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Les aviso que este cuento es de la época en que escribía relatos infantiles.
Los dibujos que lo ilustran son también míos.
En un barrio periférico de
la ciudad vivía una modista llamada Jimena. Como era rápida, hábil, tenía
siempre trabajo y estaba cose que te cose sin parar. A veces le dolía la
espalda de tanto doblarse en la máquina de coser. Era viuda y necesitaba dinero
para que su hijo fuese a la escuela.
Una de sus clientes, la
mucama de una señora muy rica, la recomendó
a su empleadora —que justo estaba organizando una fiesta— quien la mandó
buscar por su chofer en un lujoso auto.
Jimena, una mujer
sencilla, se sintió inhibida al entrar en semejante mansión y percibió la
arrogancia de su nueva cliente que, sin mirarla siquiera, le entregó un corte
de seda blanca para que le confeccionara un vestido de noche en el término de
dos días.
Aceptó enseguida. Hizo cuentas: con el precio acordado cubriría ciertas deudas y le podría comprar libros y útiles a su hijo.
Trazó los moldes, cortó,
hilvanó y la prueba fue a las mil maravillas. Terminó el traje la
noche anterior a la entrega. Jimena lo extendió sobre la mesa para ver el
efecto final. Había quedado espléndido: parecía un capullo hecho de espuma de
mar y nubes.
Estaba tan cansada que
no se dio cuenta que lo había apoyado arriba del frasco de tinta de su hijo.
Cuando sacó el vestido, en un amplio vuelo de palomas blancas, el frasco, mal
enroscado, se volcó empapando la pollera de tinta azul.
A la pobre el mundo se
le vino encima, quedó paralizada unos minutos, pero era una mujer de acción.
Pensó que si lavaba el vestido de inmediato la mancha saldría. Entibió agua, le
agregó unas gotas de limón y con mucho cuidado frotó la delicada tela. Con
horror comprobó que lo único que había conseguido era aclarar el azul de la
tinta, pero la mancha se había desparramado por toda la falda.
Con los últimos restos
de esperanza, se dijo que quizás cuando se secara se notaría menos y colgó el
vestido junto la estufa. Además estaba
muy arrugado ¿y si lo planchaba con vapor? Lo intentó y los resultados fueron
los mismos: la mancha celeste arruinaba irremediablemente la belleza de la
prenda.
Sin encontrar otra
solución, imaginando el gesto agrio e
indignado de la cliente y sus consecuencias al ver el desastre, apoyó la
cara sobre el vestido y comenzó a llorar. Las lágrimas bajaban por sus
mejillas, incontenibles y como arroyuelos diamantinos caían en la tela. En el trocito
que impregnaban, la sal de las lágrimas borraba la mancha. Cuando ya no tuvo
más lágrimas para derramar, Jimena se adormeció.
Fue despertada por el
canto de un gallo lejano. Miró el reloj: eran las cinco de la mañana. Dentro de
unas horas tendría que llevar el vestido a la señorona. Estaba por doblarlo
cuando vio con asombro que la mancha ya
no era un borrón parejo, había partes en las que aparecía la blancura prístina
de la seda. Observando detenidamente esos restos de tinta, Jimena descubrió que
tenían formas de mariposas, flores, pájaros.
Tal vez no estaba todo
perdido. Trajo su costurero, eligió un hilo plateado y empezó a bordar. Una
puntada aquí, dos más allá, completaron una rosa entreabierta. Un toquecito por
acá, otro en diagonal y lo que parecía un pato se convirtió en un cisne de
cuello estilizado. Gracias a la imaginación de Jimena, un grupito de
salpicaduras, unidas entre sí por el hilo de plata, pasaron a ser los brotes crecientes
de una rama.
El reloj dio once campanadas.
Jimena dejó hilo y aguja, envolvió el vestido y marchó a la casa de la dama. Al
entregarle el paquete, cerró los ojos.
— ¿Qué es esto? —preguntó
la mujer con su voz altanera—. Yo no había pedido semejante trabajo.
Desde la sala vecina
aparecieron unas amigas de la dueña de casa que habían ido a visitarla y se
acercaron a mirar. Lo que vieron les hizo fruncir las bocas en un ¡ooooh!
incrédulo.
Resaltando en la palidez
de la seda se extendía un dibujo de una delicadeza y originalidad
incomparables.
La señora se acercó a
Jimena que se había mantenido apartada en un rincón. Sonreía al decirle:
—Es el bordado más
exquisito que vi en mi vida. Tuviste una idea genial.
A partir de entonces la gran
dama y sus amigas encargaron sus ropas a Jimena, quien no daba abasto y tuvo
que contratar a una ayudante. Su hijo pudo ingresar a un buen colegio, fue a la
universidad y se recibió de médico con honores.
Jimena aún conserva
dentro de su costurero el frasco de tinta azul. Ya vacío, claro.