Se desploma
en la mecedora, al lado de la ventana. Tampoco allí corre aire, pero puede
entretenerse mirando un retazo de la vereda de enfrente, donde los chicos de la
cuadra siempre juegan bajo las ramas del paraíso. Es su punto de reunión y hay
unos cuantos agachados alrededor de algo que no alcanza a ver. Se apartan
rápidamente, una luz chisporrotea y explota en la vereda. La señorita Irene se
sobresalta: otra vez los cohetes, su corazón ya no está para esos ruidos. Y
pensar que de chica la divertían tanto. Qué hermosa época, cuando la casa
apenas podía contener a los parientes. Ahora, en cambio, se ha convertido en un
cascarón vacío. Han de estar cerca de las fiestas, no hay vuelta que darle, las
fechas y los meses se le van de la cabeza. Sin embargo, no debe faltar mucho,
Camila su sobrina nieta predilecta armó el árbol de Navidad junto a la
chimenea. Además lo huele en el aire: los jazmines floreciendo en el jardín, la
pólvora de los cohetes y esa cosa impalpable que ella percibe como un perfume.
El espíritu de las navidades, eso es. El pesebre, Papá Noel, el esponjoso pan
dulce que preparaba la abuela genovesa. Filamentos de recuerdos toman forma en
su memoria.
¿Qué día es
hoy? ¿Y el año? El mes, con certeza, es diciembre. Ella es de mil novecientos
dieciocho y vagamente cree recordar que hace poco le festejaron los noventa. El
tiempo presente es niebla, le parece que estuviera desandando el camino, de
vuelta al pasado.
El abanico
va, viene y remueve el aire sofocante. La señorita Irene sacude la cabeza y
sonríe. La Navidad en su infancia no era Navidad sin la cartita a Papá Noel.
Ella no escribía solo pidiendo juguetes, no. Primero contaba que había pasado
de grado, que de grande le gustaría ser enfermera de la Cruz Roja, porque si
había otra guerra se ofrecería como voluntaria porque no se iba a casar jamás.
Al final, achicando notablemente la letra, casi con pudor, agregaba el pedido.
Un
veinticinco de diciembre, junto al regalo encontró un sobre que decía: A Irene.
Adentro había una esquela felicitándola por ser una niñita dócil y estudiosa,
pero no debía decir que no iba a casarse, qué mejor destino podía esperar una
mujer que el de ser esposa y madre. Abajo estaba firmado Papá Noel. Todos leyeron la carta y Jorge, el amigo de su hermano,
le dijo despacito al oído que cuando fueran grandes se casaría con ella. Irene
se había puesto colorada, bajó los ojos y se le escapó una sonrisa de alegría.
Diego Aguilera termina de vestirse
frente al espejo del ropero. Piensa que esa changa* le cayó en el momento
justo. Las últimas lucas* se las acaba de patinar en Madam Ivón, la yegua que
era una fija y que al final entró quinta. Y Araceli —esa otra yegua— lo tiene
podrido pidiéndole que pague lo que saca fiado. Si no la corta, le va a dar una
patada en ese flor de culo que dios le dio y que vaya a cantarle a Gardel.
Claro, no es tan fácil. A él todavía le gusta, no con el metejón* del
principio, nada es eterno y menos un metejón. Se conoce, él no sabe andar solo
y qué mina le va a dar bolilla si está en la lona*.
Al mirarse en el espejo le asoma una
expresión de disgusto. Lo que parece, a lo que tuvo que llegar. No pega una y
Araceli machacando con eso de que a él no le tira laburar. Seguro, sin un oficio,
lo que hizo desde que era pibe fue rebuscárselas.
Los cuatro mangos* que cobre por la
changa le servirán para la sidra, el pan dulce, una boludez para Araceli y chau.
Las fiestas son una mierda y él, lo único que pretende, es sentarse bajo la
parra del patio, delante de una mesa en la que abunden botellas y no moverse de
ahí hasta que el cielo se vuelva del color del vino blanco y no haya más que
chupar.
Siempre le agarra una cosa amarga,
una especie de rebeldía a esa altura del año. Como una borrachera triste, algo
que le quema por dentro, trayéndole pensamientos roñosos, acordarse de los que
no están más, de los que nunca estuvieron, de las Nochebuenas miserables de
cuando era pendejo o de otras desesperadas y solitarias.
Diego Aguilera, con un movimiento de
impaciencia, toma la bolsa y sale.
El abanico
yace sobre sus rodillas; las manos delgadas, con el dorso cubierto de pecas
castañas, apenas lo sostienen. La señorita Irene cabecea en la mecedora y sueña
con Jorge, que al cumplir los veintiuno se va a estudiar a Boston. Y ella, con
veinte, no tiene con quien casarse, pero no le importa porque aparece Papá
Noel, grandote, bonachón y le pide que
sea su secretaria. La señorita Irene se pone un gorrito y una larga capa
roja ribeteada con piel blanca, y desde un trineo volador, controla la larga lista
de regalos que faltan entregar.
El abanico
se le resbala por las piernas y cae al piso con un chasquido. Abre los ojos. No
se acuerda bien qué fue de Jorge, si volvió de Boston. Ella estudió enfermería,
aunque no la dejaron embarcarse y ayudar en la Segunda Guerra Mundial. Había
tantos familiares que envejecían y la necesitaban acá: los abuelos, después
papá y mamá y las cuñadas que precisaban un refuerzo con los bebitos cuando
crecían y se contagiaban el sarampión o las paperas, quién mejor que ella para
atenderlos.
Anocheció,
debería encender el velador, prefiere quedarse así, está más fresco. Se
incorpora con una repentina sensación de vértigo. La señorita Irene apoya la
nuca en el respaldo de la mecedora y suspira. Camila y los otros que a veces la
visitan ¿cómo es que se llaman?, consideran que no es conveniente que viva sola
en la casona. Un día había guardado la plancha en la heladera; es cierto que no
se acuerda ni lo que comió el día anterior. Le dicen: y si te descomponés cuando la
chica de la limpieza se va. No es una vieja chocha, todavía se siente fuerte
y se basta a sí misma. Su memoria es mala, se le confunden los tiempos o se
distrae fácilmente con recuerdos. De la casa familiar la sacarán con los pies
para adelante.
Repartir los volantes con este
calor, empilchado* y haciéndose el simpático, es algo que no le cabe. Las
cuadras del centro comercial son un hervidero, todos salieron a comprar a
último momento, cómo se ve que en este barrio hay mosca*. Estaba creído que esas
fiestas iban a ser diferentes, con el dato de Madam Ivón pensó que por una vez en
su puta vida la suerte le sería favorable. Eso es tener yeta*, él parece que
nació enyetado. Ojalá que los chupasangre para los que labura Araceli le
adelanten unos mangos.
Qué lo tiró, encima pasar la
Nochebuena con los viejos de Araceli, más los otros yernos, nueras, la mocosada
que grita. Manga de lameculos. Y él, Diego Aguilera, también, y un maricón, que
se rebajó a aceptar esta changa y así evitar que Araceli le arme un bolonqui*.
Corre un vientito suave y le viene
bien caminar por esas calles tranquilas, con árboles altos y casas finas, donde
sobran las flores y los autos espectaculares. Él estará siempre del lado de
afuera, caminando y llenándose los ojos con ventanales iluminados, gente que
cacarea como gallinas y toma champán. Mientras, él no tiene donde caerse muerto
y a sudar la gota gorda vestido de Santa Clós. Queda mejor decir Santa Clós, le
había aclarado el tipo de la juguetería que lo contrató toda la semana para que
diera vueltas en la puerta del shopping repartiendo volantes. En verano y con
más de 30 grados.
Diego Aguilera observa una casa con
las luces apagadas. Es la más vieja de la cuadra, pero mantiene un aire
distinguido. Qué lindo olor a jazmines, el jardín está descuidado, después de
las fiestas podría ofrecerse a sacar los yuyos y emprolijar los canteros, le
gusta trabajar con las plantas, tiene buena mano.
Le agarra una cosa en la garganta
como cuando la vieja le daba con el cinto y él se esforzaba por no llorar. Sin
darse cuenta abre el portoncito de madera; los árboles de la calle son tan
tupidos que tapan el farol de la esquina. No sabe por qué está caminando por
esa galería lateral ¿y si lo ve algún vecino, qué bolazo* va a decir? Que
quiere estar del lado de adentro y probar qué se siente ¿quién va a creerle? Te
van a tomar por un chorro* y habrás hecho de todo en tu vida: robar, nunca robaste,
dice entre dientes Diego Aguilera. La galería desemboca en un patio. Hay una
ventana que está abierta. Una verdadera tentación.
La señorita
Irene se levanta, debe bajar a la cocina y cenar lo que le dejó la chica. A lo
lejos se escucha el estruendo de los petardos y, como relámpagos, los reflejos
de fuegos artificiales. Sosteniéndose del pasamanos adelanta un pie para bajar
el primer peldaño, cuando un ruido la inmoviliza. Su memoria será mala, pero su
oído es de tísica, como decía la abuela genovesa.
El vestido
de la señorita Irene es un manchón pálido en la punta de la escalera. Bajar la
escalera a oscuras, se va a matar; la acomete una risita traviesa, que ahoga en
el hueco de la mano. Se aferra de la baranda y busca el borde del escalón. Es
como jugar a la gallina ciega de nuevo. Y vuelve a sofocar la risita.
Fueron a dejar un banquito justo en el
medio de la cocina. Diego Aguilera lo aparta, espera unos segundos antes de
seguir adelante. Tranquilo, macho, no hay nadie en la casa, los que tienen
mosca son salidores, capaz que se fueron a festejar a un restorán cerca del
río. Es apenas una sombra flexible desplazándose por un corredor penumbroso que
termina en un salón grande.
Parece la cancha de Ríver, ríe y se
baja la barba y los bigotes que le pican por el calor y con la palma se seca la
cara húmeda. Y ahora a fumarse un pucho. Saca la caja de fósforos y prende uno.
Ve un árbol de Navidad que llega hasta el techo. Qué los parió y él, de chico,
no pudo tener ni uno ranfañoso* de plástico. Se hubiera vuelto loco por
colgarle los adornos y poner la estrella en la rama más alta. Sobre la repisa
de la chimenea hay un velador con una pantalla opaca que no debe dar mucha
claridad. Cuántas chucherías juntan los ricos: ese reloj y esos floreros les deben haber costado una fortuna.
Al fondo del salón ve una escalera,
camina unos pasos, se detiene cuando oye un crujido.
Baja el
último escalón, qué prodigio, lo hizo sola y a oscuras, sin el bastón, que
quedó arriba con los anteojos. Se lo va a contar a Camilita, qué raro que no la
llamó para desearle feliz Navidad. En el fondo de la sala la lámpara está encendida,
se habrá olvidado de apagarla. Tantea en la pared, buscando el interruptor. La
araña de caireles se ilumina con su brillo de falsos diamantes.
Es
Nochebuena nomás, y ahí está Papá Noel que bajó por la chimenea a dejar los
regalos. Vino aunque ella no haya mandado ninguna carta, tal vez sí, la mandó y
no se acuerda, está allí, esperándola, con su bolsa roja llena de regalos.
La señorita
Irene ríe y extiende los brazos y con una voz gorjeante dice: Querido Papá Noel, siempre te quise conocer,
me quedaba espiando por si te veía y hoy te pesqué justito. ¿No te querés
quedar a cenar?
Diego
Aguilera se queda clavado junto al árbol y de un tirón se sube la barba. Qué
hace esa vieja pirada*, cómo la dejaron sola en Nochebuena. No reconoce su
propia voz, quizás camuflada por el algodón de los bigotes, que contesta: Claro que sí, nunca hay que despreciar una
invitación.