramano, se detuvo frente al portón del garaje, en ese momento abierto, e intentó entrar.

El aire de ese atardecer de enero se cargó de bocinazos y sirenas de patrulleros que coparon la cuadra. El delincuente, acorralado, bajó de la moto y empezó a correr en mi dirección. Sin saber qué hacer, aplasté la espalda contra la pared como si esperara que los ladrillos me succionaran. El perseguido pasó tan cerca de mí que el casco, que colgaba de su brazo, golpeó en mi costado. En la mano sostenía un cuchillo.

En esos segundos vislumbré unas facciones adolescentes, las mandíbulas y los labios contraídos y la fijeza de unos ojos predadores que me miraron sesgadamente. Contuve la respiración, como si ya estuviera muerta. Pero él no se detuvo, corrió hacia la esquina dejando una estela de sudor agrio. Allí lo atraparon varios policías y lo subieron al patrullero.

Al día siguiente habrá quedado en libertad.

En mis sueños todavía se materializan las suposiciones que cruzaron por mi cabeza en aquellos instantes.



©  Mirella S.   — 2020 —



Hola amigos, quería avisarles que a partir de ahora no responderé más a los comentarios. 
Los leeré atentamente y con el cariño de siempre.
Un abrazo para todos.


lunes, 3 de febrero de 2020

Encarcelada




Intento atrapar el infinito detrás de los barrotes, pero el azul es escaso, cubierto por nubarrones oscuros. La ciudad me confina entre sus muros bestiales.

La imagen refleja mi estado actual.

Este blog, que fue un rincón lleno de alas y trinos, se encuentra silencioso, melancólico. Todavía no me decido a soltarlo, aquí recibí mucho afecto, compañía y mi agradecimiento es enorme hacia todos los que pasaron -y pasan- dejándome sus cálidas palabras de estímulo.

Sin embargo, una voz interior me dice que se acabó, perdí el placer de escribir hace ya un tiempo. 

Me alejaré de a poco, porque me va a ser difícil. Fue mi nido, mi refugio, y como los pájaros, lo construí laboriosamente, con alegría. No quiero mantenerlo por obligación, a desgano. Cuando realmente sienta el impulso de publicar una foto, un texto, viejo o nuevo que surja espontáneo, no por la presión de mi autoexigencia, lo haré.

Mi espíritu y mi cuerpo están pasando malos momentos, necesito descansar. Más adelante los visitaré, nunca los voy a olvidar.

Gracias a todos y un abrazo inmenso, queridos amigos.


©  Mirella S.   (texto y fotos)  2020