Recuerdo el fervor casi sagrado de cuando preparé mi
primer viaje a Roma. Era muy joven e inmediatamente establecí un vínculo
visceral con la ciudad, como si nos perteneciéramos. La sensación fue llegué
a casa, nunca te vi antes y solo me falta descubrirte. Y así lo hice.
Equipada con la cámara fotográfica, el imprescindible mapa y la guía turística,
salí a patearla hasta descoser las zapatillas.
Era un mayo cálido y luminoso, con el aroma del verano
que se desprendía de las piedras antiguas, de las paredes del color de los
duraznos maduros. Estaba tan absorta mirando y olfateando, que me olvidé de
sacar fotos, de seguir los itinerarios rigurosamente planeados. Recuerdo que
crucé el Tíber y me perdí en las callecitas de Trastevere.
En mi memoria Roma quedó como una postal detenida en
el tiempo, y ese recuerdo se mantuvo inalterable en mi nostalgia.
Volví diez años después, sosteniendo esa ilusión
juvenil, pero Roma ya no correspondía a la imagen que había guardado. Llegué un
Viernes Santo, con un sol diluido y un mundo de visitantes. En mi ingenuidad e
ignorancia no había hecho ninguna reserva y todos los hoteles y pensiones
estaban abarrotados, incluso en los alrededores. Así me lo hicieron saber en la
oficina de turismo.
Sola con mi valija, sentada en la escalinata de Santa
María Maggiore, intenté alejar el pánico que me subía por la garganta. No
lograba ubicarme en esa realidad hostil, indiferente. La tarde se enfriaba y se
convertía en crepúsculo.
La única opción que me quedaba era recurrir a un
primo, a quien había visto un par de veces, diez años atrás. Tenía una idea
vaga de donde vivía y busqué una parada de taxis. Esperé más de una hora hasta
que se detuvo uno vacío. Tardé casi otra en llegar a destino, totalmente
consciente de que el taxista me estaba paseando. Reconocí el edificio y me
acordé que mis parientes vivían en el último piso. Mi agotamiento me impidió
pensar qué haría si no estaban en casa, si aprovechando la semana Santa, se
habían ido de viaje.
Toqué el portero eléctrico. Me contestó una voz
impersonal. Fue embarazoso explicar quién era y porqué le tocaba el timbre a
esa hora un Viernes Santo. Mi primo bajó, me ayudó con la valija, sostuvo mis
manos heladas y dijo que no me preocupara, tenían libre el dormitorio que había
sido de su suegro.
El recibimiento de los demás integrantes de la familia
fue formalmente correcto y eso, dadas las circunstancias, era más que
suficiente para mí. A solas en el cuarto, me reencontré con mi lado optimista.
Recostada en una cama monacal, me perdí en los
arabescos del empapelado, en la multitud de fotos color sepia, desplegadas en
una composición simétrica en la pared de enfrente. Es probable que haya pensado
mañana volveré a sentir la tibia respiración de Roma sobre la piel…
Mis primeras incursiones me revelaron que cruzar una
calle se había convertido en un acto heroico. Las motos proliferaban de un modo
alarmante. Como pequeños caballos metálicos al galope, aparecían desde
cualquier esquina e impávidas transgredían semáforos y señales. Eran las dueñas
de la ciudad.
Sin embargo, de a ratos, en pequeños retazos,
recuperaba esa atmósfera particular de lo que había conocido y amado. Por
supuesto, fuera de los circuitos tradicionales, lejos del frenesí de autos y
Vespas, de las columnas de turistas demorados por el asombro y las fotos, de
romanos vociferantes. Además de la Fontana de Trevi, hay muchas fuentes, más
íntimas, menos espectaculares en lugares insospechados. Me alejé de la Basílica
de San Pedro y encontré pequeñas joyas renacentistas o barrocas en barrios
apartados.
Y lejos de los negocios aristocráticos de Via
Condotti, en una zona de edificios pardos y descascarados, encontré la
trattoria “da Giovanni”. Allí pude sentir otra vez, que había vuelto a
casa.
El local estaba debajo del nivel de la calle; había
que bajar unos cuantos escalones y acostumbrarse a la luz exigua que aportaban
algunos apliques en las paredes color humo.
El lugar era rústico, sin pretensiones. El olor de la
comida casera me tocó los labios en un beso de bienvenida. Un único mozo
zigzagueaba, con rapidez y eficiencia, entre las mesas apretadas. Giovanni —el
dueño— robusto y gentil, detrás del mostrador le alcanzaba los platos. Desde la
melancolía proveniente de algún punto remoto, un aria de Verdi se filtraba a
través del ruido de la vajilla y de la voz baritonal del mozo, que gritaba los
pedidos.
Regresé a Roma en varias ocasiones y cada vez la
encontré más caótica, penosamente sucia. Siempre busqué los rincones olvidados,
las calles perdidas. En lo de Giovanni parecían esperarme. Eran otros mozos,
otras caras, el mismo ambiente, tal vez un poco más viejo, más oscuro pero
acogedor, como cuando se llega a casa.
©
Mirella S. — 2013 —