Aplastada como
un gusano, así me siento. Un pie gigantesco se cierne sobre mí, me cubre con su
sombra, da inicio a un zapateo y quedo hecha un puré verde en la suela del
bailarín. No es nueva esta sensación; ahora que se calmaron las aguas percibo
que hay indigencia de deseos, solo un remolino de pensamientos que pastan en
tierra infértil. A Liliana se lo resumo así:
—Estoy
repodrida.
—Debe ser la
post menopausia —dice ella, pegándole un generoso mordisco a la medialuna.
Agrega—: Vienen las añoranzas, los balances de lo que hiciste o dejaste de
hacer. Yo no los hago más, me volví una mujer frívola y primero pienso en mí.
Siempre pensamos
primero en nosotros, también cuando estamos preocupados o pendientes de los
demás. La miro. Le quedó una partícula del croissant, como le dice ella, en la
boca embadurnada con ese labial rojo amapola. Detesto mi mirada de censura que
pone en primer plano las mínimas imperfecciones. Con fastidio alejo el pocillo
a medio tomar, el café está tibio.
—Me siento
vacía, pelada, despojada —anuncio secamente.
—Fedora, en tu
caso no es para menos: acabás de terminar un divorcio controvertido y además te
jubilaste. No es poca cosa.
Liliana se lleva
la taza con té de jazmín a los labios. Cuando vuelve a dejarla en el platito,
un rastro bermellón mancilla el borde de loza blanca y me acuerdo de la época
en que me pintaba y Francisco ponía la misma expresión que debo tener yo.
Entonces, de puro complaciente, frotaba la mancha con la servilleta de papel.
—… no entiendo
por qué te jubilaste —decía Liliana—, Darío no te lo pidió. Hiciste demasiados
cambios al mismo tiempo. Cómo no vas a sentirte así ahora que te salió la
jubilación y la sentencia de divorcio.
—Es cierto, a
Darío le compliqué la vida, ninguna reemplazante lo conforma. Después de
veinticinco años de solucionarle los problemas prácticos, acompañarlo en sus
muestras, era como tener un segundo marido, tan hincha pelotas como el oficial.
Estaba harta y aburrida.
—Fedora, en algo
vas a tener que ocupar toda tu energía…
No escucho lo
que sigue diciendo Lili, también esta conversación me aburre. La confesión es
falsa, no espero consuelo, soy tan soberbia que nada de lo que diga Lili va a
conmoverme y la miro desde un pedestal, congelada como una estatua. Si tuviera
que llorar, de mis ojos caerían cubitos de hielo. No recuerdo la última vez que
lloré, ni siquiera cuando le pedí a
Francisco que se fuera de casa, ya no toleraba su desconfianza.
Me llegan
residuos del parloteo de Lili, cómo se me ocurrió sacar el tema justo con ella,
que en dos patadas te quiere arreglar la vida.
—… yo, en tu
lugar, con lo que te costó obtener una equitativa división de bienes, pasaría
horas en un Spa, renovaría el vestuario, proyectaría un crucerito, donde te dan
todo servido, conocés gente y quién te dice que…
Le agradezco la
sugerencia y llamo al mozo, quiero irme, necesito ingresar en callecitas
arboladas, dejarme llevar, sin rumbo.
Escapo del movimiento
de la avenida, camino hacia el lado del río y me interno en los vagos
territorios de la memoria, consciente de que estoy metiéndome en tembladerales.
Allí prima lo incierto y si permanezco demasiado corro el riesgo de no
distinguir el ambiguo tránsito entre los recuerdos y la realidad.
Desde hace un
tiempo recurro más al pasado, como si quisiera acomodar fichas, organizar el
caos, armar una especie de grilla y que Francisco, Darío, lo que espero de mí,
ocupen el lugar exacto. Francisco y Darío: ese es el comienzo para indagar. Los
alejé, me alejé por motivos
distintos: la mirada escrutadora de Francisco buscando evidencias y la
devocional de Darío, el exitoso artista plástico a quien debía elegirle hasta
la ropa para cada exposición. Francisco no lo soportaba, le resultaba algo
impropio y tenía la convicción de que éramos amantes o que en algún momento lo
seríamos. Ante mi escueta explicación soy
su asistente, nada más, sonreía,
no con la ternura de antes: su sonrisa parecía el doloroso tajo de un bisturí.
Y largaba frases vulgares: cómo podés
trabajar con alguien que te quiere coger, que te ronda todo el tiempo.
Estaba en las
últimas instancias del divorcio cuando le informé a Darío lo de la jubilación y
que me iba. Parecía un perrito abandonado, se quejaba lastimosamente. Ahí los
tenés a los dos, me dije, el bóxer ladrador y el caniche temeroso. Pero el
caniche salió de su situación de desamparo y se convirtió en un gato espléndido
y seductor que maulló aterciopeladamente: casémonos,
miauuuu… La risa me brotó instantánea: lo
que vos necesitás es una secretaria, esposas ya tuviste demasiadas.
Abro la cartera
y busco los cigarrillos. Qué despistada, si dejé de fumar. Hice todo junto:
largué un matrimonio desintegrado, un empleo cautivador, pero complejo y los
puchos. Ahora me dedico a las pastillas de anís, a escuchar consejos que no
quiero, a caminar sola los domingos por la tarde.
Anoche fui a
buscar el resto de mis cosas al atelier de Darío, convencida de que no estaba. Me di vuelta para irme y al
verlo con el hombro apoyado en el marco de la puerta, con su pipa colgándole de
un costado de la boca, las manos en los bolsillos, mirándome serio, agotadas
las propuestas, algo se me ablandó por dentro. Lo saludé con un nos vemos y esquivé sus ojos cuando pasé
a su lado.
Arriba del
follaje de los plátanos un atardecer de miel va suavizando las formas y también
me apacigua. Para mí es la hora de la
serenidad, de la reflexión, que me conduce a estados más benignos. Los pájaros
hacen sus últimos alborotos antes de acomodarse en las ramas. En este instante,
previo a la quietud nocturna, comprendo lo que siempre negué.
Quizás Francisco
no estuvo tan errado en sus sospechas. Aquella vez hace veinte años, en New
York, para la primera exposición importante en el exterior, Darío quiso que
fuera con él. Después del vernissage en el Soho, me pidió que camináramos un
rato. La conmoción de la muestra perduraba; recuerdo una grata sensación de
intimidad que se prolongó durante la cena en un restorán japonés por Mercer
Street. Volvimos a pie hasta el hotel, se había levantado una brisa con olor a
lluvia y corrimos el último trecho, riendo como adolescentes, dos cuarentones
que recuperaron una alegría cómplice bajo el chubasco. Él me sujetó la cintura
para saltar un charco con mis tacos aguja y terminamos tomando el desabrido
café neoyorquino en el bar del hotel. Darío sacó un pañuelo, lo pasó por mis
hombros, por el pelo y después se lo llevó a los labios. No en ese momento, sino
más tarde, en mi cama, insomne, parapetada detrás de mi ojo censor, pensé, Darío, qué cursi sos.
Estuvimos varias horas en la cafetería, afuera la lluvia goteaba desde las marquesinas y él, con las
manos sujetando las mías, me envolvió en el vórtice de sus palabras y me sentí
partícipe de su éxito.
Francisco nos
fue a buscar a Ezeiza. Darío, aún exultante, había rodeado mis hombros con su
brazo. Sonreíamos. Cuando lo encontramos en el hall del aeropuerto vi que tenía
el ceño fruncido. A partir de entonces siguió mirándome con esas dos arrugas
verticales entre las cejas. Al poco tiempo empezaron el recelo y los reproches.
Con Darío nunca
hablamos de ese primer viaje a New York, de la cercanía de aquella noche de
lluvia. Los viajes siguientes fueron distintos, él parecía ocupado en saborear
cómo crecía su éxito.
Sin embargo, muchas
veces lo sorprendí mirándome del mismo modo que lo hiciera en el bar. Eran
instantes en los que a nuestro alrededor se hacía el silencio y por unos minutos
quedábamos solo nosotros dos.
© Mirella S.
— 2011 —