Llegó la noche de Reyes y de golpe
los mayores se dieron cuenta de mi existencia. Hacían bromas, disimulándolas
con caras serias; hablaron de los camellos que iban a llegar con hambre y con
sed (me vino la imagen de algo verde, famélico, al acecho), contaron de la
estrella, de los presentes al niño Jesús y mantantiru-liru-lá.
Mamá me dictó la cartita con los pedidos; no estaba conmigo y le tuve que repetir varias veces que me corrigiera los errores. Papá daba vueltas por el cuarto, las manos en los bolsillos, con expresión de impaciencia, o quizás fuera otra cosa. La tía Mechita me miró con su cara de tierra y me acompañó a cortar el pasto y a poner los baldes con agua para los camellos. Sin hablar apoyó su mano sobre mi hombro en un inusual gesto de protección o de afecto. Se me ocurre conjeturar que ella ya sabía.
Mamá me dictó la cartita con los pedidos; no estaba conmigo y le tuve que repetir varias veces que me corrigiera los errores. Papá daba vueltas por el cuarto, las manos en los bolsillos, con expresión de impaciencia, o quizás fuera otra cosa. La tía Mechita me miró con su cara de tierra y me acompañó a cortar el pasto y a poner los baldes con agua para los camellos. Sin hablar apoyó su mano sobre mi hombro en un inusual gesto de protección o de afecto. Se me ocurre conjeturar que ella ya sabía.
La cena fue temprano y la
conversación estuvo a cargo de Julio y de los abuelos. Mamá y papá habían
establecido una barrera de silencio. Yo pensaba en los regalos y, de tanto en
tanto, se me mezclaban las imágenes del tatadiós y de los camellos. A los
postres se cortó la luz. Papá trajo una linterna y la tía Mechita paquetes de
velas.
Afuera los símbolos de la noche
relumbraban; no pude encontrar la estrella guía, tampoco nadie me ayudó a
buscarla, ocupados en prender las velas, improvisar candelabros en botellas
vacías. Mamá me llevó al dormitorio, me puso el camisón y me dio un beso con
olor a menta. A la luz de la llama su cara onduló como si fuese de agua, como
si de nuevo estuviera por cruzar a la otra orilla. Dejó encendida una vela
gorda y grandota.
Me desperté en la humedad de un
sueño, la frente con gotitas, igual a cuando tenía fiebre. No sé si desperté a
otro sueño, pasó mucho tiempo y los recuerdos se transforman, lo mismo que los
sueños. La vela seguía prendida, todo el cuarto temblaba en salpicaduras de
oro. Tomé la vela y fui hasta la ventana, tal vez vería llegar a los Reyes.
Lo descubrí en la pared, cerca del marco. De un verde sucio por la escasa luz, angosto y largo, de proporciones gigantescas, apoyado sobre su propia sombra que lo hacía todavía más grande. Y lo terrible fue que un poco más arriba había otros dos, quietos, en fila, como los tres Reyes Magos. Levanté la vela sin respirar, puro ojo en observación. Debían de ser los Reyes nomás, sostenían bolsas desbordantes de mariposas. En la oscilación de la luz se movieron los tres al mismo tiempo, rotaron hacia mí y se deslizaron por la pared.
Me traían regalos o yo era el regalo para ellos, porque sentí un cosquilleo en la espalda, algo surgía de mis omóplatos, algo tenue, de seda, y de mi boca abierta saltó una lengua finita, larguísima, en espiral y aunque las mariposas no tienen voz, un grito agudo se escapó de mi garganta, quizás fue el jadeo de mi respiración o las alas inquietas las que apagaron la vela.
Lo descubrí en la pared, cerca del marco. De un verde sucio por la escasa luz, angosto y largo, de proporciones gigantescas, apoyado sobre su propia sombra que lo hacía todavía más grande. Y lo terrible fue que un poco más arriba había otros dos, quietos, en fila, como los tres Reyes Magos. Levanté la vela sin respirar, puro ojo en observación. Debían de ser los Reyes nomás, sostenían bolsas desbordantes de mariposas. En la oscilación de la luz se movieron los tres al mismo tiempo, rotaron hacia mí y se deslizaron por la pared.
Me traían regalos o yo era el regalo para ellos, porque sentí un cosquilleo en la espalda, algo surgía de mis omóplatos, algo tenue, de seda, y de mi boca abierta saltó una lengua finita, larguísima, en espiral y aunque las mariposas no tienen voz, un grito agudo se escapó de mi garganta, quizás fue el jadeo de mi respiración o las alas inquietas las que apagaron la vela.
Mi grito arañó la noche y a partir
de ese momento sería antes y después del grito, antes y después del tatadiós,
antes y después del sueño o de la revelación, antes y después del seis de
enero.
La puerta se abrió y en el hueco aparecieron focos de luz, voces familiares, la presencia de mamá. Las manos de la tía
Mechita, apenas más alta que yo, me arrebataron la vela que chorreaba cera
caliente en mi camisón y después corrió por un vaso con agua. Hubo palabras de
consuelo: fue una pesadilla, ya pasó,
y frágiles caricias que se perdieron en el aire. No dije nada, sólo podía
llorar, y aunque no lo sabía, estaba llorando por anticipado.
Mamá me llevó a su cuarto y me
acostó en la cama ancha, del lado de papá, extrañamente intacto. Me adormecí en
sus brazos.
Al otro día permitieron que durmiera
hasta las once. A los pies de la cama se amontonaban los regalos. Los abrí: la
muñeca con rulos, los libros para colorear, el juego de té en miniatura, de eso
me acuerdo. No me alegraron. Entre las caras sonrientes y llenas de arrugas que me rodeaban,
busqué el óvalo pálido de mamá. No estaba. La llamé, no vino. Sentí que dentro de la boca se
me formaba un nuevo grito y otra vez los ojos se me mojaron con un
agua que ardía. Papá me sostuvo por los hombros, inclinó la cabeza, los labios
en una línea dura, y en un murmullo me dijo: mamá tuvo que irse muy temprano, va a tardar en volver.
No volvió nunca. No supe porqué nos
dejó, no se hablaba de esas cosas con una nena y cuando crecí tampoco. A las
preguntas que hacía la respuesta fue siempre el silencio, como el que rezumaba
de los ojos distantes de mamá, que no pertenecían a nadie, mirando siempre
hacia otra orilla.
Mucho después me enteré del mito de
la Mantis hembra: el macho queda cautivo en un abrazo mortal y durante la
cópula, ella se lo come despacio. El éxtasis unido a la muerte. La hembra se
llena de la materia que la fecunda y también del macho mismo. La posesión es
absoluta y culmina en la indiferencia de la muerte.
Esa voracidad me remite a mamá, inalcanzable en su lejanía. Ninguno de nosotros pudo calmarle el hambre. Papá quedó vacío, muerto en su sequedad. Y desde mi infancia aprendí a no tener anhelos, a volverme arcillosa y callada, tal vez por el miedo de despertar a la Mantis que habita en mí.
Esa voracidad me remite a mamá, inalcanzable en su lejanía. Ninguno de nosotros pudo calmarle el hambre. Papá quedó vacío, muerto en su sequedad. Y desde mi infancia aprendí a no tener anhelos, a volverme arcillosa y callada, tal vez por el miedo de despertar a la Mantis que habita en mí.
© Mirella S. —2010—
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Imágenes sacadas de la Web |
... y ella seguía allí, las manos contritas,
confiando excesivamente en su imitación de ramita o palito seco.
Quise atraparla, demostrarle que un ojo siempre nos descubre,
se desintegró entre mis dedos
como una fina y quebradiza cáscara.
José Watanabe
(fragmento del poema "La mantis religiosa")