Murió un excelente escritor argentino: Abelardo Castillo.
Lo conocí personalmente en un taller literario que él coordinaba. Mi pequeño homenaje es publicar uno de sus cuentos, para que quienes no lo conocieron lo lean
y los que sí lo leyeron, lo recuerden.
El hacha pequeña de los indios
Después, ella hizo un alocado paso de
baile y una reverencia y agregó que por eso ésta era una noche especial,
mientras él, incrédulo, la miraba con los ojos llenos de perplejidad (o de algo
parecido a la perplejidad, que también se parecía un poco a la locura), pero la
muchacha sólo reparó en su asombro porque él había sonreído de inmediato y
cuando ella le preguntó qué era lo que había estado a punto de decirle, el
hombre alcanzó a murmurar nada amor mío, nada, y se rió, y siguió riéndose como
si aquello ya no tuviese importancia puesto que estaba loco de alegría, como si
realmente se hubiera vuelto loco de alegría. Por eso, cuando ella fue hacia el dormitorio y agregó no tardes, el hombre dijo
que no. Voy en seguida, dijo. Pero se quedó mirando el hacha que colgaba junto
al aparador de cedro, nueva todavía, sin usar, porque esas cosas son en
realidad adornos o poco menos que se regalan en los casamientos pero que nadie
utiliza y quedan colgadas ahí, como ésta, en el mismo sitio desde hace un año,
haciéndole recordar cada vez que la miraba (de un lado el filo; del otro, una
especie de maza, con puntas, para macerar carne) viejas historias de indios
cuando él era Ojo de Halcón y mataba al traidor o al lobo empuñando un hacha
parecida a ésta. Sólo que aquélla era de palo y ésa estaba ahí, de metal
brillante, frente al hombre que ahora, al levantarse y cruzar la habitación,
evocó la primera noche que cruzó esta habitación igual que ahora, el día que se
casaron pese al gesto ambiguo de los amigos, pese a las palabras del médico, la
noche un poco casual en que se encontraron casados y mirándose con sorpresa,
riéndose de sus propias caras, después de aquel noviazgo o juego junto al mar en
el que hasta hubo una gitana y fuegos artificiales y un viejo napolitano que
cantaba romanzas, fin de semana o sueño que él recordaba desde el fondo de un
país de agua como una sola y larga madrugada verde, como estar desnudo y algo
ebrio sobre una arena lunar, de tan limpia, como un gusto a ola o a piel mojada
pero sobre todo como un jirón de música de acordeón y la voz del viejito
napolitano en alguna cantina junto a los malecones, vértigo que se consumó en
dos días porque la muchacha era hermosa –linda como una estampa de la Virgen,
dijo mamá al verla, te hará feliz, y también lo había dicho la gitana, que sin
embargo bajó los ojos y no aceptó el dinero–, y de pronto estaban riéndose y
casados, pese al gesto cortado de algún amigo al saludarla, pese a que ella
quería tener un hijo y a la gitana que decía la buenaventura entre los fuegos
artificiales, pese al espermograma y al dictamen médico y a que cada vez que la
veía mirar a un chico, cada vez que la veía acariciarles la cabeza y jugar
atolondradamente con ellos como una pequeña hermana mayor de ojos alocados y
manos como pájaros, pensaba estoy haciendo una porquería y sentía vergüenza, y
asco, un asco parecido al que lo mareaba ahora, en el momento de descolgar el
hacha pequeña, mientras la sopesaba lo mismo que sopesó durante un año entero
la idea de contárselo todo, de contarle que al casarse con ella él le había
matado de algún modo y para siempre un muchachito rubio, un chiquilín
tropezante que jamás podría andar cayéndose, levantándose, dejando sus juguetes
por la casa: hasta que al fin esta misma tarde él decidió contárselo todo
porque supo secretamente que ella, la muchacha de ojos alocados y manos como
pájaros, la perra, entendería. Y llegó a la casa pensando en el tono con que
pronunciaría sus primeras palabras esa noche (tengo que decirte algo), el tono
intrascendente o ingenuo que tienen siempre las grandes revelaciones. Por eso
el hombre estaba cruzando ahora la habitación y empuñaba el hacha pequeña de
los indios que le recordaba historias de matar al cacique o al lobo, o a la
grandísima perra que esta noche, antes de que él hablara, dijo que tenía algo
que decirle: algo que ella había dicho con el tono intrascendente e ingenuo de
las grandes revelaciones. "Vamos a tener un hijo", había dicho. Simplemente.
Después, hizo un paso de baile y una reverencia.
Del libro "Las panteras y el templo"
Los iré visitando en la medida de mis posibilidades.
Por el momento no contestaré a los comentarios que dejen, pero los leeré atentamente.
Abrazos para todos.
Bello homenaje
ResponderEliminarBesos
Del maestro, todo es bello.
ResponderEliminarComo tú.
El intercambio entre grandes letras son alas para la cultura.
Cuídate mucho, y síguelo haciendo Bella Dama.
Lo importante, no lo olvides: eres tú.
Beso y abrazo sin distancia.
Tremendo café literario armaron allá arriba.
ResponderEliminarBesos linda!
Sí que escribía bien, sí.
ResponderEliminarDescanse en paz.
Espero que estés mejor Mirella.
Besos.
Parece que fue un gran maestro, escribir escribía muy bien, le deseo una estancia agradable en la Gloria y espero que tu estés mejor. Te queremos y te queremos repuesta. Un abrazo
ResponderEliminarUn relato impresionante, lamento la pérdida del autor. Sin duda, sus letras son el mejor homenaje. Un fuerte abrazo y mucha fuerza, Mirella.
ResponderEliminarUn beso
ResponderEliminarGENIAL!!! CON RAZÓN ESCRIBES TAN BIEN. TUVISTE UN EXCELENTE MAESTRO.
ResponderEliminarABRAZOS
Un gran maestro don Abelardo Castillo, que descanse en paz. Bello cuento.
ResponderEliminarMirella; espero que estés bien, cuídate, te queremos mucho ya lo sabes.
mariarosa
Me encanta el homenaje que has compartido y el texto que elegiste.
ResponderEliminar:) Besitos Amiga
La muerte siempre es triste, dolorosa y opaca...no se deja ver y llega arrancándonos la vida sin compasión. Si es un grande como éste que nos muestras y que desconocía, al menos queda la satisfacción de ver sus sempiterna huella a través de sus letras.
ResponderEliminarGracias por dármelo a conocer a pesar de lo tarde para él.
Espero que estés un poquito mejor, hermosa.
Besos.
No lo conocía. Descanse en paz. Acabo de leer su relato: una reverencia al Maestro.
ResponderEliminarY para ti Mirella besos. Cuidate.
No lo conocía Mirella, me han gustado sus letras y tu bonito homenaje, sus letras siempre estarán.
ResponderEliminarCuídate mucho, un beso enorme.
Uno de los grandes se ha ido. Me ha dejado tanto que no sé qué cuento o novela de él podría mencionar. Miro los libros de mi biblioteca y me decido: "El que tiene sed" (novela), "El candelabro de plata" (cuento). Me hubiera gustado conocerlo en persona, o en el taller, pero no he contado con ese privilegio, entiendo que era muy exigente, vos lo sabrás bien ya que has podido concurrir a sus clases.
ResponderEliminarCuidate mucho, Mirella, espero que te mejores pronto. Un abrazo.
Ariel
Merecido homenaje.Siemto su marcha.
ResponderEliminarNo sé que te pasa, pero espero que estés mejor sea lo que sea.
Besos.
Un abrazo Mire
ResponderEliminarDesde el respeto y la admiración para ambos
Gracias por este trocito de cielo literario
ResponderEliminarNo te preocupes por las visitas...
Un buen homenaje a quién parece todo un gran escritor, a juzgar por este relato.
abrazos
· LMA · & · CR ·
No lo conocía pero siempre es triste la pérdida de una vida y un escritor. Saludos y mejórate Mireia.
ResponderEliminarPrecioso, y que suerte si le conociste; descanse en paz el artista.
ResponderEliminarBesos y abrazos Mirella.
Gracias, querido Rafa, me pone contenta que te haya gustado el relato.
EliminarAbrazo.
Qué pena he sentido al leer que había muerto. Recuerdo su cuento "El marica", no sé las veces que lo he leído y releído y siempre se me remueve algo por dentro. ¡Qué grande! Cómo me atrapa al leerlo.
ResponderEliminarGracias por poner esta información-
Besos.
Gracias a vos por acercarte, María Pilar. Recuerdo ese cuento, fue publicado en la antología "Las otras puertas", el primer libro de cuentos que publicó Abelardo. Era un cuentista de raza, de esos quedan pocos.
EliminarBesos.