El tren pasa
de largo en la estación siguiente. Poco después entra el guarda y pide los tickets.
Hay movimientos rápidos y el ruido de suelas que raspan el piso. La mujer del
suéter malva, apenas despabilada, busca en una cartera enorme, murmura algo y
sacude la cabeza. Se oye el crujir del diario al ser doblado.
Él se
incorpora y mete la mano en el bolsillo del jeans. El guarda toma los tickets,
frunce el ceño, los examina y los marca con un clic enérgico. Se marcha.
Todos nos reacomodamos,
cada uno vuelve a instalarse en su propia espera. El viejo abandona el diario
sobre una ménsula debajo de la ventanilla. La del suéter malva bosteza y baja
los párpados. La imito. En medio de la oscuridad y la oscilación tengo un
atisbo de vértigo o de pánico. Abro los ojos y me encuentro con los de él,
taladrándome. Reviso en la guía cuántas estaciones faltan para llegar. Me hago
un masaje en la nuca y roto el cuello. Él ha metido los pulgares dentro del
cinturón. Aunque sigue con las piernas abiertas recogió los pies,
cautelosamente adelanto los míos.
En varias
oportunidades giro los ojos en un paneo espasmódico. Siempre me cruzo con los suyos y noto de que
nunca parpadea; las pupilas son unas rayitas verticales que dan a su mirada una
fijeza hechizante.
Pasan
algunas estaciones, la atmósfera dentro del compartimiento parece haberse
estancado, hasta que —casi en simultáneo— el viejo y la mujer de la izquierda,
inician sus preparativos. Ella se pone el saco, carga un maletín y sale al
pasillo antes de que lleguemos a la estación. El viejo recién se levanta cuando
el tren se detiene. Espío a la mujer del suéter malva: su sueño es más profundo
y exhala el aire con fuerza.
El pasillo
exterior ha quedado vacío. Tengo una especie de ahogo. Él continúa escrutándome
y se acentuó el gesto de la boca, o esa es mi impresión. Pienso en salir al
pasillo, pero no me muevo. Mi garganta está seca, revuelvo dentro del morral para
ver si encuentro alguna pastilla.
De soslayo
veo una maniobra brusca: él apoya el tobillo de una pierna sobre la rodilla de
la otra, formando una irreverente figura geométrica. Intento sostener su
mirada, aunque no lo logro por mucho tiempo. Mis ojos revolotean como polillas
en la búsqueda de un escape y siempre tropiezan con los suyos.
Trato de
imaginar qué haré cuando llegue: buscar un taxi, ir al hotel en lo alto de la
colina, puede ser que haya tiempo para una
recorrida por el centro histórico antes de que oscurezca. Porque el sol
ha emprendido un descenso vertiginoso y la luz se consume en rojos fulgurantes.
También el panorama adquiere un aire dramático. El valle quedó atrás y ahora transitamos
por declives abruptos.
Alguien
corre por el pasillo; me faltan dos estaciones. Podría ir al baño, quedarme en
la plataforma y volver a buscar la valija antes de bajar. Guardo la guía y con
el pañuelo seco mis palmas húmedas.
Él inicia
una especie de tamborileo rítmico sobre su rodilla. Los golpecitos en la tela
cruda restallan dentro del compartimiento. La sonrisa emana algo triunfal y le
descubre los dientes. La mujer que duerme, con el mentón sobre el pecho,
resopla mansamente. La percusión se acelera, se amplifica y cubre los ronquidos
de la mujer y el balanceo del vagón. Comprendo que son mis propios latidos que
retumban en mi cabeza y que sus dedos no hacen otra cosa que marcar el compás.
El pasillo
está desierto, igual que la penúltima estación, cautelosa en el crepúsculo
anticipado. El anuncio del tren al ponerse en marcha, suena como el grito
doliente de un pájaro solitario. Rápidas, se alejan unas casas con muros de
piedra y volvemos a bordear colinas color lavanda. Su cara es un imán: la
fascinación se antepone al miedo. Cuando me abandono a esa mirada, los
cuadritos, la mujer, los asientos de pana, se vuelven irreales. Sólo permanecen
la sonrisa —o la burla— y los ojos
incesantes.
El tren
aminora la velocidad. Estoy llegando a mi destino, las luces de la sala de
espera pronostican un refugio seguro. Lo mejor será levantarme bruscamente, de
un tirón bajar la valija del portaequipajes, con un salto superar su pierna
extendida. Sin demoras alcanzar la plataforma y bajar al aire frío del andén,
tan frío que duele inhalarlo.
La luz de
los faroles contribuye a aumentar la atmósfera melancólica que envuelve a las
pequeñas estaciones. Un clamor comunica la partida. En el andén un hombre con
el uniforme gris de los empleados del ferrocarril, levanta un brazo en señal de
autorización. Los vagones empiezan a moverse como un gordo gusano reumático.
Las luces se convierten en una sucesión de manchas brillantes, cada vez más
lejanas. El tren toma velocidad.
Aparto los
ojos de la ventanilla y me reencuentro con el diario mal doblado, las madonas
renacentistas, el sueño cómplice de la mujer del suéter malva, los ojos de
serpiente, las botas pespunteadas que avanzan, rodeando mis pies en un cerco
infranqueable.
© Mirella S. —2011—
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