Se lo conté, él no me
creyó, ni cuando le dije que iba a mostrarle los recortes de los diarios. Están
guardados, apenas me sienta mejor los voy a buscar. Tenía trece años entonces,
imaginate, toda una vida. Mejor dicho: toda mi vida, qué desperdicio. Él no lo
sabía. Vos tampoco, hija, nadie de acá lo sabe, los que lo saben están muertos
o se quedaron en el pueblo y ni lo recuerdan. Lo callé, no quería que pensaran
que me mandaba la parte.
Y los recortes también
habrán tomado el color de lo viejo, así como yo me llené de arrugas y de canas.
Deben estar en el bolso donde guardo tantos cachivaches, mis recuerdos, no sé
para qué. Bueno, al final son pedacitos de mi vida y me da pena tirarlos. Los junto
y los meto en ese bolso que traje cuando vine a Buenos Aires. Está arriba del
ropero, hace un montón que no lo bajo, entre el reuma y que engordé no puedo
andar subiéndome a una silla.
Espero que vos me creas
si te digo que mi nombre apareció publicado en los diarios, con foto incluida: “Paulina Robles, que a los trece años…” No me mires igual que tu
padre, él puso esa misma cara, con los ojos oscurecidos por el desprecio y el
alcohol, ahora que se le dio por tomar de nuevo.
Como lo estás oyendo:
salí en los diarios y en un noticiero de televisión que conducía una
periodista con doble apellido, de moda en esa época. Ella viajó hasta el pueblo,
me hizo una entrevista y dijo que era una heroína de trece años. Nosotros no
teníamos tele y no pude verme. A cada pregunta me ponía más colorada, miraba
la punta de mis alpargatas y ella, para tranquilizarme, me acarició el
flequillo, imposible de acomodar con este pelo duro y lacio que Dios me dio.
Las palabras se me atragantaban, terminé moviendo la cabeza para decir que sí
o que no y ella dijo a la cámara que era una chica
muy introvertida. Fijate cómo me acuerdo de una palabra tan difícil, hoy
todavía no sé bien qué quiere decir. La repetí varias veces, así no me la
olvidaba.
En el colegio pasaba de
grado raspando, la maestra decía que vivía en las nubes, que hubiera podido
rendir más. En Lengua me esmeraba, mi sueño era ser secretaria, atender el
teléfono, escribir cartas a máquina, usar trajecitos y zapatos con taco aguja, esa fue mi ilusión. Tampoco lo sabías. De mis cosas no hablo, introvertida
querrá decir eso. La palabra sonó importante y me hizo creer que era distinta a
la gente del pueblo. Sin la sensación de no encajar en ningún lado que tuve siempre, sólo distinta, en un sentido lindo, y por qué no, con un destino
mejor.
Estoy cotorreando
demasiado, lo sé, el médico dijo que no debía agitarme, sé que me van a llevar
al hospital. Nadie me lo dijo. Lo sé y basta. Antes de que venga la ambulancia
me gustaría contarte lo que hice a los trece años. Por lo menos que uno de mis
hijos lo sepa.
De chica te parecías a
mí, después cambiaste, te fuiste, hiciste tu vida. Yo también me largué
del pueblo a los quince con la prima Fanny, que era mayor. Como te decía, mi
sueño fue ser secretaria, hablar por teléfono, que para los que veníamos del
campo era un aparato mágico, servir el café a los jefes, usar tacos altísimos,
igual que las actrices de las viejas películas que vi en el cine de la parroquia.
Qué hermosas: el pelo con ondas y unas increíbles cinturitas de avispa. Claro,
a mí los trajes entallados no me hubieran quedado bien, ya de piba tiraba a
retacona, pero los sueños, como las películas de la parroquia, eran gratis.
¿Ves? Perdí el hilo,
siempre me costó contar algo. Los recortes de diario, sí, allí está la
historia, con fotos mías, de la familia, de lo que quedó del rancho. Hasta me
pusieron en la tapa de uno con títulos en negro: “Paulina rescata a sus hermanitos de las llamas”; y en otro: “Nena de trece años arriesga su vida y salva
a sus cinco hermanos”.
Mamá, en cuanto se le
pasó el susto, se puso en campaña y trató de sacar alguna tajada. Lloró delante
de la cámara y dijo que en pleno invierno íbamos a tener que dormir debajo de
un árbol. Del rancho sólo había quedado un aro de tierra ennegrecida y de los pocos
muebles, una montañita de cenizas.
Gracias a ella nos
mandaron colchones, frazadas, maderas y tu abuelo pudo construir una casa decente,
con una pieza para mis hermanos. “No hay mal que por bien no venga”, solía
decir, con esa resignación que fue mi herencia. ¿Que si no tuve miedo? Seguro
que lo tuve. Si cierro los ojos veo las llamas envolviendo el rancho, rojas,
largas y afiladas como cuchillos, con la cresta oscura del humo.
Había ido al arroyo a
lavar y los viejos estaban trabajando en el campo de don Cosme. Cuando me di
cuenta del humo empecé a correr. Al ver que el fuego casi lamía el techo de
paja, pensé que era tarde. Me pareció oír un grito y ahí fue como si un
remolino de viento me empujara, era puro instinto, con todas mis fuerzas le di
una patada a la puerta y entré a pesar del terror salvaje que me mordía por
dentro. No sé cómo salté a través de las llamas y los saqué, salía y volvía a
entrar y me acuerdo que al dejar al último sobre la tierra pisada del patio, me
puse a contarlos para ver si estaban todos. A veces creo que no me pasó a mí,
que quien corría a través del fuego era otra ¿de dónde podía venirme ese
coraje?
En fin, la fama duró
poco, pronto dejé de ser una novedad y nadie se acordó más de la pequeña
heroína.
Ya estará por llegar la
ambulancia, si se te hace tarde por mí no te entretengas. No te estoy echando, en
eso sos igual que tu padre: yo digo una cosa y él entiende otra. La vez que nos
conocimos no le di bolilla y él no paró de perseguirme. En aquel momento por mi
cabeza daban vueltas muchas preocupaciones, había tenido que dejar el curso de
dactilografía porque no lo podía pagar. Pero no perdí la esperanza de volver a
oír el estruendo de tantas máquinas que tecleaban al mismo tiempo en el salón
enorme donde estudiaba.
Después que te tuve a
vos, comprendí que ese sueño no era para mí. Me conformé, como mi padre o el
tuyo, me dije que algunos sólo podemos recorrer un trecho cortito de la
esperanza. Así que agaché el lomo y trabajé limpiando y cocinando para otros,
mientras los veía a vos y a tus hermanos crecer en los pocos ratos libres que tenía.
Estaba muy cansada para disfrutarlos a ustedes, siempre con la intranquilidad
de cubrir las necesidades.
Vos sabés que tu padre tiró
la toalla, se embruteció con el vino y se mandó mudar. Ahora que no tiene donde
caerse muerto, volvió. Al principio estuvo hecho una seda y consiguió algunas
changas. En seguida mostró la hilacha de nuevo, armando un escándalo por
cualquier pavada. Aguanté por costumbre, aguanté hasta hoy, que me gritó: no servís
para nada, vieja de mierda. Me gritaba, sos una inútil, ni para traer unos
mangos servís. Todo porque no fui a trabajar, es el reuma que no me deja ni
moverme. Entonces algo me explotó por dentro, no pude bajar la cabeza
y callarme. Le conté lo del incendio, que había pasado a través del fuego. Se
me rió en la cara con su voz ronca de borracho. No me importó, las palabras me
salían solas y le dije que le iba a refregar los recortes por la jeta. Se puso
como una fiera, revoleó una silla por el aire, me la partió en la cabeza y tirada
en el piso empezó a patearme. Pero me di el gusto, se lo dije.
Llegó la ambulancia, no me
quedan más fuerzas. Buscá los recortes, quisiera verlos de nuevo. Capaz que cincuenta
años después vuelvo a salir en los diarios: “Mujer
muerta a palos por su marido”. Por eso sería bueno que encuentres los
recortes y se los des a los periodistas, así saben quién fui, qué hice. Y para
que vos y tus hermanos tengan el orgullo de decir: mi madre fue una heroína.
©
Mirella S. — 2009 —
Foto de Raphael Guarino