Trata de
ablandar con el tenedor de plástico los grumos del puré para hacerlo más
comible. La mujer que ella cuida escupe todo lo que no sea homogéneamente
cremoso, ya no quiere masticar. En los hospitales públicos no se pueden pedir delicadezas:
la precariedad y la inoperancia
gobiernan.
En el que la
enviaron todo se derrumba sin remedio, se oxida, descascara y emana un olor
envilecido que ni los desinfectantes logran disimular. Se encuentran en la
terapia de la guardia, en la que hay una docena de camas desvencijadas que ya
no cumplen con sus funciones originales. La antesala de la muerte para muchos
—piensa— y para los más afortunados, el paso previo a la sala común, en el caso
de que dispongan de sitio.
Sigue con su
tarea cuando detrás de ella algo la alerta. No se da vuelta. Procura, en vano,
que la mujer abra grande la boca para introducirle la cuchara con el puré. Es
una lucha cotidiana que la deja sin fuerzas y con dolor de cintura por la
posición inclinada.
Sin embargo, y a
pesar del calor apenas removido por los ventiladores de techo, un largo
estremecimiento le tensa los omóplatos. Apoya la palma de la mano en su nuca:
está fría.
Intuye la
presencia de la indeseada, la temida. ¿Se acerca? La mujer a la que cuida está
desahuciada y en sus cada vez más escasos momentos de lucidez, lo sabe. Hace
como que no le importa, probablemente no sea así, una parte de ella se aferra con
tenacidad a algún borde de este lado. Puro instinto de supervivencia.
La que la cuida,
en cambio, el abismo de lo desconocido no le produce temor, sí la lenta agonía,
la avidez del dolor que se encarniza y se expande por los cuerpos enfermos
convertidos en materia que se desintegra, aún antes de que la sombra helada se
apodere de cada una de sus células.
La presiente a
sus espaldas con una particular sensibilidad.
La mujer come
con los ojos cerrados, apenas entreabre los labios y el puré chorrea por una de
las comisuras. Con la servilleta la limpia, mientras escucha movimientos
alrededor de la cama vecina, pasos que se acercan y se alejan, susurros.
Espera unos
instantes más y gira la cabeza para observar. El hombre de la cama contigua
yace boca arriba, le han subido la sábana para cubrirle la cara.
No se equivocó,
la ominosa ha hecho su visita y se fue con su trofeo. Por ahora siguió de
largo, todavía no es tiempo de la siega.
Ellas son dos
mujeres solas que esperan.
© Mirella S.
— 2018 —
Este texto lo escribí
hace un par de semanas y no pensaba publicarlo.
La escena ocurrió en noviembre, poco después de que mi hermana
fuera internada.
La visitante nefasta le concedió dos meses más de sufrimiento.
Apareció el jueves pasado y se la llevó.
Hasta cuando me sienta mejor. Un abrazo enorme para todos.