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Arte digital de Sarolta Ban |
El señor Palma
mira el reloj: faltan quince minutos para que suenen las campanas de la iglesia
y exploten los petardos anunciando la Navidad.
La luna vulnera el
cielo con un resplandor de nieve; en la tierra el calor licúa las formas.
El señor Palma hace
sesenta años que no piensa en papá Noel, sin embargo, este año algo lo impulsa
a revivir las Nochebuenas de cuando era niño. En la vejez la memoria camina
hacia atrás, nota demasiados huecos oscuros e inventa, se dice.
Sentado en el
patio de su casita en los suburbios, no logra visualizar la de su infancia. Quizás
se parecía a la actual. La única imagen que se le presenta es la espesura de un
jardín, allí se ocultaba para sorprender al hombre gordo vestido de rojo que había
visto en las películas y que nunca cumplió con ninguno de los juguetes que él había
pedido. Solo le dejaba libros.
Durante las
primeras lecturas, se sentía una especie de náufrago que remaba en medio de
oleajes de palabras incomprensibles. Al crecer, esos libros que tanto lo habían
fastidiado, terminaron por atraparlo. Se hizo íntimo de los personajes y quiso
compartirlos con sus compañeros. Ellos reían y le daban la espalda para seguir
jugando con las figuritas o al metegol.
El señor Palma,
Nico en aquel entonces, regresaba a su cuarto con el libro bajo el brazo y
releía los párrafos más potentes de las aventuras de Huckleberry y Tom, ellos
sí eran valientes, osados, como el principito que venía del asteroide B 612, quien,
igual que Nico, buscaba un amigo. Se habían encontrado.
Después conoció
a Sandokán, intrépido en sus maniobras para recuperar el reino que le fuera
arrebatado. Con su personalidad tan vengativa, Nico solo podía temerlo.
Huck y Tom lo
acompañaron un tiempo, luego se alejó de las continuas travesuras que tramaban.
Él era un pibe tranquilo, se apoyaba más en sus ideas utópicas que en acciones.
Entonces volvía al principito, a tal punto que el libro terminó
descuajeringado, con hojas sueltas. Un día su madre hizo limpieza y
desapareció.
Las semillas de
sus palabras se asentaron en el planeta sin nombre de Nico, al cual viajaba en
los momentos solitarios. Un mundo que construía lentamente y que, de tanto en
tanto, se desmoronaba. Estaba hecho de sueños, ilusiones que poco tenían que
ver con la realidad. Memorizó pensamientos del libro, que florecieron en la
humedad de sus cuidados y consiguió afianzarlos en esa patria privada.
Él también tuvo
su rosa, con la vanidad y el orgullo de saberse amada, importante. Ya no está,
se ha marchitado antes que él y en los atardeceres la busca en su planeta, ahora
convertido en desierto. La rosa le dio pimpollos, que crecen y prosperan en
tierras más fértiles.
El señor Palma sacude
la cabeza y recuerda que es Nochebuena, que los vecinos de la izquierda se
fueron al mar y los de la derecha están en pleno festejo con sus numerosos
hijos que hacen estallar cohetes y cañitas voladoras. A él no le permitían
quedarse a esperar las doce. Aunque estaba medio dormido, su curiosidad era un
sensor que lo alertaba ante el mínimo ruidito, pero nunca había descubierto a
Papá Noel.
En la casa de al
lado, los chicos ríen, los escucha correr, llamarse unos a otros. De pronto,
cuando la última campanada de la iglesia se fusiona con el clamor de los fuegos
artificiales, algo oscuro, como un pájaro herido, traza un arco por encima de
la pared medianera y cae en su jardín.
El señor Palma
se levanta y se acerca al rosal estéril que se empecina en mantener. El objeto
volador quedó atrapado entre sus ramas. Es un libro. Lo toma y comprueba que es
viejo, con muchos subrayados. Lo cierra y con el índice dibuja cada letra del
título. El principito.
© Mirella S.
— 2019 —
¡Felices fiestas y hasta el año que viene!
Abrazos.