Telma, la vecina
de la pensión en la que se alojaba Natalia, desesperada, le pidió que cuidara a
su hijo Simón unos días. Debía viajar urgente a Salta por la muerte de su padre
y en Buenos Aires no tenía familiares con quienes dejarlo. Natalia aceptó, con
el temor incomprensible de no estar capacitada, no era suelta con los niños y a
Simón lo había tratado poco.
Lo vio triste, cabizbajo
y pensó que sería por la ausencia de la madre. Para colmo acababa de empezar el
colegio primario: un chico tímido, callado, igual que ella. En la primera noche
lo oyó llorar en la camita improvisada en la estrechez del cuarto. Era casi un
quejido, como el del viento que se filtra por una ventana sin burletes.
Prendió la luz
del velador. Simón se acurrucó debajo de la frazada, ella la deslizó apenas
para preguntarle si se sentía bien. El niño no contestó. Pudo percibir que
temblaba. Lo único que supo hacer fue abrazarlo y quedarse a su lado hasta que la
respiración se le fue normalizando y se adormeció.
El día siguiente
era sábado. Desayunaron en silencio, Simón siempre con la mirada fija en el
mantel. Bebía la leche con desgano y solo le dio un mordisco a la rodaja de pan
con dulce de damascos que Telma le dejó, por ser su mermelada favorita.
—¿Vamos a la
plaza? —propuso, tratando de sonar entusiasmada.
Simón se encogió
de hombros y no levantó la vista.
—Hay sol, te va
a hacer bien y así me contás por qué llorabas anoche.
La miró y ella percibió
por primera vez la honda soledad en sus ojos de brea espesa, levemente
sesgados.
—Soy un cabecita
negra*, un chinito ¿no? —dijo como si masticara cada palabra, en lugar del pan.
—De dónde
sacaste eso.
—Los chicos del
grado. Se reían.
Natalia trató de
aliviarlo, pero sus frases le sonaron convencionales. Después del almuerzo,
mientras él jugaba distraídamente con un autito, pensó que debía encontrar una
metáfora o una forma didáctica para explicarle aquello que lo perturbaba.
Inspeccionó
dentro de la heladera, sacó dos cajas de huevos, una con los blancos y otra con
los de color. Sobre la mesa empezó a mezclarlos, a formar diseños que cambiaba continuamente.
Simón soltó el
juguete y fue directo a la mesa a observar los movimientos de Natalia.
—Qué hace el
huevo blanco fuera de la caja —preguntó. Siguió mirando y con el índice señaló
la tapa de la caja. —Ese huevo colorado tiene que estar con los demás
colorados, no con los blancos.
—Al contrario,
hizo bien en pasarse al otro sector.
—Pero le sacó el
lugar al blanco, que se quedó afuera.
—Se quedó afuera
porque lo eligió, lugar había, él no quiso mezclarse con los “colorados”, como
vos los llamás.
—El colorado se
metió junto a los blancos… —dejó la frase en suspenso unos segundos y después
preguntó—: ¿por qué?
—Para terminar
con la discriminación.
—¿La dris cri
qué?
—Dis-cri-mi-na-ción,
lo que hacen tus compañeros en el cole. Por tu color de piel más oscura. El
colorado tuvo el coraje de instalarse con los blancos, en una esquina todavía,
pero dio un paso. ¿Entendiste, Simón?
—¿Y si me
empujan para que me vaya?
—Apenas se
descuiden lo volvés a intentar, hasta que te conozcan.
Le vino a la
mente su propia experiencia, cuando en la escuela las compañeras la llamaban la rusa y ella siempre las corregía: soy
polaca. Tanto insistió que llegó el día en el que fue Nati para todas.
Él le tomó la
mano y Natalia vio como en sus ojos se formaban estrellas de cuarzo.
© Mirella S. (texto y foto) 2019
*Cabecita
negra y chinito son términos
utilizados en Argentina para denominar, despectivamente, a un
sector de la población asociado a personas de pelo negro y piel de tonalidad
más oscura, provenientes de zonas rurales de las provincias del interior.