Qué podés hacer si tenés por delante una hora de viaje
antes de llegar al colegio. A lo sumo cabecear un rato, si la suerte te
acompaña y viajás sentado; leer o repasar alguna materia si sos medio traga;
mirar por la ventanilla los paisajes que te sabés de memoria o bostezar quimeras.
Esa larga hora constituía mi pasaje a regiones que
surgían de la efervescencia de mi imaginación. Pero mis ensoñaciones empezaron
a extenderse fuera del trayecto del colectivo.
Una mañana de julio bajé en la parada habitual, caminé
las cuatro cuadras hasta el colegio y tuve la impresión de que me había
equivocado, distraído en mis fantasías. Enseguida sonaron en mi cabeza las
palabras de mi madre: “siempre en la Luna , vos...”
La calle no me resultaba familiar, estaba desierta, no
había a quién preguntar información. Los edificios eran unos cubos altísimos,
casi no se veía el cielo, todos blancos, sin ventanas, las paredes estriadas con
lo que parecían jeroglíficos, cada tanto interrumpidas por festones de
gárgolas, no como las que había estudiado en Historia del Arte. Representaban
animales (si es que lo eran) de especies extrañas. Al mirarlos me sumí en una
paradoja: su fealdad contenía una belleza que fascinaba.
La intuición me decía que estaba en nuestro planeta,
que no había hecho un viaje al futuro, tampoco cruzado el portal de un mundo
paralelo. Ni saliste de Buenos Aires, me dije, caminando por esa calle carente
de vida, de personas. Yo solo.
Me aproximé a una pared y estudié las inscripciones:
reconocí mi letra. No pude descifrar nada, el escrito estaba cabeza abajo, como
si lo hubiese garabateado colgando de ese cielo desangrado de color.
Caminaba sin llegar a ninguna parte por un país
abstracto. Si yo era el arquitecto de semejante desolación ¿dónde habían
quedado mis ansias de aventura? Penetrar en selvas; excavar tierras primitivas
que me mostrarían los tesoros de los orígenes; desentrañar los misterios de los
mares. En cambio mi creación se limitaba a un páramo de cemento.
Al fin apareció una esquina. Me detuve y observé. La
calle transversal, hacia la izquierda, terminaba en unas rocas; hacia la
derecha se divisaba un bosque fosilizado. Me apreté la frente, debía pensar
algo más vital. Era el hacedor de ese delirio y podía cambiarlo. Proyecté una
opulencia de árboles, flores, cascadas de agua que humedecieran tanta aridez, sol, pájaros.
Nada se modificó. Caí en la cuenta de que ese sitio
estaba muy alejado de mis fabulaciones, traspasaba los confines de mi
conciencia: era una representación de símbolos que no podía entender. Presentí
que estaba allí para recorrer ese territorio y explorarlo, aunque se me cerrara
la garganta y a cada paso me temblaran las piernas.
Doblé a la izquierda, llegué a las rocas y vi que
bordeaban una planicie de lava sólida, que se extendía hasta el horizonte. Mis
ojos se cansaron de su chatura. Giré, desandando la calleja transversal y me
dirigí hacia el bosque muerto. Puro esqueleto, las ramas como huesos descarnados,
avanzaban en una geografía esteparia que me erizó la piel.
De vuelta a la calle principal, tuve una revelación:
era una prueba, como los exámenes finales que nos habilitan —o no— a pasar al
año siguiente. Aquí, sin embargo, había otra cosa. Era una iniciación que
demostraría mi capacidad para adentrarme en los mundos mitológicos que pugnaban
en mi interior. Un impulso aceleró mis piernas y levanté la cabeza hacia los
muros escritos por mi mano: ahí estaban volcadas mis futuras hazañas, los
sueños del héroe, las historias —aún en clave— que irían confluyendo con mi
propia historia. Antes debía soportar la soledad del iniciado.
La calle terminaba abruptamente en un portón. Cuando
lo abrí me encontré en el patio del colegio.
© Mirella S.
— 2011 —
Un texto viejito, para que no me olviden.