Cuando Arturo
dejó de venir por el bar de Fabio, no nos preocupamos demasiado. En los últimos
tiempos era común que faltase durante algunas semanas. Volvía con un aire
febril, vacilante, pero con el repertorio de las historias que nos contaba,
renovado. Al cabo de varios meses de ausencia la esperanza de que regresara se
convirtió en una costumbre más. Sin embargo, no podía desprenderme del asombro
y de la rabia de que se hubiera ido así, como escapando.
La primera vez que apareció en lo de Fabio
captamos en seguida que era distinto. No se recostaba en la resignación como
nosotros, algo incomprensible lo
consumía. Se acodó en la barra con una copa de coñac en la mano, Fabio le
preguntó si era nuevo en el barrio. Él dijo que había vuelto de un largo viaje
y que su última parada fue Montevideo. Fabio, que es uruguayo, se entusiasmó y
le hizo montones de preguntas. Con nuestro perpetuo aburrimiento a cuestas,
empezamos a prestar atención, porque Arturo estaba relatando sobre un asunto turbio
en el que se había visto envuelto en su paso por Montevideo.
Lo invitamos a la
mesa. A partir de esa noche se sentó siempre en el mismo lugar, y mientras
giraba la copa entre los dedos cautelosos, nos introdujo en sus historias.
Sus gestos y algunas de sus frases, se me
grabaron a fuego. Hablaba bien Arturo. Había viajado por medio mundo; su vida
parecía la de un Phillipe Marlow rioplatense, siempre metido en algo oscuro,
excitante. Hicimos conjeturas sobre su identidad o su trabajo, sin embargo no
le preguntamos nada. Hubo un acuerdo tácito, tal vez para preservar el círculo
que formábamos los cinco alrededor de la mesa del café.
Intenté rememorar la cara, el aspecto de Arturo.
Pero sus facciones y su cuerpo ya se habían desdibujado. El peso de su presencia
recaía en los relatos, en el tono de su voz, profunda, rica en matices y lo
suficientemente sonora como para que Fabio, detrás del mostrador, no se
perdiera palabra. Recuerdo sus descripciones, mínimas pero certeras; las
pausas oportunas acentuaban el misterio. Arturo dominaba a la perfección el
arte de narrar.
Casi en seguida apareció con una mujer. Nora, nos
dijo, mientras hacía un gesto hacia ella. Comenzó a venir a menudo; se quedaba junto a la barra, fumando interminables
cigarrillos, silenciosa y distante.
Una noche, idéntica a cualquier otra después de
la partida de Arturo, llegué al bar de Fabio a la hora habitual. Al rato la
charla se llenó de agujeros: no éramos de conversación fácil, nosotros. Sólo
por decir algo, pregunté si se acordaban del lío en el que se había involucrado
Arturo en el tren que iba de New York a Boston. Cada uno tenía una versión
diferente del episodio. Yo tampoco lo recordaba bien, en realidad lo había sacado
a relucir para matar el tedio, así hubiese dicho Arturo.
Con placer comprobé que los otros pendían de mis
palabras. Mezclé anécdotas que él nos había contado y le agregué situaciones
que se me ocurrían sobre la marcha. Así refloté sus historias y descubrí la
embriaguez de la improvisación y me dejé arrastrar por lo que narraba, como si
lo estuviese viviendo.
Al poco tiempo, tal vez por esa intuición que
las mujeres tienen, Nora reapareció por el bar. Arturo también se había
deslizado, igual que una sombra, fuera de su vida y de su casa. Llegó en la
mitad de una historia en la que Arturo escapaba de unos traficantes en Cartagena.
Interrumpí el relato. La observé de reojo, me distraje y sentí que era un
ladrón de vidas ajenas. Los demás, molestos, me apuraron para que continuara.
Con una habilidad, de la que fui el primero en
sorprenderme, terminé la aventura de manera tal que la empalmé con otra, más
modesta, en la que el protagonista era yo. La vuelta de Nora fue un incentivo.
Me dirigí exclusivamente a ella, con el fin de deslumbrarla.
No dejó de venir una sola noche. Me esmeré, seleccionando
las palabras y manteniendo ciertas pausas, como había aprendido de Arturo. Al terminar la historia, la miraba con una
especie de alivio por saberla allí, y me topaba con sus ojos fenicios. Arturo
los habría descripto así, por lo astutos, inescrutables.
Unas semanas después me pidió que la acompañara a
su casa. Me invitó a pasar y trajo una botella y vasos. Nos unían los gestos
lentos de levantar los vasos, bajarlos, estirar la mano hacia la botella. El
silencio era parte de la liturgia. Nuestras miradas se cruzaron: la mía
furtiva, la de Nora ardua, apremiante. Pronto la botella quedó vacía; ella se
acercó, se inclinó por encima de mis hombros y me rodeó con sus brazos.
En el bar de Fabio ocupé la silla de Arturo.
Cambié la cerveza por el coñac, que el resto terminó pagándome, como antes
habíamos hecho con Arturo. También heredé a Nora y una tarde mediterránea —como
él definía esas tardecitas donde todo toma el color azul violeta del cielo—, me
mudé a la casa de ella.
Cada noche en lo de Fabio, percibía la
impaciencia con que me estaban esperando y confirmaba mi gravitación en el
reducido cosmos del bar. Sin embargo, con el tiempo, empecé a despertarme con
una sensación de vacío y postergaba el momento de elaborar una nueva trama.
Reduje la cantidad y la calidad de las historias; se me hacía más y más difícil
encontrar qué contar. Entre el fin de un relato y el inicio de otro se
establecieron silencios penosos. El primer comentario desfavorable lo hizo
Fabio. Mientras servía unos cafés me dijo, categórico, que el desenlace de esa
aventura lo había previsto desde el inicio: era muy similar al de los
estafadores de Río de Janeiro. Y si el relato se alargaba innecesariamente
aparecían los gestos de decepción, los tamborileos sobre la mesa o los pobres
intentos de disimular un bostezo.
Espacié mis idas al bar. Laboriosamente urdía
historias que terminaba por descartar, una tras otra. Iba al puerto, miraba,
los barcos, los remolinos en el agua, hasta no ver más que grandes manchas
grises. Me quedé horas enteras sentado en algún cajón y traté de componer los
avatares del marinero con el gorro de lana o de aquel otro con la larga
cicatriz en la frente. Sólo conseguía armar segmentos de historias que no alcanzaba
a redondear, porque prevalecía la impresión de que ya habían sido demasiadas,
que todo era una repetición fraudulenta. Dormía poco y en mi cara se reflejó la
devastación, producto de mi empecinamiento. Por dentro me creció algo áspero,
que no daba tregua. Y esa impotencia me acercaba a Arturo.
Mi última historia la forjé con minuciosidad.
Estábamos los de siempre, más el nuevo: hacía poco se había acercado a la mesa,
ocupando mi antiguo lugar. Tímidamente, nos anticipó que tenía unas cuantas
anécdotas de la época en que todavía hacía viajes con el camión.
Terminé casi de madrugada. Los otros, absortos,
contemplaban el fondo de sus vasos. Nora, desde la barra, me
miró y en sus ojos había como un velo de lluvia. No se dieron cuenta cuando me
levanté y salí.
Caminé sin apuro, demorándome en las huellas de la noche. Mis
pies se movían por cuenta propia y se alejaban del bar de Fabio. Me condujeron
fuera del barrio, en una búsqueda dolorosa que presentí interminable, hacia otros barrios, otros bares y otras caras en círculo alrededor de una mesa.
©
Mirella S. — 2008 —
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Óleos de Fabián Pérez |