Era un sueño que iba postergando, correr a la hora en que el sol quedase
semioculto por la arboleda. Siempre tenía una excusa a mano: las piernas
débiles, mis bronquios dañados en la adolescencia. En mi búsqueda del atardecer
perfecto, descartaba oportunidades: hoy no, porque el cielo se manifiesta poco
favorable o hace frío o está neblinoso. En esos momentos me sentía un hombre
menoscabado.
Una tarde
salí a caminar por los bosques, y como si siguiera una orden interior no
emanada por mi cerebro, ensayé un trotecito. Los árboles comenzaron a alejarse,
formando un telón de troncos móviles y el verde del follaje también huyó de mí
a medida que incrementaba la velocidad. Los brazos, levemente flexionados,
iniciaron un balanceo. Sin mi intervención la memoria corporal adoptó posturas
que recordaba de las carreras de mi infancia. El cuerpo se volvió liviano, como
si fuera de papel y me fusioné en esa tarde que se dilataba en diciembre.
Al fondo, lejos, sumido en la tintura del
crepúsculo, distinguí la fosforescencia del lago. Sería mi punto de
llegada, mi objetivo. Quería salir de mis pensamientos, esos cazadores furtivos
que me acechaban con sus trampas. Quería ser sólo músculos, tendones, nervios,
sangre que pulsa en las arterias, pura respiración, órganos que se acomodan
para facilitar la carrera, igual que los pasajeros de un ómnibus repleto o los
feligreses de un templo en Navidad. Eso quería.
Empecé a notar la falta de entrenamiento y resurgió la antigua lesión
pulmonar. Sin embargo, mientras duró el impulso, el mundo fue el sudor que
humedecía la piel, fueron los pies hostigando las hierbas, las aletas de la
nariz que se ensanchaban, las pestañas procurando desalentar el lagrimeo que el
viento provocaba al golpearme los ojos.
Olvidé los
ansiolíticos, aquello que no tenía solución o que yo no se la encontraba. De
materia inerte me había transformado en carne viva al servicio de sensaciones
primordiales.
Tuve que aflojar la marcha, no podía construir un cuerpo nuevo en pocos
minutos.
Entonces lo vi. Corría en un sendero paralelo, era apenas una silueta que
aparecía y desaparecía entre los troncos. Por observarlo casi perdí el
equilibrio; él también me miró y vislumbré un brillo avaricioso en su mirada.
Los pulmones ronronearon como un acordeón asmático y las pantorrillas
crecieron en rigidez. Aminoré el paso y la sombra también lo hizo. Me di un
rápido masaje en los gemelos y volví a correr de un modo tambaleante. Cada
tanto giraba la cabeza hacia el otro lado de los árboles.
Una segunda silueta apareció, se unió a la primera y la agrandó en una
mancha inconstante. La contracción en el estómago me previno del peligro. Las
sombras se separaron, una se adelantó e iniciaron un movimiento de tenaza.
Quedé en el medio.
No pude llegar al lago ni cumplir mi objetivo. Bajo los golpes caí como un muñeco fracturado.
Ahora solo
me resta imaginar, con los ojos viejos de recuerdos. Me hubiera gustado nacer
con el viento en los talones.
©
Mirella S. —Marzo 2014—