—Quisiera
hacerte unas preguntas íntimas ¿me permitís?
—No tengo demasiadas respuestas.
—¿A qué se debe?
—Dejé de investigarme. Empezó a ser aburrido,
rondar sobre los mismos pensamientos, los temas de siempre.
—Mencioname
algunos.
—El dolor, el fracaso, la soledad, la muerte.
—La muerte ¿qué pensás de ella?
—Una gran salvadora, el cierre digno de una vida
plagada de miserias. Para mí es un ángel bondadoso y liberador.
—¿De qué te
libraría?
—Ante todo de mí mismo, el peor enemigo. Afuera hay
crueldad, injusticia, camuflajes. Pude amortiguarlos con la armadura blindada
que me fabriqué. En cambio, no pude blindarme de mí.
—¿Con el amor
también te acorazaste?
—No, cuando llegó estaba aún desprotegido.
—¿Fuiste feliz?
—Mucho, al principio.
—Tu voz tiembla,
no te endureciste totalmente.
—Con ella, no. Jamás lo logré. Nací con un alma
procelosa y cuando nos encontramos la miraba como alguien que desde las sombras
descubre un muro blanco, inundado de luz.
—¿Y qué pasó?
—Sabés perfectamente qué pasó ¿para qué me lo
preguntás?
—Quiero oírlo,
sin divagues tortuosos, sin que lo falsees con tu autocompasión. Quiero oírte,
ubicándome en la vereda de enfrente, con la poca objetividad que nos queda.
¿Por qué te derrumbaste en este abismo?
—Se nos murió o te olvidaste. Estás contento ahora,
hijodep…
—No te alteres,
no tuvimos la culpa. Acaso no acabás de decir que la muerte es un ángel
liberador.
—Para mí, que ya soy un zombi. Ella era la imagen de
lo vital, mi jubileo privado.
—¿Considerás que
lo fue únicamente para vos? Yo, desde tu otra faceta que despreciás, también la
amé.
—Sí, esa posición tuya que nunca logré desactivar:
todo pasa por algo, hay que aceptar y seguir, atesorar lo positivo… bla bla
bla.
—Si me dieras
cabida no te sentirías tan mal. Tus horas (nuestras horas) no serían tan
irrelevantes, tratando de existir lo menos posible y mirar la vida como uno que
desde un tren ve pasar el paisaje. Me dejaste abajo, en la última estación.
—¿Querés subirte a este tren rumbo a la nada?
—Buscaríamos
objetivos, proyectos, un sentido. Tal vez, nos abriríamos al amor nuevamente
y...
—Cerrá ese pico de loro, sos un cobarde que esgrime
el optimismo como un escudo porque le teme a su propia oscuridad. Y aunque no
te guste yo soy esa oscuridad. Aquí terminamos este reportaje absurdo.
—No me doy por
vencido. Al menos conseguí removerte de la inercia, que la sangre vuelva a
circular, volcánica, que tus ojos se incendien con el fuego de lo vivo. No
sabés mostrar la furia, te la guardás tras tu máscara de indiferencia y de una
sonrisa vitriólica. Aunque no te guste, seguiré aquí, acicateándote.
© Mirella S.
— 2019 —