El granito azul, ese bello
granito azul que orbita alrededor de un sol maduro, se autodestruye.
Impiadosamente, de un
modo sistemático, acelerado.
Sus habitantes
hormiguean por la superficie como insectos eléctricos. La especie que evolucionó
—y aparenta tener conciencia de sus actos— se la podría clasificar, a grandes
rasgos, en cuatro categorías que, a su vez, se dividen en una múltiple gama de subgrupos.
Están los que ejercen
el poder, los constructores, los destructores y una masa enorme, abandonada a
su suerte, sin futuro.
El planeta es una
burbuja azul en la que hay poca felicidad. Algunos de los constructores intentaron
producirla, pero lo que elaboraron es ficticio, externo, se agota rápido. Se
necesitan más y más dosis de consumismo, es una felicidad tan efímera que
apenas se tiene, se esfuma. Queda el gusto a vacío.
Otros constructores,
con la premisa del amor fraternal y la buena voluntad, se abocaron a erigir andamiajes
de ayuda solidaria, que los destructores derriban con ensañamiento.
Parte de los que se
dedican al arte construyeron mundos ideales con palabras, colores, sonidos,
imágenes. También están aquellos que en sus obras denunciaron el avanzado
estado de podredumbre y decadencia de los sistemas que rigen al globo azul.
Mientras tanto, los
insaciables de poder imponen sus métodos, sus religiones, sacan armas nuevas,
invierten en perfeccionarlas. Masacran, sobornan, infectan con sus ideas para
perpetuarse. Es su miserable concepto de felicidad.
Los desposeídos ni la
sueñan: no la conocen. Quizás para ellos esa palabra esté asociada a un pedazo
de pan, un chorro de agua, un par de zapatos.
La insania se extiende
como un vapor venenoso por las regiones más pobladas.
Un día el granito, la
burbuja, hará un ¡plop! azul y el viento solar dispersará sus partículas.
No será un vuelo en el
azul pintado de azul, como la vieja e inocente canción de Domenico Modugno.
Mirella S. -Julio 2016-