Día uno: la ropa ya está alineada sobre la cama. La valija abre su
boca dispuesta a tragar lo poco que le ofrezco y se somete al mutismo del
candado. Cortar el gas y la luz, bajar las persianas y empezar el sueño del
viaje que, a veces, suele ser más bello que el viaje mismo.
¡Al aeropuerto! Ansiedad y trámites.
Ubicación: ventanilla. La ciudad se empequeñece, el río se inclina y abraza el
crepúsculo.
Llegada, más
trámites. Busco un taxi. Es blanco con una franja roja. El hostal está en un pasaje
que se ensancha en una plaza: un rectángulo de concreto salpicado con unas
plantas anémicas.
Día dos: escapo de la habitación, huele
a humedad. Un vidrio de la ventana luce un parche, como el ojo de un pirata; una
de las persianas es más corta que la otra: me tocó un ventanal tuerto y rengo.
El pan con almendras y pasas y la mermelada de naranjas amargas del desayuno,
me reconcilian con el hostal.
Día tres: descubro que el café del bar Armenia
tiene el sabor y aroma perfectos para mi gusto.
Salgo y en la calle me
recibe la aventura. Un hombre me sigue. Por encima de mi hombro, murmura frases
que, como letanías, habrá repetido infinidad de veces.
En la espera
roja de la esquina lo miro: es atractivo. Siento intriga ¿por qué me ha
elegido, qué habrá visto en mí? Tiene el acento madrileño, algunos años menos
que yo, que ando con la cara lavada, los jeans viejos, una camisola nada sexy.
Una turista ilógica con quien desplegar la seducción.
Continúa
hablando. Su “s” sonora le hace burbujitas en los labios, que imagino pródigos de
besos. Lleva las manos metidas en los bolsillos del pantalón y cada tanto saca una, que mueve
como para apartar algún obstáculo invisible. Apenas si presto atención a lo que
dice; cuando intenta tomarme del codo para cruzar la calle le echo un vistazo al perfil. Parece el espejismo de un pájaro. La
voz, que escucho como si fuera un rumor más de la calle, es una voz que regala
felicidad.
Día cuatro: finalmente, acepté verlo en el Armenia
esta tarde a las seis.
La mañana transcurre
lenta como si el reloj se hubiera vuelto perezoso. Del encuentro del día
anterior solo recupero la fuerza de su presencia.
Con desgano recorro
un amplio circuito. Por el Paseo de Recoletos llego al Pabellón del Espejo:
una especie de gazebo de vidrio donde hay sillas y mesas antiguas.
En el otro
extremo está sentada una familia. Los cerca un halo cinéreo que se expande en
su silencio, en la inmutabilidad de las cuatro caras. Un grupo de estatuas
expresando una postura resignada, gris como la piel de un elefante cubierta por
el polvo del mundo. Hasta los niños, con los ojos ya conformes, miran un futuro
establecido.
Pienso en el
que regala momentos de felicidad ocasional, la vida que le vibra en el cuerpo
entero y me siento igual a esa familia gris.
Día cinco: ayer, en el Armenia, él me tomó
las manos y en ese contacto me traspasó su vigor. El cielo se oscureció y
seguíamos allí, mis ojos tragados por los suyos, las manos en el cepo de sus
dedos. Hablé como en un confesionario.
Antes de irnos,
él anotó algo en una servilleta: era una dirección y una hora. Tómalo o déjalo,
dijo. Altanero, se levantó y salió a la noche. Me gustó verle esa arista
dura, del que parece arcilla y es roca firme.
Día seis: la servilleta
descansa en mi bolso. Recostada en la cama del hostal, miro el cielorraso. Del
plafón del techo cae una luz amortiguada por los insectos y polillas
prisioneros en su interior. En el plano de la ciudad la dirección corresponde a
un barrio viejo y bohemio.
Imagino un
edificio color azafrán en una callejuela cuesta arriba, el frente perforado por
balcones con rejas de hierro. Adentro hay escaleras de peldaños trabajados por
los pies del tiempo. Tendré que subir en caracol hasta el tercer piso. La
puerta se abre en cuanto me paro delante del número quince.
Un fantasma
empieza a materializarse. Damián
desplaza al madrileño, pero no totalmente. El alma es de Damián, el cuerpo del
otro. Dentro de mis ojos abiertos tengo el derecho de inventar lo que se me
antoje. Encontraré el alma de
Damián allí donde yo vaya.
La habitación
es pálida, desnuda, el único
mueble que resalta es la cama king size, con dosel de raso carmín, que hace
juego con el cobertor: un baldaquino inverosímil, sostenido por columnas
barrocas que parecen retorcerse en un orgasmo perpetuo. Hay cuadros sin colgar,
como si el madrileño-Damián aún no hubiera decidido dónde ubicarlos. En
nuestra casa en Palermo, yo me ocupé de la decoración, Damián no estaba para
esas nimiedades.
La luz entra
tamizada por unas cortinas de voile. Titubeando me quito el abrigo, elegí el
vestido negro, escotado. Soy un ángel oscuro en medio de tanta blancura. Voy
directo a la cama roja, un velero de sangre que navega en ese erial descolorido.
En el ambiente
rebota la voz morosa de Nora Jones, que tanto le gustaba a Damián.
Cierro los
ojos y ya no estoy ni en el hostal ni en la habitación del desconocido. Voy a
la casa de Palermo, vacía de muebles y de Damián. Ese mismo día proyecté este
viaje, que me costó largos meses concretar. Y ahora estoy sopesando la
posibilidad de recibir mi cuota de jolgorio sin amor. ¿Me alcanzará el cuerpo
del madrileño? Acaso pueda darme algo distinto. Quién sabe. Siempre esperando
más de lo que hay.
Cuando le
pregunté por qué yo, él me clavó esos ojos que se apoderan de todo lo que miran
y contestó: porque necesitas olvidar. Bueno, pensé, me encontré con un demiurgo
bienhechor de la multitud de mujeres solitarias y abandonadas que pululamos por
el mundo. Después de todo, la vida no es tan insensible y manda alguna
compensación.
Quisiera que
fuese el séptimo día de este viaje y leer lo que escribí sobre el apartamento
número quince. Saber si atravesé el umbral de lo consuetudinario. Si conseguí
sacudirme el gris, ese mismo gris que cubría a la familia del Pabellón
del Espejo. Si me desprendí del alma de Damián, para que algún día sea solo un nombre dentro de una casa deshabitada, que también dejó de existir.