El
dormitorio está en penumbras y yo, como si colgara de la araña o flotara cerca
del techo, me examino.
Resulta perturbador verme
dormir, no conozco mis expresiones y posturas habituales. Compruebo que mis
rasgos están contraídos. Solo dejo ver el perfil. La mejilla derecha se hunde
en la almohada, debajo del párpado el ojo se mueve inquieto, una de mis manos
se crispa, espasmódicamente.
El sueño no es
tranquilo. Desde mi ubicación noto algo que se materializa y se desploma sobre
mi espalda. O la de ella, porque advierto una liviandad: eso que se ha apoderado de la
otra, se desprendió de mí.
Me he convertido en una
espectadora, una conciencia alerta que contempla un proceso.
La que duerme —y que
unos minutos atrás era yo— se retuerce entre las sábanas en una lucha que terminará
en un fracaso. Su boca es una llaga abierta, roja. Emite unos gruñidos roncos,
de fiera acorralada.
Las manecillas del
reloj despertador marcan las 5:00 AM. Pronto amanecerá y lo que soy ahora se
fusionará con el resplandor que entrará por la ventana.
©
Mirella S. — 2015 —