Recorría esa cuadra asiduamente y nunca
había reparado en la casa decrépita, con la ventana ojival de palacio gótico.
Esa mañana, capté la silueta de una mujer detrás de los vidrios.
Vi solo el cuello pálido y unos flashes de pelo endrino. El resto
del cuerpo se esfumaba entre las sombras del ambiente.
La segunda ocasión fue un mediodía. Al
llegar a la altura de la casa aminoré el paso de modo inconsciente y giré la
cabeza justo cuando llegaba a la ventana.
Debía de estar agachada y me mostró
su frente orgullosa, el dibujo enérgico de las cejas, los ojos del color de la
hierba silvestre. Estos ojos tienen el aroma de la menta, pensé, aspirando
un olor fresco, inaudito, que prevalecía por encima del escape de los autos.
Quedé cautivado y sumé esa porción a la anterior. Me gustan los acertijos,
sería excitante armarla una pieza a la vez, igual que un puzzle.
La tercera es en una noche sin luna,
extrañamente solitaria de transeúntes y coches. La vereda parece que me
llevara, como las cintas móviles de los aeropuertos.
No fumo, pero hubiera sido el instante
perfecto para detenerme bajo la luz de la esquina y encender un cigarrillo. Me
atrapan los misterios, quiero descifrar quién es ella, la que se presenta por
partes. Leí demasiadas novelas negras.
Estoy llegando a la ventana. Apago mi
cigarrillo imaginario en el piso, con un movimiento circular del pie.
Me acerco y ahora me engolosina con su
boca. Los orificios de la nariz se le ensanchan en la respiración. Percibo el
deseo. Sigue ofreciéndose en fragmentos, como si la totalidad de ella me
estuviera vedada.
Ya formo parte de la oscuridad del
interior. Sus labios se abren, desnudando el marfil afilado de sus dientes
hambrientos de mí. Y entonces sonríe.
(300 palabras)
© Mirella S.
— 2019 —
