El chico moderno le pregunta al
abuelo:
—Abu ¿qué es un espantapájaros?
El viejecito sonríe, acariciándose
el mentón.
—¿De dónde sacaste eso del
espantapájaros?
—Lo vi en uno de los libros antiguos
de tu biblioteca. Estaba aburrido, el juego electrónico se descompuso y tuve
que suspender el torneo. No sabía qué hacer en la hora de la distracción y me
entretuve con un libro de hojas amarillas y olor a polvo. Allí encontré la
imagen de un monstruo que se llamaba espantapájaros.
El abuelo ríe bajito y dice:
—No era un monstruo… O tal vez se
pensaba que lo fuese para los gorriones.
—¿Los gorriones? No entiendo, abu.
—Los gorriones eran unos pájaros pequeños
de color pardo grisáceo que ya habían desaparecido de las ciudades. Se
refugiaban en las afueras y se alimentaban con los brotes y semillas de los
sembrados. Los campesinos, para asustar a los pájaros, hacían unos muñecos y
los ponían en medio de los trigales.
—Ahora de esos trabajos se encargan
los robots. Los modos de cultivo los vemos solo en los videos de instrucción
—dice el chico moderno.
—Ajá —suspira el abuelo con cara pensativa.
—Los robots Ípsilon IV fueron programados
especialmente para las tareas agrícolas.
El chico
moderno charla largo y tendido sobre los actuales procedimientos para el
cultivo de la tierra y el abuelo se adormila, acunado por las palabras técnicas
de las que el nieto está tan orgulloso. Se despierta en el momento en que el
chico le está preguntando qué es un arcoíris.
—¿Querés una respuesta científica o
preferís que te cuente un cuento?
El chico moderno, aunque es muy
moderno, antes que nada es un chico ¿y qué chico, por más moderno que sea,
dejaría de escuchar las historias del abuelo? El anciano empieza así:
—“Yo vivía en una ciudad donde de la verdadera naturaleza quedaba poco, no
como ahora que nos engañan rodeándonos de naturaleza virtual. En mi infancia pasaba
las vacaciones en la finca de mi abuelo. Cada vez que visitaba ese valle
rodeado de cerros me sentía feliz.
Lo que te voy a contar ocurrió en el último verano que caminé entre
limoneros y naranjos o jugaba al tobogán deslizándome por la ladera de una
loma. Al año siguiente, él tuvo que vender las tierras. Era un hombre que usaba
métodos de labranza considerados primitivos para la época y todavía colocaba un
espantapájaros. Los vecinos, más actualizados, adoptaron unos artefactos que
emitían ondas vibratorias anti-gorriones.”
—¡Viste un espantapájaros de cerca!
—lo interrumpe entusiasmado el chico moderno.
—Tan de cerca que llegué a tocarlo.
—¿Cómo era, sobre él sabés algún
cuento? —pregunta el nieto, con los ojos como estrellas.
—Justamente en la historia del arcoíris
interviene un espantapájaros —le contesta pacientemente el anciano. —¿Dónde
habíamos quedado? Ah, sí, en las ondas anti-gorriones… un recurso que daba
buenos resultados, a tal punto que todos los pájaros de los alrededores se
refugiaron en el campo del abuelo.
—Y el espantapájaros estaba
sobrecargado de trabajo —agrega el chico moderno.
—“El
trabajo no le demandaba esfuerzos.
Debía limitarse a estar erguido y dejarse balancear por el viento. Su cuerpo
estaba hecho con un palo de madera horizontal y otro vertical, al que llevaba
atado dos varillas, que eran como piernas delgadísimas. En el lugar
correspondiente a la cabeza tenía una gran calabaza vacía, semi cubierta por un
sombrero de paja. Iba vestido con una camisa deshilachada y pantalones
desteñidos por la intemperie. Desde lejos parecía un hombre alto y de aspecto
poco amable. Y cuando el viento le agitaba la camisa, daba la impresión de que
él también quisiera volar. Pero las dos varillas que le servían de piernas
estaban muy hundidas en el suelo.
“Como los pájaros lo veían siempre en el mismo sitio, en la misma posición,
de día y de noche, con sol o bajo la lluvia, en invierno y en verano,
terminaron por acostumbrarse a él.
“Un día, el más atrevido de los gorriones se acercó en
círculos y se le posó en un hombro. Los demás gorriones, al ver que no le
pasaba nada, lo imitaron y el espantapájaros fue invadido por una bandada
ruidosa. Yo, que miraba la escena, quedé asombrado. Llamé al abuelo para
mostrarle lo que estaba ocurriendo. Cuando le dije que si no alejaba a los
pájaros picotearían lo sembrado, me acarició una mejilla y contestó que había
para todos.
“Sí, él amaba la naturaleza y sabía muchas cosas que había aprendido
observándola. Me contó que el mayor deseo de los espantapájaros era el de levantar
vuelo, igual que los gorriones. Pero su labor los mantenía enraizados en la
tierra. Creía que tarde o temprano ese deseo se haría realidad. Y estaba en lo
cierto.
“El verano llegaba a su fin y también mis vacaciones. Sin embargo, el calor
persistía y el aire sofocante pesaba como un cuerpo de fuego. Por suerte, nubes
gordas y oscuras se amontonaron en el horizonte. A la hora de la siesta comenzó
la batalla de los truenos y de los relámpagos. Casi en seguida las nubes nos
bombardearon con gotas enormes.
“El cielo era un telón gris violáceo que se agitaba sobre nosotros. La
lluvia se volvió un aguacero, los rayos y los truenos se alternaban a
intervalos cada vez más breves. La tormenta duró casi una hora y los nubarrones
se abrieron dejando ver un retazo de cielo azul. El aire olía a limpio. Con el
abuelo salimos a caminar por el campo.
“Pobre espantapájaros, chorreaba agua por los cuatro costados. El viento le
zarandeaba la camisa y los pantalones, desparramando gotitas iridiscentes. El
abuelo, señaló el horizonte y dijo:
“—Mirá, el arcoíris.
“Si la tormenta había sido un espectáculo emocionante, el que ofrecía el
arcoíris era de una belleza delicada, mágica.”
—Por favor, describímelo —lo apura
el chico moderno.
“—Era una enorme franja curva, tan perfecta como trazada a compás. La
formaban siete colores: parecía ocupar todo el cielo. Un extremo del arco nacía
en un espeso bosque y el otro desaparecía entre dos colinas.
“Le pregunté al abuelo qué era y me contó que estábamos viendo la cúpula de
cristal del Palacio de los Sueños mojada por la lluvia e iluminada por los
rayos del sol. Únicamente asomaba cuando algún hecho extraordinario iba a
suceder.
“Nos quedamos a la expectativa. El viento parecía haberse calmado, pero la
camisa del espantapájaros se agitaba, hasta los brazos de madera se movían. No
era el viento, era el espantapájaros que los sacudía como un gorrioncito bate sus
alas para remontarse en vuelo. Sus piernas flacas estaban demasiado hundidas en
la tierra y él no lograba librarse. Di un paso, con el propósito de ayudarlo. El
abuelo me retuvo.
“—No, tiene que hacerlo por sí mismo —dijo serio.
“Mientras tanto todas las aves de la zona se habían congregado en el lugar.
Revoloteaban junto al espantapájaros gorjeando, trinando, como para darle
ánimos. El sol había iniciado su lento descenso detrás de las sierras.
“—Si el espantapájaros no consigue sacar pronto sus piernas, ya no
alcanzará la cúpula del Palacio de los Sueños. —dijo con voz opaca.
Preocupado, miré hacia el arcoíris. En efecto, una parte de la curva ya se
desvanecía en el cielo.
“El canto de la aves cubrió cualquier sonido. El espantapájaros, alentado
por sus voces, duplicó los esfuerzos. Por fin, con un último tirón, quedó en
libertad. Movía torpemente los brazos de madera y pudo elevarse del suelo
apenas unos centímetros. Algunos pájaros se separaron y volaron hacia el
arcoíris. Los demás le mostraban al muñeco lo que tenía que hacer. Los imitó y
poco a poco subió alto en el cielo.”
Él y los pájaros se convirtieron en sombras grises en el aire transparente
y desaparecieron como si una puerta invisible se hubiera abierto y después
cerrado detrás de ellos. Habían llegado a tiempo hasta el Palacio de los
Sueños. Del arcoíris quedaba un rastro imperceptible.
“—Qué será de ellos —dije, sintiéndome triste sin saber bien por qué.
“—Oh, vivirán alegremente de aquí en más. Mejor preguntar qué será de
nosotros sin ellos. Hemos perdido un tesoro y casi nadie se ha dado cuenta —me
contestó.
“Esa fue la última vez que vi un pájaro; a partir de entonces no hubo uno
solo en toda la zona y nunca más el arcoíris se dibujó en el cielo”.
El anciano calla. El chico moderno
frunce el ceño. La historia le ha gustado y no entiende a qué se debe esa sensación de
nostalgia por algo que no conoció. El nunca vio un gorrión ni un árbol o un
espantapájaros. En el mundo en el que vive no hay lugar para esas cosas. La
vida ha sido rigurosamente planificada de modo que cada persona pueda
beneficiarse con lo que el sistema ofrece. Él tiene los juegos electrónicos,
una computadora a su disposición que hace que el estudio sea sencillo. Cuando
crezca accederá a los avances tecnológicos alcanzados y si es inteligente,
contribuirá a conseguir otros.
*
El chico moderno se convierte en un
hombre moderno, tiene hijos y nietos requete modernos y envejece modernamente.
Setenta años después le cuenta la
historia del espantapájaros y el arcoíris a un nieto súper moderno al que le
dio un berrinche. Desde que el mundo es mundo la mejor manera de calmar a un
chico caprichoso es contándole un cuento.
Y el nieto súper moderno no es la
excepción. Escucha atentamente al abuelo moderno y cuando ha terminado va a su
sala de cómputos para obtener datos precisos del espantapájaros, el arcoíris y
las formas remotas de cultivo. La computadora recontra moderna los declara
inexistentes.
Entonces, el abuelo moderno va a
buscar el libro que le regalara su abuelo y que él guardó con amor. Le muestra
al nieto súper moderno las ilustraciones antiquísimas.
El chico se queda pensativo. Pregunta
si sabe otras historias y si le presta el libro. El viejo le dice que recuerda
algunas más que le había contado su abuelo que, a su vez, había escuchado del
suyo. Le entrega el libro con la promesa de conservarlo para sus nietos.
El chico súper moderno le da su
palabra y pide una nueva historia. El viejo moderno se siente satisfecho porque
ha comprendido lo importante que es guardar la memoria y transmitirla a las
nuevas generaciones.
© Mirella S.
Este relato es también de la misma época que el
anterior.
Volver a la infancia cada tanto hace
bien ¿no?
Abrazos para todos y gracias por la
compañía.