Es mayo, los días se acortan, el aire se afina, cierro
los vidrios. Por las noches ver las ventanas que se encienden me
reconforta. Desde mi balcón veo la
ciudad vertical que estira sus dedos hacia el cielo oscuro de los dioses, queriendo
alcanzarlos con sus torres y antenas, en el afán de ser un ínfimo dios más. El
cemento alberga secretos, culpas, protege a los recién nacidos o los desampara,
a las que amamantan o aquellas con los pechos vacíos. Protege; también
abandona, sacrifica.
La ciudad: con tantas historias como tantos ojos
abiertos o cerrados contenga. A solas, en el balcón, las conjeturo para
distraerme y no pensar en la mía. Sin embargo, alguna vez cierta tecla se
dispara, el corazón late veloz, la garganta se obstruye y pienso que la vejez por fin vendrá, entonces estaré a salvo de las nostalgias que todavía no pude desterrar.
Los años me cubrirán con su manto de cenizas y lo que me reste por vivir se
deslizará sin ansias.
Tampoco es seguro que eso ocurra. He tenido demasiados
deseos en estos treinta y cinco años. Ignorarlos es una mala táctica, resurgen
en los sueños, en momentos impredecibles: chispas que se escapan de una
esperanza aún indómita.
Para olvidar mi historia, absorbo las que mis alumnos
me participan. Ven en mí a alguien confiable, que no juzga, escucha y no
interfiere con anécdotas personales. No podría, lo único que quiero es suprimir
de mi memoria aquellos tres días abominables.
Y para eso tengo que borrar mi vida, como si hubiera
nacido hace un año, cuatro meses y quince días, porque al rememorar las buenas épocas,
ineludiblemente, algo tenebroso se cuela en el recuerdo y caigo en el horror de
lo ocurrido.
Para ciertos actos infames —ese acto
infame—, hay que inventar palabras, sonidos, no se lo puede nombrar sin quedar
destrozada. Si me asaltan esas imágenes improviso onomatopeyas con muchas
consonantes, cuya pronunciación termina siendo un gruñido. La vez siguiente
tendré que buscar nuevas porque olvido el orden de las letras. Esto ocurre
después de una pesadilla, cuando las escenas vuelven a repetirse.
La ciudad quedó afuera, la miro desde el balcón,
mientras espero a mis alumnos con sus historias o, por las noches, las que
imagino detrás de cada ventana.
Pía, a quien doy clases de refuerzo, una tarde me dijo: la felicidad tiene el sabor de las frambuesas, y sus ojos estaban iluminados, igual que las ventanas nocturnas. Mordí esa pequeña porción de fruta que ella me brindaba y algo se me dulcificó por dentro.
Pía, a quien doy clases de refuerzo, una tarde me dijo: la felicidad tiene el sabor de las frambuesas, y sus ojos estaban iluminados, igual que las ventanas nocturnas. Mordí esa pequeña porción de fruta que ella me brindaba y algo se me dulcificó por dentro.
Liria es el nexo entre la ciudad y yo; me trae todo lo
que necesito. Dejé de extrañar las caminatas por calles arboladas, los cafés de
las librerías, los reflejos líquidos en el asfalto después de la lluvia, ir a
un recital o a mis cursos de pintura. Al principio mitigaba esas nostalgias
convenciéndome de que me salvaba de los empujones, las largas filas, la basura
acumulada en las esquinas, los bocinazos, mirar por encima del hombro con
desconfianza.
Sí, he resignado mucho, detuve un engranaje y una
parte de mí funciona en automático, da clases, escucha los relatos de los
alumnos, mira la ciudad, cuyas luces opacan las estrellas. No hay nada más
desvaído que el cielo urbano.
Cuando me encontraron en la zanja y volví a la
realidad, mi primera conexión fue con el cielo negro, regado de mercurio como solo
se ve en el campo. Me sentí cubierta por ese sayo frío, impersonal, que no se
espantaba por mis laceraciones internas y externas. Ese contacto, creo, me
permitió seguir viviendo, me preservó de las miradas de lástima, de las
preguntas torpes, del dolor por no haber muerto, por ser mujer y sentir una
vergüenza que no me correspondía.
El otoño progresa y —a pesar mío— voy ingresando en la
añoranza de los proyectos truncos, de un amor que llega, de las menudas alegrías
cotidianas. Leí una vez que la infelicidad es la expresión del miedo.
Quizás en el recogimiento natural del invierno intente
nombrar lo innombrable como una forma de purificación de lo que fue ensuciado, consiga restañar lo que ha sangrado tanto y —definitivamente— logre pronunciar esas palabras en voz alta. Por las que sufrieron lo mismo, por mis estudiantes. Sobre todo
por mí.
© Mirella S. — Noviembre 2012 —