Cuando su madre usaba vestidos escotados, Noelia le
miraba los pechos. Quería tocarlos, eran suaves, opulentos, daban ganas de
lamerlos.
Dentro de su cabecita una voz le decía que no estaba
bien, a los cuatro años ya no podía tomar la teta. Pero le era imposible
evitarlo, buscaba estrategias para no perder oportunidades y que todo contacto
pareciera casual. Tenía que ser de un modo delicado, como si se tratase de un
jarrón de porcelana demasiado frágil, valioso, igual al de la abuela y que
solamente debía mirar de lejos.
Iba al jardín de infantes, todavía no había empezado el
colegio y soñaba que de grande también sería dueña de esa potencia blanca y
femenina rebalsando los corpiños de encaje, para seducir al mundo de la manera
como le seducía la proximidad de los senos maternos, así llamaba su madre a
esas dos cúpulas de crema chantilly coronadas por cerezas.
Durante las horas calientes de la siesta, después de
haber limpiado la cocina, se acostaba a descansar y si no había nadie que se
ocupara de ella, le daba palmaditas a la colcha, invitándola a treparse a la
cama. Se acomodaba sobre un costado, su posición favorita y se dormía
rápidamente. Por el escote asomaba la línea del nacimiento y la tela del
vestido parecía explotar en una generosidad de piel como seda y leche.
Con los ojos relucientes, Noelia extendía su manito y con
sumo cuidado se aferraba del borde del escote, auscultaba la tibieza y la
tersura de ese rincón anhelado. Se sentía nuevamente protegida, era otra vez parte
de mamá.
© Mirella S. De mi libro virtual "Apuntes en hojas perdidas".