martes, 30 de mayo de 2017
lunes, 22 de mayo de 2017
Sin alas
lunes, 8 de mayo de 2017
Señales
Recordaste la
época en que diseñabas señaladores para llegar a fin de mes, cuando, días
atrás, encontraste uno en el cajón de los objetos olvidados. Te asombró la
minuciosidad del dibujo y el buen estado que mantuvo a través de tantos años.
Estaban planeados
hasta en sus menores detalles. Debían ser estéticamente bellos porque morarían
en el interior de un libro, señalando el tramo de lectura ya recorrido.
Los pintabas con
acrílicos de colores sobre una cartulina gruesa y los fijabas con un barniz en
aerosol para su preservación. El paso siguiente era pegarles en el dorso una tela afelpada, con el fin de sostener la cintita de raso que indicaría la página
abandonada.
Elaboraste muchos modelos (te aburría la repetición); los de mayor éxito y venta fueron aquellos con
los signos del Zodíaco, que representaste según un criterio personal, diferente
de los símbolos ya usados.
Qué extraño, en
ese entonces no te interesaba la astrología y la elegiste como tema por pura desesperación porque nunca tuviste instinto comercial. Fue mucho tiempo después, empujada por otras
circunstancias desfavorables, que empezaste a estudiarla desde un punto de
vista nada tradicional, que se acercaba a la psicología junguiana. Esos
señaladores expresaron una tendencia que ya estaba en vos, te ayudaron en un momento
económicamente difícil, así como ocurrió más tarde con las clases, en las que
aprendiste a conocer tu verdadera esencia: esa fusión de energías antagónicas
que te conforman.
Hiciste lo que
pudiste para salir a flote de las aguas intensas de tu emocionalidad. Mirás ese
resto del pasado y sabés —ahora que tus fuerzas físicas mermaron y estás
encallada en una orilla sin retorno— cuánto vigor pusiste para insertarte en la
realidad que te tocó en suerte.
© Mirella S.
— 2017 —
miércoles, 3 de mayo de 2017
Abelardo Castillo: un gran escritor
Murió un excelente escritor argentino: Abelardo Castillo.
Lo conocí personalmente en un taller literario que él coordinaba. Mi pequeño homenaje es publicar uno de sus cuentos, para que quienes no lo conocieron lo lean
y los que sí lo leyeron, lo recuerden.
El hacha pequeña de los indios
Después, ella hizo un alocado paso de
baile y una reverencia y agregó que por eso ésta era una noche especial,
mientras él, incrédulo, la miraba con los ojos llenos de perplejidad (o de algo
parecido a la perplejidad, que también se parecía un poco a la locura), pero la
muchacha sólo reparó en su asombro porque él había sonreído de inmediato y
cuando ella le preguntó qué era lo que había estado a punto de decirle, el
hombre alcanzó a murmurar nada amor mío, nada, y se rió, y siguió riéndose como
si aquello ya no tuviese importancia puesto que estaba loco de alegría, como si
realmente se hubiera vuelto loco de alegría. Por eso, cuando ella fue hacia el dormitorio y agregó no tardes, el hombre dijo
que no. Voy en seguida, dijo. Pero se quedó mirando el hacha que colgaba junto
al aparador de cedro, nueva todavía, sin usar, porque esas cosas son en
realidad adornos o poco menos que se regalan en los casamientos pero que nadie
utiliza y quedan colgadas ahí, como ésta, en el mismo sitio desde hace un año,
haciéndole recordar cada vez que la miraba (de un lado el filo; del otro, una
especie de maza, con puntas, para macerar carne) viejas historias de indios
cuando él era Ojo de Halcón y mataba al traidor o al lobo empuñando un hacha
parecida a ésta. Sólo que aquélla era de palo y ésa estaba ahí, de metal
brillante, frente al hombre que ahora, al levantarse y cruzar la habitación,
evocó la primera noche que cruzó esta habitación igual que ahora, el día que se
casaron pese al gesto ambiguo de los amigos, pese a las palabras del médico, la
noche un poco casual en que se encontraron casados y mirándose con sorpresa,
riéndose de sus propias caras, después de aquel noviazgo o juego junto al mar en
el que hasta hubo una gitana y fuegos artificiales y un viejo napolitano que
cantaba romanzas, fin de semana o sueño que él recordaba desde el fondo de un
país de agua como una sola y larga madrugada verde, como estar desnudo y algo
ebrio sobre una arena lunar, de tan limpia, como un gusto a ola o a piel mojada
pero sobre todo como un jirón de música de acordeón y la voz del viejito
napolitano en alguna cantina junto a los malecones, vértigo que se consumó en
dos días porque la muchacha era hermosa –linda como una estampa de la Virgen,
dijo mamá al verla, te hará feliz, y también lo había dicho la gitana, que sin
embargo bajó los ojos y no aceptó el dinero–, y de pronto estaban riéndose y
casados, pese al gesto cortado de algún amigo al saludarla, pese a que ella
quería tener un hijo y a la gitana que decía la buenaventura entre los fuegos
artificiales, pese al espermograma y al dictamen médico y a que cada vez que la
veía mirar a un chico, cada vez que la veía acariciarles la cabeza y jugar
atolondradamente con ellos como una pequeña hermana mayor de ojos alocados y
manos como pájaros, pensaba estoy haciendo una porquería y sentía vergüenza, y
asco, un asco parecido al que lo mareaba ahora, en el momento de descolgar el
hacha pequeña, mientras la sopesaba lo mismo que sopesó durante un año entero
la idea de contárselo todo, de contarle que al casarse con ella él le había
matado de algún modo y para siempre un muchachito rubio, un chiquilín
tropezante que jamás podría andar cayéndose, levantándose, dejando sus juguetes
por la casa: hasta que al fin esta misma tarde él decidió contárselo todo
porque supo secretamente que ella, la muchacha de ojos alocados y manos como
pájaros, la perra, entendería. Y llegó a la casa pensando en el tono con que
pronunciaría sus primeras palabras esa noche (tengo que decirte algo), el tono
intrascendente o ingenuo que tienen siempre las grandes revelaciones. Por eso
el hombre estaba cruzando ahora la habitación y empuñaba el hacha pequeña de
los indios que le recordaba historias de matar al cacique o al lobo, o a la
grandísima perra que esta noche, antes de que él hablara, dijo que tenía algo
que decirle: algo que ella había dicho con el tono intrascendente e ingenuo de
las grandes revelaciones. "Vamos a tener un hijo", había dicho. Simplemente.
Después, hizo un paso de baile y una reverencia.
Del libro "Las panteras y el templo"
Los iré visitando en la medida de mis posibilidades.
Por el momento no contestaré a los comentarios que dejen, pero los leeré atentamente.
Abrazos para todos.
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