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Ilustración de Dave Cutler |
El hombre
corpulento se paró en la puerta y titubeó ante el cartel “Se ruega silencio”. Asomó la cabeza y vio las numerosas
estanterías llenas de libros que formaban pasillos dividiendo la sala. Detrás
del mostrador una empleada con guardapolvo celeste, revisaba un fichero. El
hombre sostenía algo entre sus dedos gruesos y oscuros. Por fin dio unos pasos
y se acercó al mostrador.
—Buenas tardes
¿en qué lo puedo ayudar? —murmuró la empleada, casi sin mover los labios.
El hombre,
miró el cartel, se aclaró la garganta con un sonido que parecía un trueno, y
dijo:
—Vengo a…
—¡Shhh!
—Perdón, yo no…
—se disculpó el hombre y su voz retumbó en el silencio de la sala, multiplicándose.
—Por favor, no
grite —la empleada lo amonestó con un índice torcido por el reuma.
—Bué… ejem…
ejem… —carraspeó el hombre roncamente.
—Silencio, un
poco de respeto —la voz tajante provenía de unas mesas de fórmica, cercanas al
mostrador. La cabeza de un hombre con anteojos emergía de una alta pila de
libros y miraba al grandote con el ceño fruncido.
—¿Es que no
puede hablar más bajo? Dígame qué necesita —musitó la bibliotecaria.
El hombre
grandote negó con la cabeza y se tocó la nuez de Adán. Puso un libro sobre el mostrador.
—¿Viene a
devolverlo? ¿A nombre de quién? —preguntó la empleada en un susurro.
Por el pasillo
más próximo apareció una mujer con una melena de un rojo deslumbrante. Usaba
un vestido suelto y largo y unas sandalias franciscanas. Se detuvo junto al
mostrador. Traía un libro de un tamaño considerable.
—Hoy me castigo
con el Eneagrama —le dijo a la
bibliotecaria, con una voz delicada, apenas audible.
El grandote
había sacado del bolsillo una boleta doblada, la estiró y, trabajosamente,
empezó a escribir algo en la parte de atrás. Le dio el papel a la bibliotecaria
que, dándole la espalda, se inclinó hacia la colorada.
—“Mi nene se
llama Juancito Peña y está enfermo —leyó entre dientes—, y bine a debolber el
libro que sacó. Quiero llebarle otro”. —con
un gesto despectivo acotó—: Ni escribir sabe.
—Qué le pasa
¿es mudo? —preguntó la colorada.
—Nada que ver,
tiene una voz de bulldog y con dos
palabras me alborotó el lugar. No me acuerdo del mocoso, pero eligió bien:
Wilde, El príncipe feliz. Quién sabe
si lo terminó de leer —dijo y colocó el libro en un carrito, encima de otros. Y
volviéndose al hombre—: El sector de literatura infantil está al fondo, por el
pasillo central.
Él asintió y
fue hacia el sitio que le indicaba la empleada, con unos pasitos raros como si caminara
en puntas de pie.
—Por fin me lo
saqué de encima. Parece King Kong en una cristalería —dijo la bibliotecaria, casi
en la oreja de la otra mujer. Suspiró y miró el reloj—. Todavía tengo para una
hora más. Esta tarde es interminable, cada vez viene menos gente.
La colorada
sonrió con la sonrisa de quien piensa en otra cosa.
—Claro. Si
querés te espero, tomamos un café y te cuento la última de Alberto, ese hijo de
mala madre —habló con la mano arqueada formando una especie de pantalla sobre
la boca y miró en dirección al de anteojos, inmerso en los libros.
—Qué, de nuevo
te dejó plantada.
—Ojalá fuera
eso. Después hablamos. Mientras te
espero voy a curiosear otro poco en el sector de la
New Age.
—Acá estaré
—contestó la otra, en un murmullo resignado.
La colorada
pasó junto al hombre grandote que, con aire inseguro, miraba los libros
infantiles. Se acercó, pasó revista a algunos
títulos y con una uña larga y roja como el pelo, dio golpecitos en el lomo de
uno.
—Si a su hijo
le gustó Oscar Wilde, le puede interesar este otro —dijo con su voz leve.
El hombre la
miró con cara de no entender. Tomó el libro que ella le ofrecía y lo sostuvo
entre los dedos con cutículas bordeadas de negro.
—Es mecánico
¿no? —dijo la colorada—. Mi papá tenía
las manos igual. Ni con cepillo y lavandina se las podía limpiar…
Hizo una pausa
y agregó:
—Si quiere
hojear el libro, allá tiene para sentarse.
El hombre movió
la cabeza hacia arriba y hacia abajo y sonrió como un chico ante un regalo. La
mujer lo saludó agitando la mano y desapareció en el pasillo siguiente.
El hombre se
sentó en un silloncito, con el cuero ajado. Apenas cabía. Abrió el libro y leyó
el título: Cuentos de Oriente para niños
de Occidente, Antología sufi.
Hizo correr las hojas, no tenía dibujos. La expresión agradecida de a poco se
convirtió en decepción. Se levantó, dejó el libro sobre el asiento y volvió a
acercarse a la estantería. Del otro lado se oyó un cuchicheo.
—Y qué hiciste
—era una voz masculina.
—Nada, me quedé
paralizado —dijo otra voz masculina, más opaca.
—Ellos, qué te
dijeron.
—Me
acribillaron a preguntas.
—Y ahora, qué
piensan a hacer.
—No lo sé.
Espero que me crean.
El hombre
grandote se agachó para mirar a través del hueco que había entre dos estantes,
pero las voces ya se estaban alejando. Sus ojos quedaron a la altura de una
fila de libros todos del mismo tamaño, con lomos amarillos y letras negras.
Sacó uno al azar: tenía una llamativa ilustración en la tapa. Una sonrisa
soleada le amansó la cara.
Se quedó un
buen rato pasando las hojas; miraba los dibujos hechos con tinta negra, leía
algunos párrafos. Con el libro debajo del brazo regresó al mostrador.
Eran las siete
menos cinco, la bibliotecaria se había sacado el guardapolvo y conversaba con
la colorada.
—Me lo llevo. El Corsario Negro, lo leí cuando tenía
diez años, la misma edad que el Juancito. La colección Robin Hood… todavía se
consigue…
La voz del
hombre rebotó en las paredes y las palabras cayeron como una lluvia de piedras,
pero esta vez nadie chistó. La mesa que ocupara el hombre de anteojos estaba
vacía y algunas luces ya habían sido apagadas.
La
bibliotecaria, en un tono monocorde preguntó:
—A nombre de.
—Juan Peña. Lo
voy a leer con él —del vozarrón se desprendía orgullo.
Ella anotó los
datos en una ficha y le entregó el libro.
—Tiene que
devolverlo en una semana. Buenas tardes.
—Buenas tardes.
—Se fue
contento —comentó la colorada—. Me hizo acordar a mi viejo.
—Ajá —bostezó
la otra y apagó las últimas luces.