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“Quid solutis est beatus curis cum mens unus reponit
ac peregrino labore fessi venimus larem
ad nostrum
desideratosque acquiescimus lecto”
Catulo
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Fue en su vagabundeo por Italia cuando empezó a
captar el lenguaje de las ciudades. La ciudad visitada le proporcionaba
respuestas a preguntas que no se hacía, a deseos no conscientes.
Milán le dijo que no era un sitio para ella, que
las calles le serían hostiles. Estuvo a punto de ser atropellada por un auto.
Apenas si vio de lejos el Duomo, construido con la piel y sangre de tantas
generaciones. Sus altas agujas góticas parecían tocar un cielo de peltre en el
intento de perforarlo y encontrar un rayo de sol.
Escapó a Venecia. Llegó un día de niebla y
llovizna, que le mostró su propia grisura cuando se acorazaba dentro de sus
sombras.
Pronto observó que las ciudades más turísticas e
importantes callaban o sus voces se hacían confusas, contradictorias, perdidas
entre bocinazos, motos desenfrenadas que se le atravesaban sin respetar
semáforos.
A Verona fue un domingo. Todo era lento, cálido y
estaba cerrado. Caminó por calles vacías, tan vacías como su indiferencia por
aquello que la rodeaba. Un golpe de viento poco cordial susurró que le faltaba
romanticismo. ¡Chocolate por la noticia! contestó casi en un grito. El viento se llevó su eco.
Florencia fue salteada sin remordimientos. En
cambio se alojó en Cortona, etrusca y medieval que, erguida, coronaba una colina.
Trepó por callejuelas escarpadas y profanó iglesias sentándose en el banco más
oculto para comer un panino. Las
estatuas de los santos la miraron con piedad desde sus ojos huecos y alguno le
aconsejó que ahorrara fuerzas, su salud se fragilizaba.
A Roma, la eterna, no la evitaría. Algo intangible
las había unido desde viajes anteriores y de estar allí Clara, la astróloga, le
hubiera dicho que ese sentimiento provenía de vidas pasadas. Su respuesta habría sido una sonrisa
escéptica.
Eludió las zonas conflictivas. El color damasco
maduro de los edificios le transmitió la seguridad de que tendría sexo con un
extraño. Aguardó alegremente el momento orgásmico y no quedó defraudada por Valerio,
el del nombre de emperador.
Supo que debía dirigirse hacia el sur, lo más al
sur posible, hacia el último confín de esa tierra, donde es acotada por el mar.
Hizo un alto en Ravello, en la cima de los
acantilados. Con el panorama del golfo visto desde la Terraza del infinito,
tuvo una intuición metafísica y en el aire sintió la respiración del universo.
Pasó delante de la hilera de bustos ignotos que se
apoyaban sobre el parapeto, las facciones desgastadas por las caricias de los
siglos, algunos sin nariz, otros con los rasgos esfumados en perfiles
andróginos.
La vida era un escultor nada compasivo, ella había
obtenido instantes fugaces de una felicidad moldeada a martillazos.
Durante un crepúsculo vehemente, de vino oporto
derramado, comprendió que no llegaría hasta el sur del sur. El mar, allá abajo,
golpeando las piedras en una letanía fúnebre, así se lo informaba. Ella
permaneció atenta, pero el mensaje había terminado, igual que su viaje.
Se estaba bien en el templete de Dionisio, leyó la
inscripción en latín del poeta Catulo grabada en el friso, que afirmaba o
preguntaba, si había algo mejor —después de haber hecho el propio trabajo, ya
con la mente libre de preocupaciones y cansado por las labores— que volver a casa y
descansar en el lecho tan deseado.
Esa frase también era para ella. Se apoyó en la
balaustrada y vio como la noche, con su belleza fraguada de misterios, poseía
pausadamente al mundo.
© Mirella S. — 2015 —
De la comedia musical "Rugantino", voces de Lando Fiorini y Ornella Vanoni