martes, 28 de octubre de 2014
martes, 21 de octubre de 2014
Corazón tachado
Durante
el viaje que fue su salida al mundo —que Abril imaginara como los pasos de un
tango surrealista—, justamente en ese viaje, unos ojos le tacharon el corazón
con su tinta azul.
Entonces
ella dibujó dos signos de interrogación, rojos y algo chuecos, que no la
llevaron a ninguna respuesta o certeza. En el medio de esos signos se extendía
un vacío, era una pregunta huérfana de palabras: no supo cuáles ponerle.
Puedo inventar una fábula como la
cultura de este mundo me ha enseñado. O empezar un diario:
“Querido diario,
hoy es el día
en que a mi
corazón lo tacharon
sin lástima…”
O
anotarse en corazonesdespreciados.com. Otra opción sería decorar su
dormitorio en tonos celeste, pintar en el cielorraso nubecitas blancas, acostarse boca arriba con
el vestido de la fiesta de los quince y quedarse observando las mutaciones de
las nubes, a la espera que los años la momifiquen o, simplemente, que el
caballero de la muerte le proponga matrimonio y la lleve a su palacio de
sombras. O (por qué no) arriesgarse a
un nuevo viaje, provista de una fibra bien gruesa y ser ella la que se dedique
a tachar corazones.
Tengo varias posibilidades, no es
necesario que me apure, es preferible permanecer quieta, total es la vida que
se encarga de mover las fichas y pegarte el sacudón.
Un
día, en alguna esquina metafísica, ocurrirá el topetazo con lo inesperado y las
piezas del ajedrez caerán de golpe, reubicándose para una nueva partida. Quizás
vivir consista en no albergar expectativas, borrar las tachaduras que se
acumulan en el corazón y dejarse sorprender por el próximo juego, con la
libertad y la ingravidez de una libélula.
El
signo de interrogación vuelve a formarse ¿pero
cómo se logra eso? Ahora contiene una pregunta concreta, que tampoco le da
respuestas. ¿Se me revelará alguna vez?
Quizás
en un sueño, que probablemente Abril olvide en cuanto despierte y que nunca
terminará de descifrar. O si abriera sus oídos en una tarde rasgada de cigarras
y pudiese captar el mensaje en la monotonía de sus voces. Quizás en el tintineo
de la lluvia que gotea en el balcón. O si entendiera el idioma de las hojas
secas al ser quebradas por sus pies y que, con el último suspiro crujiente, le
dieran un indicio.
Deberá
estar atenta a cualquier señal, organizar un estado de sitio de sí misma.
De
inmediato le surge una duda: ¿pero si
estoy tan pendiente de pescar la revelación no desatenderé otras
circunstancias? ¿Y si no veo los carteles que me pueden conducir a una calle
fulgurante de actividad y acontecimientos prodigiosos, mientras me quedo
embobada en una única pregunta y en potenciales “y si… o… quizás…” que podrían
suceder, pero aún no han sucedido?
Abril
piensa que todo este asunto es como pretender atrapar burbujas: son meras
ilusiones que de pronto estallan, dejan en el aire un leve rocío y un
desencanto enorme, porque ella creyó que había alcanzado su verdad.
¿Cuál
verdad? Ya no se acuerda, se extravió en un laberinto de pensamientos que la
arrastraron hacia el incierto territorio de los interrogantes.
Le parece
recordar que ese torbellino de disquisiciones comenzó porque, en algún viaje
remoto, la tinta azul de unos ojos le había tachado el corazón.
©
Mirella S. — 2011 —
lunes, 13 de octubre de 2014
Marasmo
Sobre una historia real que me contaron...
Ellas trataron de cobijarte
Naciste antigua, sin candor,
de un acto sacrílego,
tu cabeza asomó carente de esperanzas
bajo la luz sucia de telarañas.
Una noche húmeda de octubre
te dejaron en el banco de una plaza
y el rocío lamió tu cuerpo desnutrido.
Tenías la piel rencorosa
de quien no recibió caricias,
ante el menor contacto se erizaba
en un resguardo de alambre de púa.
Las aguas abúlicas de un río color arcilla
declinaban por tus ojos,
llorabas tenuemente
con gemidos de gatita guacha.
Los días te modelaron en un material lánguido
que se deshacía en las manos
de las mujeres de blanco.
Ellas trataron de cobijarte
pero ninguna pudo alcanzar tu alma
guarecida en la boca sin teta.
Nunca tendrás un nombre
no dirás madre
ni la risa te desarrugará la cara.
© Mirella S. — 2014 —
Marasmo: es un síndrome que se manifiesta con perturbaciones físicas,
psíquicas y emocionales en niños recién nacidos que fueron abandonados por su madre y entregados a hospitales o instituciones. Reciben muy poca o ninguna afectividad y ya en el tercer mes manifiestan
rechazo al contacto, insomnio, pérdida de peso, tienden a contraer
enfermedades, retraso motor y rigidez en la expresión facial.
El porcentaje de mortalidad es alto, el
deterioro es progresivo en proporción a la cantidad de tiempo de carencia.
Foto de Esteban Leyto
martes, 7 de octubre de 2014
El hada mariposa
Habitualmente el clima
en casa era similar al de un miércoles de cenizas: cada uno parecía que llevaba
una cruz gris marcada en la frente. Las fiestas, los cumpleaños, pasaban
desapercibidos. Si por alguna razón contra natura de nuestras costumbres se festejaban, una hecatombe —interna o
externa— desbarataba el escaso entusiasmo puesto en el acontecimiento.
Las fiestas de Navidad y
Año Nuevo eran las más catastróficas. Algún duende cruel y malhumorado debía
filtrarse en la casa y propiciaba malentendidos, discusiones estériles y
terminábamos siendo títeres de su malicia.
Pero yo de chica tenía
ilusiones a prueba de tempestades y terremotos. Esperaba con el alma titilante
que ese año en vez de medias y bombachitas, Papá Noel o los Reyes me trajeran
la muñeca deseada o los bloques para construir edificios. También creía que en
algún momento mi padre iría a cambiar su expresión adusta, que se le borrarían
las sombras de la cara, diría palabras que irrumpieran en la hosquedad de sus
silencios y pudiera mostrarse feliz por un rato. O que mi hermana mayor no me
viera como una molestia o una pelusa que se le adhirió al vestido.
Por eso cuando dijo que
me iba a llevar al centro para ver a los Reyes Magos, sentí que ese enero sería
inolvidable. Vivíamos en el barrio de Liniers, tomamos el colectivo y después el
subte de la línea “A” para ir a Gatichaves,
un modesto anticipo de los actuales shoppings. Yo tendría a lo sumo cinco años,
una salida al centro significaba una excursión extraordinaria y esa vez pude
conocer el lugar poco antes de que lo cerraran.
A mi hermana no la veía
mucho, trabajaba en una fábrica en Morón y tenía que levantarse a las cinco de
la mañana. Sin embargo ese sábado pintaba distinto, a pesar de la sensación de
ahogo que me daba caminar por la calle Florida, desacostumbrada a estar en
medio de tanta gente de la que sólo veía zapatos, ruedos de polleras,
pantalones. Si miraba para arriba todo ese remolino me daba vértigo.
En Gatichaves hicimos una cola larguísima hasta llegar, en medio de una
atmósfera de misterio, a unos pasillos interiores penumbrosos que desembocarían
en la gran gruta donde los tres Reyes iban a recibir a los niños. Los
corredores estaban decorados como si fueran desfiladeros rocosos flanqueados
por árboles. Cada tanto un señor con turbante y barba nos alentaba a preparar
nuestros pedidos.
Yo ansiaba la muñeca que
hacía pis, la había descubierto en la revista Billiken, venía en un kit con mamadera y un juego de pañales. No sé
si la quería en esa particular ocasión, sí recuerdo que por esos años mi deseo
sólo apuntaba a esa muñeca.
Seguimos caminando
lentamente hasta que el pasillo se ensanchó en un área bien iluminada, con una
pared blanca en la que se movía algo. Se produjo un desorden y hubo grititos de
asombro por parte de los chicos y sus acompañantes.
La cola apenas avanzaba,
por fin me tocó el turno y pude apreciar el objeto de tanto jolgorio: era una
mariposa gigantesca apoyada en la pared, con reflectores resaltando sus alas que
abanicaban el aire viciado. Cuando estuve delante de ella un espasmo de terror
me estrujó la panza. De la pared, y por entre las alas, asomaba la cabeza de
una mujer, que se movía de un lado para otro con los labios rojos sonrientes.
No tenía cuerpo. Me paré
en seco y grité (olvidada de mi habitual timidez, el espanto era más fuerte): le cortaron la cabeza y se la pegaron en la
pared. Mis gritos, mis pataleos, el hipo, consecuencia de querer hablar a través
de las lágrimas, hicieron que la cabeza girase hacia mí con su sonrisa roja y
me dijera algo así como que no me asustara, que ella era el hada de las
mariposas.
Eso fue peor: además de
no tener cuerpo, también hablaba. Incrementé los aullidos y el zapateo. Mi
hermana, muy nerviosa, me tironeaba del brazo, asegurándome de que todo estaba
bien, pero a mí no me convencían así nomás. De modo que apareció el barbudo de
turbante que, severamente, indicó que debíamos continuar, estábamos causando un
alboroto que demoraba la circulación.
La cabeza me seguía
hablando y me pareció que las alas habían acelerado su vaivén, como si
quisieran despegarse de la pared para perseguir a esa aguafiestas, caprichosa y
cagona, que no entendía nada del espíritu mariposil ni de la magia de su reina.
La cuestión es que con
mi escándalo fui el centro de las miradas de reprobación de los presentes. Entre
el barbudo y mi hermana me arrastraron del lugar y me metieron otra vez por el
pasillo oscuro que conducía a la gruta de los Reyes.
Mis pataleos y chillidos
no cesaron: quería irme. Prefería el bosque de zapatos y piernas urgentes de
acción de la calle Florida —por lo menos arriba estaba el sol— que este
tenebroso pasaje de pesadilla. Pero no podíamos salir de la fila, el pasillo
era demasiado angosto y retroceder hubiera provocado un caos mayor. Así que
continuamos, yo llorando a moco tendido y mi hermana tratando de calmarme, con
escaso éxito, con la promesa de que pronto vería a los Reyes Magos. Qué Reyes
ni que ocho cuartos, mi único deseo era salir de allí y que mi hermana me
comprara un helado de chocolate y limón.
La cueva de los Reyes
era enorme; en ese entonces todo era desmesuradamente grande para mí; había un
caminito por el que podían ir dos chicos a la vez y en el fondo estaban los
tres soberanos en sus respectivos tronos, emperifollados en capas con brillos y
sudando la gota gorda, sin un mísero ventilador. Le pegué un tirón a la pollera
de mi hermana y le dije que no tenía nada que pedirles y que nos fuéramos rápido.
Los miré de lejos: el que más me gustó era totalmente negro; otro, con una
barba blanca, era gordo y se parecía a Papá Noel.
Por fin salimos de allí.
Bajamos por unas escaleras y llegamos al sector infantil, con mesas y vitrinas
colmadas de juguetes y ropa. Mi hermana me pidió que me quedara mirando unos
animalitos de felpa mientras ella iba a comprar algo.
Me enamoré de la jirafa
amarilla y marrón, hasta me animé a acariciarla. No había nadie vigilando y le
conté en voz baja mi desafortunada experiencia con el hada mariposa. La dejé en
su lugar, junto a un oso panda barrigón, cuando vi que mi hermana estaba yendo
hacia la caja a pagar. También noté que en la mano llevaba una bombachita rosa,
con puntillas.
©
Mirella S. — 2012 —
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