Me gusta
ir a los bares, a veces con un libro, siempre con un anotador y mi birome
favorita. Tiendo a ubicarme cerca de una ventana y me di cuenta de que el
pocillo de café termina siendo una excusa. En los bares escribo, reflexiono,
escucho conversaciones que propician comienzos de historias. También me evado,
rescato sueños y veo en qué puedo convertirlos. Y aquí estoy, con el anotador
abierto y en blanco, un codo apoyado en la mesa, la mano en el mentón, mirando
por la ventana. Todavía las ideas no están dispuestas a surgir. Me canso de ver
el segmento celeste que asoma entre dos torres y al arbolito raquítico que
trata de estirarse hacia el sol; cambio de punto de vista y miro hacia el
interior del bar.
En una
mesa diagonal a mí está Gabriel, veinte años después. La birome se pone activa
y escribo “encuentro sincrónico”. Y ante el trazo azul la hoja tiembla de
gratitud. ¿O es mi mano?
La noche
anterior tuve un sueño insólito y el protagonista era precisamente Gabriel. El
Gabriel que nunca más había vuelto a encontrar, veinte años más viejo, tan
parecido al que está leyendo el diario en este mismo barcito. Mi sueño, ambiguo
reflejo de mis paisajes interiores, no tenía ni pies ni cabeza. De la trama
sólo recuerdo la imagen de una calle tumultuosa, por la que avanzaba hacia mí
la alta figura de Gabriel, las manos esposadas y custodiado por un policía.
Quise acercarme, pero mis pies quedaron adheridos al piso, mientras él se
alejaba sin caminar. Cosas que pasan en los sueños.
Le grité:
¿necesitás ayuda? Y él, volteando la cabeza de plata y con esos ojos de cerveza
rubia, me dijo: llamalo al doctor Puig, al doctor Puig, repitió.
Eso es
todo lo que me acuerdo. Y ahora no puedo evitar mirarlo y rememorar lo que no
quiero. Yo lo había dejado, en ese bodegón al que solíamos ir sólo porque tenía
mesas de madera y no de fórmica. Fui cruel a sabiendas para respaldar mi
determinación, a pesar de que por dentro era como un cántaro roto que chorreaba
dolor. En aquella época tenía algunos pajarracos en mi cabeza que, incesantes,
me picoteaban haciendo trizas mis mejores intenciones. Terminante, le había
dicho: me voy con Luis, ya es hora de abandonar las pendejadas y vivir como
bohemios. Así lo hice y pagué las consecuencias.
Observo a este Gabriel envejecido y una
ternura que hace mucho dejé de sentir, me cobija en un abrazo tibio. Él dobla
el diario y mira en mi dirección. Su cara queda inmutable. No me reconoce o
simplemente no hubo perdón para mí. Sigo un impulso descabellado y me acerco a
su mesa.
—Hola
Gabriel ¿te acordás de mí? Soy Analía.
Él me
observa, con la frente fruncida del que trata de exprimir alguna cara de la
memoria. Después sonríe.
—Debe
haber algún error, porque no me llamo Gabriel.
—¿No sos
Gabriel Costas? —apenas consigo formular las palabras y mis mejillas son un
incendio bochornoso.
—No, lo
siento, mi nombre es Alfredo —su sonrisa es cálida y alentadora. Pone su mano
en el interior del saco y me extiende una tarjeta. Hace un gesto para que me
siente.
En la
tarjeta, en una elegante cursiva negra, está escrito:
Doctor Alfredo Puig, abogado
©
Mirella S. — 2011 —