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Imagen: Mustafa Dedeoglu |
Recorre las calles y observa con atención. Aún no
encontró esas palabras, las palabras que exclusivamente le hablan a él.
Muros, portones, incluso las cortinas metálicas de los negocios solo ofrecen su desnudez, el polvo chorreado por las lluvias, a lo sumo jeroglíficos incomprensibles, iniciales y firuletes hechos con aerosol o aquellos graffitis escritos con fibras, que terminan por diluirse junto a la mugre.
Muros, portones, incluso las cortinas metálicas de los negocios solo ofrecen su desnudez, el polvo chorreado por las lluvias, a lo sumo jeroglíficos incomprensibles, iniciales y firuletes hechos con aerosol o aquellos graffitis escritos con fibras, que terminan por diluirse junto a la mugre.
De tanto en tanto aparece el contorno de un corazón
solitario, sin la flecha que lo parta en dos. Vamos, eso se dibujaba en otras
épocas, cuando el amor dolía más; pero él sabe que es una afirmación falsa: el
amor siempre duele en algún momento. Qué absurdo, cómo puede opinar si nunca
estuvo enamorado, ni siquiera está seguro de que esos desgarros internos que sintió
tengan que ver con el amor. El amor verdadero —se lo dice como quien repite el
texto de una lección— si es verdadero no duele, al contrario, da alegría y
ensancha por dentro.
No debe perderse en digresiones, únicamente quiere
encontrar la frase destinada para él. Si no la encuentra seguirá arrebujándose
en la cueva de la incertidumbre en la que vive desde que tiene memoria.
Una vez, en un sueño sigiloso, él iba por una
calle escasamente alumbrada y se arrastraba —como uno se
arrastra en ciertos sueños, con lentitud y desgano— cerca de un
paredón lleno de inscripciones y dibujos. Sus ojos semi entornados no
conseguían ver lo que estaba escrito. Avanzaba como una oruga cansada.
Un escrito hizo que se detuviera. Su mano se extendió
durante una eternidad hasta alcanzar esas letras que lo incitaban. Las tocó, igual
que si las estuviera escribiendo. El revoque del paredón era tosco y le raspaba
las yemas, pero continuó en su caricia porque esas cuatro palabras iban
dirigidas a él. Eran cuatro, el único recuerdo certero que le quedó.
En la penumbra apenas podía ver esas letras negras en
la calle oscura de un sueño inverosímil, como todos los sueños. Y el observador
lúcido que forma parte del soñador, le sugirió que buscara el nombre de la
calle para encontrarla en la vigilia. Sus pies reptaron hacia una esquina
ignota, con un farol sumergido en el follaje de un árbol. Vio el cartel y solo
logró leer la primera letra, una “D”. El resto desaparecía en la hondura de la
noche.
Cuatro palabras perdidas que eran para él, una “D” y
un árbol alto y frondoso en una esquina. Esa ha sido su búsqueda por años, que
ahora se alarga hacia suburbios cada vez más ajenos. Como un ladrón de su
propio sueño, él persigue aquellas cuatro palabras para que le despierten el
alma.
© Mirella S.
— 2010 —