miércoles, 23 de octubre de 2019

Un castillo de letras




Hubo una época pretérita en la que el lenguaje no existía. Lo fue construyendo el ser humano, porque le aterraba que el tiempo fuera mudo.

Laura desliza los dedos por el lomo de los libros y se le constriñe la garganta. Desde el pecho asciende una punzada de dolor.

Siempre hay que remontarse a los orígenes de cualquier actitud o propensión, por insignificante que parezca. Allí está la herencia sin testamento que se recibe de los ancestros.

Su madre le había dicho que durante el embarazo había leído continuamente y que, a los pocos meses de nacida, le relataba cuentos. Eran su canción de cuna. Más tarde, en sus primeros años, le mostraba imágenes coloreadas que le aclaraban las tramas de  aquellos “Había una vez…”

En la boca de la madre resonaban palabras magnéticas, que la seducían y también la asustaban por el enigma de su significado. Apenas supo reconocer las letras ella sola deletrearlas fue su juego favorito, lo prefería a las muñecas o a corretear por la plaza.

Con las metáforas llegó a entender lo que de otro modo hubiera sido incomprensible. Creció, amó y maduró entre el terciopelo añejo de sus páginas.

Laura se asombra de que todavía le queden reminiscencias tan lejanas. Hay días, cuando mira los estantes repletos de volúmenes, cree que son invenciones para no aceptar la realidad. ¿Cuál? ¿Fue su madre quien le inculcó el amor por la lectura? Ahora no lo puede afirmar con certeza. No la reconoce cuando la llama para comer. Quizá sea una enfermera y su madre haya muerto, igual que su padre, porque el único hombre que la visita usa un ambo azul.

Al mirarse en el espejo ve una cara sin tiempo. Así imagina a las protagonista de las miles de novelas que sus ojos devoraron para nutrir el alma. Tiene en la mirada la quietud animal de la resignación, pero en el interior de su cuerpo todavía late el anhelo de saber.

Camina a lo largo de la biblioteca que roza el techo del cuarto. Duerme en un baluarte de libros que forman un castillo de papel y polvo. Observa los títulos, los pronuncia a media voz, no recuerda las historias ni las reflexiones que contienen. Para Laura dentro de esas tapas hay hojas en blanco.

Te convertiste en la más grande coleccionista de la ciudad, así le dice su madre, o quien fuese, pero no retiene una sola línea de lo que acaba de leer.

Es probable que vayas olvidando palabras, dijo el hombre de azul, aunque ya no está segura. Tal vez todo esto sea parte del argumento de la novela que siempre quiso escribir.



 ©  Mirella S.   — 2019 —




Escultura hecha con hojas de libros de Su Blackwell




lunes, 14 de octubre de 2019

El demiurgo

Arte digital de Wojciech Grzanka


Día uno: la ropa ya está alineada sobre la cama. La valija abre su boca dispuesta a tragar lo poco que le ofrezco y se somete al mutismo del candado. Cortar el gas y la luz, bajar las persianas y empezar el sueño del viaje que, a veces, suele ser más bello que el viaje mismo.
¡Al aeropuerto! Ansiedad y trámites. Ubicación: ventanilla. La ciudad se empequeñece, el río se inclina y abraza el crepúsculo.
Llegada, más trámites. Busco un taxi. Es blanco con una franja roja. El hostal está en un pasaje que se ensancha en una plaza: un rectángulo de concreto salpicado con unas plantas anémicas.

Día dos: escapo de la habitación, huele a humedad. Un vidrio de la ventana luce un parche, como el ojo de un pirata; una de las persianas es más corta que la otra: me tocó un ventanal tuerto y rengo. El pan con almendras y pasas y la mermelada de naranjas amargas del desayuno, me reconcilian con el hostal.

Día tres: descubro que el café del bar Armenia tiene el sabor y aroma perfectos para mi gusto.
Salgo y en la calle me recibe la aventura. Un hombre me sigue. Por encima de mi hombro, murmura frases que, como letanías, habrá repetido infinidad de veces.
En la espera roja de la esquina lo miro: es atractivo. Siento intriga ¿por qué me ha elegido, qué habrá visto en mí? Tiene el acento madrileño, algunos años menos que yo, que ando con la cara lavada, los jeans viejos, una camisola nada sexy. Una turista ilógica con quien desplegar la seducción.
Continúa hablando. Su “s” sonora le hace burbujitas en los labios, que imagino pródigos de besos. Lleva las manos metidas en los bolsillos del  pantalón y cada tanto saca una, que mueve como para apartar algún obstáculo invisible. Apenas si presto atención a lo que dice; cuando intenta tomarme del codo para cruzar la calle le echo un vistazo al perfil. Parece el espejismo de un pájaro. La voz, que escucho como si fuera un rumor más de la calle, es una voz que regala felicidad.

Día cuatro: finalmente, acepté verlo en el Armenia esta tarde a las seis.
La mañana transcurre lenta como si el reloj se hubiera vuelto perezoso. Del encuentro del día anterior solo recupero la fuerza de su presencia.
Con desgano recorro un amplio circuito. Por el Paseo de Recoletos llego al Pabellón del Espejo: una especie de gazebo de vidrio donde hay sillas y mesas antiguas.
En el otro extremo está sentada una familia. Los cerca un halo cinéreo que se expande en su silencio, en la inmutabilidad de las cuatro caras. Un grupo de estatuas expresando una postura resignada, gris como la piel de un elefante cubierta por el polvo del mundo. Hasta los niños, con los ojos ya conformes, miran un futuro establecido.
Pienso en el que regala momentos de felicidad ocasional, la vida que le vibra en el cuerpo entero y me siento igual a esa familia gris.

Día cinco: ayer, en el Armenia, él me tomó las manos y en ese contacto me traspasó su vigor. El cielo se oscureció y seguíamos allí, mis ojos tragados por los suyos, las manos en el cepo de sus dedos. Hablé como en un confesionario.
Antes de irnos, él anotó algo en una servilleta: era una dirección y una hora. Tómalo o déjalo, dijo. Altanero, se levantó y salió a la noche. Me gustó verle esa arista dura, del que parece arcilla y es roca firme.

Día seis: la servilleta descansa en mi bolso. Recostada en la cama del hostal, miro el cielorraso. Del plafón del techo cae una luz amortiguada por los insectos y polillas prisioneros en su interior. En el plano de la ciudad la dirección corresponde a un barrio viejo y bohemio.  
Imagino un edificio color azafrán en una callejuela cuesta arriba, el frente perforado por balcones con rejas de hierro. Adentro hay escaleras de peldaños trabajados por los pies del tiempo. Tendré que subir en caracol hasta el tercer piso. La puerta se abre en cuanto me paro delante del número quince.
Un fantasma empieza a materializarse. Damián desplaza al madrileño, pero no totalmente. El alma es de Damián, el cuerpo del otro. Dentro de mis ojos abiertos tengo el derecho de inventar lo que se me antoje. Encontraré el alma de Damián allí donde yo vaya.
La habitación es pálida, desnuda, el único mueble que resalta es la cama king size, con dosel de raso carmín, que hace juego con el cobertor: un baldaquino inverosímil, sostenido por columnas barrocas que parecen retorcerse en un orgasmo perpetuo. Hay cuadros sin colgar, como si el madrileño-Damián aún no hubiera decidido dónde ubicarlos. En nuestra casa en Palermo, yo me ocupé de la decoración, Damián no estaba para esas nimiedades.
La luz entra tamizada por unas cortinas de voile. Titubeando me quito el abrigo, elegí el vestido negro, escotado. Soy un ángel oscuro en medio de tanta blancura. Voy directo a la cama roja, un velero de sangre que navega en ese erial descolorido.
En el ambiente rebota la voz morosa de Nora Jones, que tanto le gustaba a Damián.
Cierro los ojos y ya no estoy ni en el hostal ni en la habitación del desconocido. Voy a la casa de Palermo, vacía de muebles y de Damián. Ese mismo día proyecté este viaje, que me costó largos meses concretar. Y ahora estoy sopesando la posibilidad de recibir mi cuota de jolgorio sin amor. ¿Me alcanzará el cuerpo del madrileño? Acaso pueda darme algo distinto. Quién sabe. Siempre esperando más de lo que hay.
Cuando le pregunté por qué yo, él me clavó esos ojos que se apoderan de todo lo que miran y contestó: porque necesitas olvidar. Bueno, pensé, me encontré con un demiurgo bienhechor de la multitud de mujeres solitarias y abandonadas que pululamos por el mundo. Después de todo, la vida no es tan insensible y manda alguna compensación.      

Quisiera que fuese el séptimo día de este viaje y leer lo que escribí sobre el apartamento número quince. Saber si atravesé el umbral de lo consuetudinario. Si conseguí sacudirme el gris, ese mismo gris que cubría a la familia del Pabellón del Espejo. Si me desprendí del alma de Damián, para que algún día sea solo un nombre dentro de una casa deshabitada, que también dejó de existir. 


©  Mirella S.   — 2013 —



Es un relato que publiqué a los pocos meses de abrir el blog,
era más largo y le hice unas cuantas correcciones. 
Lectores de esa época quedan pocos, así que
aquí va nuevamente, como si fuera un estreno.




jueves, 3 de octubre de 2019

La voz del violín




Está inquieta, duerme de un modo entrecortado y cuando abre los ojos cree ingresar en una realidad de sueños.

La figura alta, con la delgadez de un álamo, aparece en medio de brumas. Ámbar no discierne si es un recuerdo o una alucinación. Dejó de verlo cuando era niña, hace ya demasiado tiempo.

Él, su padre, un día tomó el violín y caminó en busca de la música, su único amor. Esa fue la historia que le contó la madre: las frases caían de sus labios filosos cargadas de rencor. Comenzaron a odiarlo juntas.

La mujer amarga, que enroscada en su resentimiento se ocupó de criarla con desgano, ya ha muerto. Ámbar vive sola en la casa seca y vacía, como lo fueron sus moradoras. No le encuentra sentido pensar en él después de tantos años, tampoco comprende la tenacidad del desasosiego.

De pronto escucha una vibración abrupta, como si proviniera del cielorraso. Es recurrente, se asemeja a un llamado.

Persigue la ruta del sonido que la conduce al ático. Abre la puerta, el olor a moho y a encierro la golpea como una cachetada. El sonido se ha hecho música exquisita, llena de variaciones. Es el de un violín.

Camina hasta un estuche polvoriento. Allí está, el arco se mueve sobre las cuerdas. La música le habla, el violín le cuenta una historia, otra historia: la de su padre. Intuye que ha muerto recientemente, cuando empezó el insomnio, la perturbación. El violín es la voz del padre.

Cada nota ejecutada por el instrumento es una palabra que se enlaza con otra y le dice que él nunca la olvidó. Había partido no por amor a la música, sino por amor a una mujer. El violín quedó en el altillo, custodiado por el rencor de su esposa, que no le permitió llevárselo ni ver más a Ámbar.

El arco frota las cuerdas y exhala un trémolo, como el de un sollozo. Luego se eleva, pausado, en agudos que tienden una línea certera en el aire, un puente para unirla al hombre alto. Un puente compasivo que pide y da perdón, una absolución final donde cada uno ocupa el lugar que le corresponde.

La música se enreda en los desperdicios que yacen en el cuarto, bajo capas de cenizas de años mal vividos. Ámbar cruza las manos sobre el pecho, el corazón palpita, suave, dócil. Percibe que el odio se desvanece.

El violín no se detiene, hay algo más que quiere decirle, es sobre su madre. Las notas construyen otro puente, otro perdón, para que Ámbar sea, por fin, libre.



(429 palabras)




©  Mirella S.   — 2019 —