Candela Astorga prepara el equipaje sin nostalgias.
Tiene cuarenta y dos años y es la última vez que recorrerá a solas la casa
donde ha vivido desde su niñez.
Descubre que el cierre de la valija está descosido en
un extremo; no hay tiempo para cambios y la asegura con una tira de elástico.
Un hecho, trivial en apariencia, que la conecta con otro lejano: el relato —que
había escuchado tantas veces y que imaginara otras tantas— de cuando su abuela
materna Dolores vino de España con una valija de cartón sujeta con hilo sisal.
La semejanza le parece propicia para la clausura de un ciclo.
La abuela había viajado en un barco lento y atascado
de fardos, baúles y familias que escapaban de la Guerra Civil. Antes de partir
se había casado con Pedro Astorga, su gran amor. La historia se la contó
innumerables veces, siempre con su voz similar al roce del papel de seda. El
largo trayecto en barco fue su luna de miel. Desembarcaron en Buenos Aires,
ella con diecinueve años, él con veintidós; luego de los trámites en
Inmigraciones, subieron a un traqueteante tren a vapor que tardó ocho horas
hasta Rosario. Allí los esperaba el tío de Pedro, un hombre considerable en su
estructura física, aunque desconsiderado en sus modales.
Don Juan Astorga era soltero, andaría por los cuarenta
y los alojó en un cuartucho en los fondos de su ferretería. A su sobrino le
encargó las tareas más duras, que él llevaba a cabo con mansa aceptación. Pedro
era un espíritu sensible, nacido bajo el signo de Piscis, con ojos soñadores,
que parecían elevarlo a regiones de la realidad que trascendían los rollos de
alambre, las latas de pintura, los clavos y tornillos que lo circundaban. Que
hubiesen llegado a la
Argentina durante un eclipse total de luna había sido, según
la abuela Dolores, un pésimo auspicio. Las consecuencias se revelaron meses más
tarde: una extraña enfermedad postró a Pedro y murió a los pocos días.
Candela conserva las reflexiones de la abuela como un
legado: con el nombre que me pusieron,
Dolores, estaba predestinada a andar con el sufrimiento a cuestas; los nombres,
igual que las palabras dañinas, dejan una marca indeleble. Por eso, para sus
hijos eligió nombres optimistas: Buenaventura, Feliciano y Aurora, a la madre
de Candela.
La abuela se regía por algunos conceptos esotéricos. Decía
que el momento más bello y positivo del día es el amanecer; los matices del
cielo son diáfanos y proponen un nuevo comienzo, una actitud de esperanza hacia
el porvenir. Sin embargo con Aurora no acertó, ella fue una mujer amarga, de
ojos infranqueables, con el rencor royéndole el alma.
El destino de la abuela Dolores se cumplió primero en
Rosario, donde nacieron sus tres hijos y más tarde en Buenos Aires, en una concatenación de sucesos infaustos, que
consolidaron sus creencias de que todo está escrito. Después de la muerte de
Pedro fue como si una parte de ella hubiese pasado por el tormento del fuego,
le consumió deseos y expectativas y le forjó otro sentido de las cosas.
Aseguraba: el libre albedrío es una ilusión,
lo único que se puede hacer es no generar resistencia ante lo que la vida
dispone para cada uno. Lo que no significa resignarse.
No le quedó otra alternativa que seguir viviendo en la
casa del tío Juan, quien la usó de sirvienta. Al tiempo, se le metió en la cama
y se ahorraba de ir al lupanar —así le decía Dolores al quilombo del puerto—
hasta que por comodidad y para que otro no se la robara debido a su serena
belleza, la ató con el anillo del matrimonio. Todos los años le daba un hijo,
pero después del nacimiento de Aurora, Juan quedó impotente y reemplazó las
embestidas nocturnas por brutales palizas, una manera de descargar su
frustración de macho.
Juan era una bestia de carga; sus únicos pasatiempos
fueron las doce horas diarias en la ferretería y acumular ahorros. Odió a
Aurora porque la consideró la culpable del menoscabo a su virilidad; instruía a
los dos hijos varones en el desprecio por la mujer y el fervor hacia el
trabajo. Tuvo la piedad de morirse de un ataque cardíaco el día que Dolores
cumplió los cincuenta y tres, luego de haberla denigrado más de treinta años.
La abuela agradeció a las fuerzas del universo por el imprevisto regalo, inició
la sucesión y se deshizo lo más pronto que pudo del negocio y de la casa. Los
hijos ya se habían ido, huyendo del rigor paterno y los dos mayores prosperaron
por su cuenta. Dolores vendió los muebles y a medida que vaciaba la casa
encontró una pequeña fortuna, dispersa en varios escondites. Alquiló el negocio
y se fue a Buenos Aires a vivir con Aurora y con Candela, que recién empezaba
el colegio primario.
Se mudaron a la casita con jardín en Floresta y
Dolores hizo lo que sabía hacer mejor: criar a su nieta, mantener el hogar
impecable y esparcir el aroma de la placidez a su alrededor. Comprendió que ya
no lograría rescatar a Aurora del caparazón en el que se había guarecido; aún
estaba a tiempo con la niña, que crecía en el yermo paisaje que era su madre.
Dolores la salvó de la indiferencia de alguna vecina que la cuidaba, mientras
Aurora iba de un empleo a otro pero, fundamentalmente, la salvó del espíritu
árido de su propia madre.
La abuela tenía un inagotable repertorio de cuentos,
inventados sobre la marcha, que eran el reflejo de su infancia y adolescencia
valenciana, a través de los cuales mitigaba la nostalgia en la evocación del
Mediterráneo y sus aguas color zafiro. De a poco introdujo a la nieta en el
mundo secreto del Tarot, y desde sus arquetipos parecía convocar para sus niñas la comprensión y la benevolencia,
tan escasas en sus vidas. El tío Juan —así llamó siempre a su segundo marido—,
le decía bruja negra o diablesa cada vez que la sorprendía consultando las
barajas que trajera de España. Y con sorna le preguntaba cómo era que no
había podido predecir su temprana viudez ni lo aciago que sería su exilio de la
patria. El viejo le decía —quizás no tanto porque lo creyera, sino con el fin
de mortificarla— que con sus malas artes había eliminado a Pedro para quedarse
con él y sus posesiones; que lo había embrujado hasta que consiguió la libreta,
pero él, Juan Astorga, era más poderoso que ella, se libró del hechizo y la
mantuvo a raya con las palizas.
Candela le preguntó si realmente podía predecir que algo malo fuera a suceder. La abuela desviando los ojos como si buscase la respuesta
en memorias pretéritas, le contestó que las predicciones eran armas de doble
filo. Lo que las cartas le habían transmitido antes de partir fue la intuición
de futura infelicidad y que debía disfrutar al máximo cada momento con Pedro,
lo que por suerte había hecho. Al nacer Aurora hizo una tirada y en la lectura supo que su hija le depararía
pesar, pero también un júbilo enorme. Lo dijo con su sonrisa apacible y
acarició la mejilla de Candela.
La abuela Dolores había muerto unos meses atrás de
esta noche plena de recuerdos de valijas míseras e historias irrevocables. Se
durmió para siempre a la edad de noventa años, en un atardecer azulino de
niebla, recostada en su mecedora.
En cambio la muerte de Aurora, la hija rebelde y
áspera, había ocurrido muchos años antes, cuando Candela tenía quince. Aurora
fue una madre soltera. Apenas terminó el secundario se escapó a Buenos Aires;
de esa época hasta que tuvo a Candela nunca habló, ni siquiera con su madre.
Reapareció en Rosario con un embarazo de siete meses, se quedó unos días, los
suficientes para que el viejo Juan desplegase su desprecio y armara alborotos
tirando platos y cubiertos contra las paredes.
Dolores, a espaldas de su marido, que recién aparecía
a la hora de la cena, se había formado una clientela como tarotista. Compró un
pasaje y fue a Buenos Aires en cuanto Aurora le avisó que le faltaban días para
el nacimiento. La acompañó durante un mes en la sórdida pensión donde Aurora
vivía. A su regreso a Rosario, se atuvo a las consecuencias de su partida.
De su padre Candela no supo ni el nombre ni quién era:
se había esfumado de la vida de Aurora y fue para ella un fantasma imposible de
olvidar. Su madre ejercía trabajos misteriosos y cambiantes. Decía: voy a hacer horas extras, no vengo a cenar.
O: ahora estoy en otra empresa y vuelvo
temprano. Pero la mayoría de las veces no daba explicaciones. No era ni
linda ni fea, tampoco le importaba su aspecto, vestía casi siempre de negro y
había heredado el mutismo y la dureza del padre. Un solo interés manifestó en
su corta vida: el amor por la música, especialmente el violín. Dolores le había
regalado uno antes de que abandonara Rosario: lo tocaba con una sensibilidad
que no correspondía con su carácter agrio.
Su muerte fue tan enigmática como su vida. Nunca se
conoció la causa, si fue un crimen, suicidio o si un día algo en ella dijo
basta y decidió morirse en el banco de una plaza. La autopsia no reveló drogas,
venenos o golpes. Dolores, con la congoja latente en su voz, dijo que jamás se
sabría la verdad porque era luna nueva, momento de tinieblas, donde no puede
verse nada y todo queda oculto.
Para Candela no significó una gran diferencia no tener
más en su vida a esa figura distante, esa ilusión de madre, que se proyectaba
como una sombra chinesca en el telón de sus días.
Comenzó su propio camino de aciertos y errores, de
elecciones y rechazos, siempre bajo el ala protectora de la abuela y junto a
ella se sumió en la añoranza de la tierra de los antepasados, en la Valencia que el
Mediterráneo acariciaba con labios pálidos de espuma. Se olvidó del presente,
de ser fiel a una vocación, de entregarse al amor que le ofrecieron y formar su
propio hogar. Siempre estaban la abuela, las cartas de Tarot y los sueños.
Ahora debe ponerle un
broche a los recuerdos, como le ha puesto el elástico a la valija.
Mañana partirá para España a cumplir un sueño o a destruirlo definitivamente; a
hacer algo por sí misma y por las mujeres de su familia; cerrará un ciclo y le
dará un sentido a más de setenta años de sufrimientos.
Un nuevo inicio, otra aurora simbólica, sola, con su
valija desahuciada y las cartas de Tarot, a los cuarenta y dos años, justo en
la crisis de la mitad de la vida. La abuela Dolores le hubiera dicho: cuando se mira hacia atrás y se ven
únicamente ruinas, es hora de cambiar el rumbo.
© Mirella S.
— 2010 —
¡Magnífico! Me gusta de principio a fin. Bien dosificada la información a lo largo del relato y bien narrado.
ResponderEliminarChiquilla, cada vez escribes mejor. Y yo que me alegro mucho.
Un beso muy grande y gracias por el disfrute
Es un relato que escribí hace siete años, ahora, lamentablemente, parece que ando escasa de ideas y de historias.
EliminarQuedo muy contenta de tu disfrute, Isabel.
Un abrazo enorme.
Joder impactante el relato, me has dejado "con las patas colgando". Muchas penurias tuvieron que pasar, los españoles que huyeron de la guerra civil, y una vez finalizada la guerra, para que Franco nos les cortara el pescuezo, pero a tus personajes, no sé si hubiesen ganado más con quedarse en España, porque vaya tela la que pasaron. El marido se le muere pronto, y el pariente que le toca aguantar a la pobre, menudo hijo de puta. Con familiares así casi que se está mejor en una cárcel. Al menos la pobre encontró algo de dinero, aunque lo pagó con creces.
ResponderEliminarBesos Mirella.
Es también un homenaje a todos los españoles que llegaron a la Argentina en sucesivas migracionese e hicieron mucho por este país. Igual que los italianos. En el barrio de mi infancia había muchos, la mayoría de Galicia y de Andalucía.
EliminarLa vida de los inmigrantes fue (y es) muy dura, sobre todo en los primeros tiempos. Evidentemente estaba en el destino de Dolores que pasara tantas tribulaciones.
Mil gracia, Rafa y muchos besos.
Hola Mirell, querida.
ResponderEliminarAprovecho la suerte y me quedo un buen rato a recrearme en tu txoko, feliz de abrazarte, aunque sea en metáfora.
Mas abajo te dejé comentario y gracias por tus visitas -sin respuesta- que aprecio un montón.
Besos con mis mejores deseos, siempre.
Gracias, Soco, no te hagas problemas y pasá cuando puedas, tu presencia es una verdadera alegría.
EliminarUn abrazo bien fuerte.
Me gusto
ResponderEliminarUn beso
Me alegra mucho, Chaly, gracias.
EliminarBesos.
Un placer leerte, Mirella. Te atrapa la lectura y te dejas llevar entusiasmada. Al final te da pena que se acabe.
ResponderEliminarQué suerte que lo sentiste así, porque a mí me parecía muy extenso para publicar en el blog.
EliminarEs un texto viejo, antes escribía relatos mucho más largos.
Muy agradecida por tu lectura María Pilar.
Te dejo un abrazo grande.
Me han dado ganas de desenterrar a Juan Astorga y darle una paliza...
ResponderEliminarMi madre se llamaba Aurora.
No parece que su nombre le trajera buena fortuna.
Besos.
Un mal tipo el tío Juan, pero ya de él no habrá quedado mucho.
EliminarLos nombres son toda una elección. Dolores, Remedios, Purísima... ¿y si quiere ser puta? Ahora se usan nombres raros, exóticos, que no tienen significado. Tal vez sea mejor.
Gracias, Torito.
Besos.
Pero como me ha gustado Mire. Ese viaje por el tiempo con el aderezo del esoterismo y los augurios. Veo que ya tiene sus años, pero me ha parecido fantástico. Le has dado una corregida?
ResponderEliminarTambién me dan ganas de preguntarte si te va eso del Tarot, quizá como en la historia de una abuela o una tía.
Ha sido un placer leerte querida amiga.
Te abrazo fuerte.
Beeeesos
Sí, Gildo, es viejo, ahora ya no se me ocurren más este tipo de historias.
EliminarLo acorté un poco y le hice unas mínimas correciones, palabras repetidas, eso.
Hace mucho estudié Tarot, pero no me enganché, a tal punto que hoy no me acuerdo casi nada del significado de las cartas. En cambio sí me atrajo la Astrología, hice un curso de cuatro años y después múltiples seminarios. Pero no la Astrología horoscopera, sino la investigación de la carta natal de las personas.
Me alegro que te vayas conforme, querido Gildo.
Abrazos y beeeesos.
Muy bonita historia, a pesar de la dureza de esa inmigración y de ese mal tipo el tio Juan, esa mujer no perdió la dulzura ni la capacidad de amar.
ResponderEliminarMe gusta la utilización que haces del tarot y como cierras el relato con la esperanza porque si detrás solo hay ruinas es tiempo de cambiar y escribir de nuevo la historia. Espero que esa aurora simbólica le abra nuevos horizontes y le vaya muy bien a Candela.
Muy bonito Mirella y ya llegarán los nuevos relatos, seguro.
Un beso
Suelen ser muy duras las historias de los inmigrantes, lo viví en carne propia y, en el caso nuestro, un poco peor porque al venir de Italia tuvimos que aprender el idioma.
EliminarEn el final quise poner una luz de esperanza en la vida de Candela, como una reivindicación hacia la última mujer de la rama Astorga.
Celebro que te haya gustado, Conxita y muchas gracias por tu comentario.
Besos.
Que bien lo has conducido, sin adelantar acontecimientos. Una historia tan real que parece verídica, he leído historias de aquella época, algunas tristes como esta y otras mucho mas agradables. Gracias es un placer poder leerte. Un abrazo
ResponderEliminarMe da gusto saber que tanto ir y venir en la historia de cada personaje y en el tiempo, la trama no se haya vuelto confusa.
EliminarComo me leés desde hace mucho, ya te habrás dado cuenta mi inclinación a las historias tristes.
Todo mi agradecimiento por tu infaltable presencia, Ester.
Abrazo grande.
Historias paadas que vuelven de actualidad. Triste el que tiene que emigrar y bucarse la vida Mirela. Tengo unos amigos aquí en Béjar que se vinieron de Rosario hace 32 años.Ella de Béjar se fue muy chica,con sus padres, fueron a Argentina a buscar trabajo. Él Italiano,se conocieron allí . Se vinieron porque uno de los hijos tenía que entrar en la mili y no estaban las cosas muy claras. Aquí volvieron a rehacer su vida.
ResponderEliminarMe ha gustado ese final con Candela.
Besos.
Hay infinitas historias de este tipo, cada una con su crudeza, con el desarraigo a cuestas y el intento de armar una nueva pertenencia.
EliminarGracias, Laura, me da gusto que te pareciera bueno ese final abierto a la esperanza.
Besos.
Un relato en el que somos testigos de toda una vida marcada por el fatalismo. La crudeza de ser expulsado de donde naciste, de no haber tenido jamás una mínima oportunidad de ser feliz. Excelente relato. Un abrazo!
ResponderEliminarEncantada de que te gustara, David. Hay vidas que parecen signadas por el infortunio y si no estás en tu tierra natal se siente más esa nostalgia.
EliminarMuchas gracias por tu lectura.
Un abrazo.
Excelente relato, mano maestra para describir historias, amargas, tristes, es tu elección, aunque la vida es así, drama diario!!
ResponderEliminarAbrazo, Mirel!!
No sé si es mi elección contar historias tristes, es lo que me sale, en cambio sé que el humor no es lo mío, aunque me gustaría saber abordarlo.
EliminarGracias, Edu, con un abrazo.
Contar sobre una drama no es nada fácil Mirella, y tú o vos, lo has hecho desde la seriedad absoluta, desde la ternura y el respeto hacia la figura de la abuela, creo que es un acierto elegir la persona que ha contado sobre las realidades de esas mujeres sufrientes (aquí generalizo), que dejando todo atrás aguantaban carretas y carretones al marido que le tocó en gracia o en desgracia porque a ella se lo enseñaron así, (madres y abuelas). Lo has contado también como una crónica de sucesos y decesos de Dolores, tanto cuando tenía que soportar a Pedro como a Juan, pues no le quedaba otra.
ResponderEliminarYa empiezo a conocer tu manera de escribir y veo que cuidas los mínimos detalles, desde el extremo descosido de la maleta de vuelta de Candela, como el hilo sisal que sujeta la valija de cartón de ida de Dolores y con ello, como bien dices, clausuras un ciclo.
Me encanta que en oposición del nombre oscuro de Dolores, el de las niñas, Aurora y Candela sean luminosos, así como de la abuela su faceta “cuestista” y algo mágica (puede que como medio de escape de su dura realidad), y el final esperanzador.
La emigración cobra relieve en este relato. Mi bisabuelo materno, como tanto españoles de aquellos tiempos, tuvo que emigrar de Canarias a Cuba.
Un abrazo Mirella.
En el caso de Dolores -quizás no era lo habitual en ese entonces- se casó con Pedro por amor, pero le duró poco. Mientras que con el tío Juan fue un calvario.
EliminarMe gusta poner detalles mínimos y no perderme en tantas descripciones que pueden lentificar el relato. Busco algo puntual para mostrar a un personaje, alguna característica que lo defina y haga visible sin extenderme demasiado. En eso sigo al maestro Salinger, como ha hecho en sus "Nueve cuentos".
Los conocimientos esotéricos de la abuela le ayudaron a entender su realidad, a tolerar su dureza y se los transmitió a Candela en su afán de preservarla.
Te agradezco enormemente la atenta lectura y tus apreciaciones sobre el texto. Es un placer recibirte en este espacio.
Un fuerte abrazo, Tara.
Los recuerdos de las abuelas siempre son muy especiales, ellas siempre se esperan en darnos lo mejor.... mimos incluidos
ResponderEliminarBesos ;)
En muchos casos intentan compensar en los nietos lo que no pudieron hacer con los hijos. Lo veo mucho a mi alrededor, yo no conocí a mis abuelas, que quedaron en Italia, me hubiera gustado tenerlas aquí.
EliminarUn abrazo y gracias, Nieves.
UN CICLO QUE MARCÓ TODA UNA HISTORIA DE VIDA. EXCELENTE RELATO.
ResponderEliminarABRAZOS
Así es, Adolfo, te agradezco la lectura y tu mirada positiva.
EliminarUn abrazo.
Maravillosa historia Mirella, tiene algo que me parece real, sera tu forma de narrar o sera que veo en ella, muchas de las historias que mi abuela me contara, sólo que en esta las protagonista parecen que hubieran padecido todas un destino tremendo.
ResponderEliminarTe luciste, felicitaciones.
mariarosa
Es un relato realista que narra las vicisitudes de los que tuvieron que adaptarse a nuevas tierras, con el agravante de una buena dosis de mala suerte.
EliminarGracias, Mariarosa, contenta de que te haya gustado.
Besos.
Una dinastía marcada de dolor. Me gustó mucho cómo nos presentaste la vida de cada una de ellas. Un largo relato que no se hace tedioso en absoluto. Muy bueno.
ResponderEliminarSaludos.
Gracias, Raúl, es un dramón de aquellos, me da gusto que lo disfrutaras y no te pareciera tan largo.
EliminarMuchos saludos.
Algo tienen las historias de la Guerra Civil que huelen a sufrimiento y desarraigo y dejan un poso de nostalgia. La historia de Dolores podría ser la de muchas otras en ese sentido, pero luego tú la dotas de personalidad propia e inicias con ella la historia de una saga familiar que cierra un ciclo con la vuelta de Candela a sus orígenes. Demuestras mucha imaginación creando una vida para esas mujeres, y unos personajes de características tan marcadas. Me quedo con la última frase, no sé si es tuya o se la has pedido prestada a alguien pero me parece un excelente broche para un relato en el que se puede respirar la nostalgia. Un saludo Mireia.
ResponderEliminarTodas las historias que parten de una guerra tienen un mal comienzo, pueden ir mejorando, o no, depende de qué le toca vivir a los protagonistas.
EliminarSiempre me gustó trabajar sobre los personajes, dotarlos de características propias, distinguibles. Soy muy exigente con mis textos, nunca quedo del todo conforme, sin embargo a la historia de Dolores y Candela le tengo cariño y no la publiqué antes porque me parecía muy larga para el blog.
La última frase es mía.
Infinitas gracias por la atenta lectura y por tan lindo comentario, Jorge.
Saludos.
Impresionante.
ResponderEliminarMe ha encantado entre otras cosas esa voz como el roce del papel de seda.
Yo también pienso a veces que el destino está escrito.
Besos,guapa.
Es que hay sucesos que nos caen como rayos y sobre los que podemos hacer poco, por eso pienso que el libre albedrío es un caminito muy estrecho y que son escasas las veces que decidimos por nosotros mismos.
EliminarUn placer que lo disfrutaras, Celia.
Abrazo bien grande.
ResponderEliminarNo te importe si me repito. Ya te he dicho más de una vez que escribes muy bien. En este relato hay materia suficiente como para que se pueda convertir en una gran novela.
Me ha gusta cómo has asociado los nombres con el futuro de sus poseedoras.
Un abrazo
· LMA · & · CR ·
Probablemente me mires desde una "mirada ausente", pero igual te lo agradezco. En cuanto a la elección de los nombres, es todo un tema, hay algunos que no pueden traer demasiada suerte.
EliminarBuena semana, Bolo.
Después de generaciones de vida desgraciada, es casi obligatorio poner un hilo de esperanza en el futuro de la última descendiente.
ResponderEliminarLos 42 años es una edad interesante, hay experiencia y todavía queda entusiasmo.
Gracias, Julio, buena semana.
Es una historia melancólica, a veces penosa, pero el personaje de la abuela lo ilumina todo, tal vez con suficiente brillo como para dar un mensaje de esperanza en el pálido nombre de Candela. Nuestro país es eso (me parece): el gran manojo de inmigrantes que seguramente, en las sucesivas oleadas, se mezcló con los autóctonos. Están trenzadas sus historias con sus hijos afincados en esta tierra. A veces, como en este caso, brotan raíces nuevas que los mueven a indagar en el pasado.
ResponderEliminarHermoso y conmovedor relato, Mirella, impecable narración, una delicia leerlo. Disculpame que siempre llego tarde, pero es que leo despacio, sobre todo tus textos, que son para disfrutar de a poco para degustarlos mejor, como los buenos vinos y, que como ellos, se enriquecen con el tiempo.
Un abrazo.
Ariel
No tenés que disculparte, Ariel, menos después del hermoso comentario que me dejaste.
EliminarFormo parte de ese gan manojo de inmigrantes que llegaron a la Argentina. Nací en Italia, y si bien vine de muy chica, igual viví el desarraigo a través de mis padres y siempre fui la "tana" para todo el mundo, si bien el apodo nunca me resultó despectivo.
Muchas gracias por tus palabras, compañero de letras.
Un abrazo.
Para leer no una vez Mire, si no varias ... para leer pausadita y saborear cada párrafo.
ResponderEliminarUna lectura que a pesar de la dureza de la situación, tan real, tan vivida por muchos emigrantes haces que sea una caricia para mi, tal vez porque abrazo a muchos que también pasaron penurias de mi familia
Un abrazo y como no, felicidades por esta maravilla, un relato que incita a crear en la imaginación una maravillosa novela
Cada persona o grupo familiar que emigra no sabe con lo que se va a encontrar y esa incertidumbre ya es horrible. Si además te encontrás con tipos como el "tío Juan", todo se descalabra y aún más en una época en que una mujer no cortaba ni pinchaba.
EliminarUn gusto que lo disfrutaras, María.
Otro abrazo bien fuerte, guapa.
Una saga de mujeres unidas por esas circunstancias de la vida que esperemos se rediman con esa Candela, esa luz, al final del camino.
ResponderEliminarBien hilado y magistralmente contado.
Te aplaudo con toda mi admiración.
Descansa.
Un beso enorme, Bella Dama.
Gracias, Zarcita, recién leo tu comentario, porque no me llegan las notificaciones de tus mensajes... ¡aparecen en el post, como pequeños milagros!
EliminarUn abrazo inmenso, querida.
¡Este es genial, Mirella! ¡Qué bien que escribís!
ResponderEliminarSi te interesa lo que escribo, en el blog vas a encontrar un toco de material para leer. Probablemente tarde en publicar cosas nuevas.
EliminarGracias, Simón.
No me salen tus actualizaciones, pero es igual porque vengo a ver qué tal te encuentras y me encuentro con la felicidad de un nuevo relato tuyo, siempre impresionante, siempre calando el corazón...
ResponderEliminarUna vida dura en la que al final, sale algo bonito...un amor incondicional entre abuela y nieta, muchas expectativas e ilusiones ahuyentando los pesares que las han recorrido a lo largo de los años.
Y un final feliz que se anhela desde que comienzas la lectura, aunque sea trasladándose de país y si es en éste nuestro, ojalá que lo consiga.
Mi sempiterno aplauso y mi cariño.
Recupérate bien y sigue deleitándonos siempre, siempre.
Muchos besos.
Gracias por tu hermoso y cálido comentario. Estoy tratando de recuperarme, pero me siento mentalmente muy cansada. Me parece que hace un siglo que no escribo nada.
EliminarUn enorme abrazo, querida Marinel.
Muy buena semblanza de las tres damas de esa familia perseguida por el drama. Me gustó el final abierto (el cual, a su vez, conjuga con el inicio del relato).
ResponderEliminar¡Saludos!
Es un relato bastante dramático y me da gusto que te resultara entretenido.
EliminarGracias por leer al hilo varios textos, por otra parte algo muy de tu estilo, que agradezco mucho.
Abrazo, Juanito.