Desde muy chica
le pedía a mi madre que me contara historias. Se las pedía a cada rato, no
solo antes de dormir. Recuerdo lo obstinada que era.
Ella no tenía el
don de improvisar una trama ni de relatar los cuentos tradicionales, solía olvidar
cómo terminaban. Vivíamos un presente lleno de incertidumbres y su mente vagaba
en otras orillas, en busca de soluciones.

Una vez,
acuciada por mi insistencia, miró por la ventana. Sus ojos azules revoloteaban como pájaros esquivos, levantó el índice y señaló el cielo.
Ves —me dijo—, esas nubes, parecen un rebaño de ovejitas.
Y agregó: Cielo a pecorelle, pioggia a catinelle. Un dicho popular italiano,
que significa que cuando las nubes toman la forma de lanas de ovejas es indicio que lloverá a cántaros.
Pero mi imaginación necesitaba un relato menos meteorológico, algo con sucesos, personajes, con magia.
Pero mi imaginación necesitaba un relato menos meteorológico, algo con sucesos, personajes, con magia.
A solas me preguntaba cómo el rebaño podía
volar tan alto o quién le habría robado a las ovejas su lana. Tal vez una reina hechicera para hacerse un manto. O las mismas ovejitas se habían
desprendido de sus pompones, dejándolos caer en alguna aldea pobre, así las mujeres tejerían abrigos a los niños. ¿Y si fueran un montón de Caperucitas blancas que escapaban por los bosques del cielo de
lobos hambrientos?
Cuando aprendí a leer no encontré respuestas a esas preguntas, pero pude rellenar los baches de los cuentos fragmentados que contaba mi madre.
Si la notaba triste, se los leía.
Cuando aprendí a leer no encontré respuestas a esas preguntas, pero pude rellenar los baches de los cuentos fragmentados que contaba mi madre.
Si la notaba triste, se los leía.
Saqué las tres
fotos durante un atardecer en el verano, con un breve intervalo entre una y otra. Esas nubes me transportaron a la infancia.
© Mirella S.
— 2019 —