El cuaderno, clausurado por
telarañas y polvo, cayó al piso mientras Emiliano removía el estante alto del placar
del dormitorio. Lo alejó con el pie, su atención puesta en destrabar la tabla.
La cabaña estaba en peores condiciones de lo que le había parecido cuando la
vio por primera vez. Él se las ingeniaría en convertirla para Lola en su hogar soñado.
Era habilidoso y rápido. Lola
llegaría en tres semanas. Iba a sorprenderla, sabía sus gustos: mucho color
marfil. A las puertas, las contraventanas y al exterior de troncos les lavaría
la cara con una buena capa de barniz. Y dignificar la madera de los pisos con
una pulida a fondo.
Dos habitaciones, una cocina
angosta y una esquirla de baño: es todo lo que te permite tu presupuesto, por
algo se empieza, se dijo. El moño del regalo va a ser el panorama, las montañas
verde azul de la precordillera y el bosque, con la luz de la tarde que se
estanca en los pinos. Hasta conseguiste un laburo y pronto vendrá Lola, qué más
podés desear.
La primera semana fue de
rasqueteo, lijar mugre y pintura, que de tan vieja se caía como una cáscara,
desnudando las piedras angulosas que revestían las paredes del comedor.
A quién se le habría ocurrido
pintar esas lajas, le daban un toque rústico al interior. Pero a medida que las
limpiaba vio las grietas que atravesaban las piedras. Emiliano las recorrió con
los dedos y sus yemas temblaron ante el contacto, como si percibieran la vibración
de algo vivo que salía de ellas.
A la noche, con la fatiga
estrujándole los músculos, se metió en la bolsa de dormir. Los ojos no querían cerrarse,
vueltos hacia la negrura infranqueable del cielo patagónico.
Se olvidó del cuaderno, hasta
que las pajas de la escoba golpearon algo duro y Emiliano se agachó para ver: a
las telarañas se le habían pegado escamas de pintura, formando un nido. Lo
sacudió y asomaron unas tapas arqueadas por la humedad. Les pasó un trapo y
abrió el cuaderno.
Las hojas tenían el color y la
consistencia del cuero; de las rayas brotaba una letra desvanecida en el tiempo.
Había algunas fechas, como si fuese un diario, pero sin el año. Lo apoyó en el
cajón de manzanas que le servía de silla y lo hojeó a la hora del sándwich. Lo
que leyó le resultó misterioso.
No pudo darse cuenta si lo
escribía un hombre o una mujer. Seguramente una mujer, los hombres en el mundo
de Emiliano no se dedican a escribir diarios, acá hay que laburar, este
palabrerío no sirve para llenar la olla.
Esa tarde hizo varios recreos;
permanecía junto a la ventana del oeste y miraba, sin ver, la silueta de los
pinos contra un cielo violento de nubes. Después de la cena austera, recorrió
varias veces los escasos cuarenta metros cuadrados de la vivienda y trató de descifrar
la inquietud que lo llevaba a esa inercia. Voy a ponerme las pilas, mañana lo
dedicaré a las rajaduras y si no quedan bien, no habrá más remedio que pintar. Tonos
marfil, para Lola.
Por fin se acostó, acercó el
sol de noche y abrió el cuaderno:
“17 de mayo. Sigo en el intento
de descubrir aquello que está en mí y digo que no soy. Que me constituye pero al
que no tengo acceso, como si estuviera prohibido (¿por mí?).
Si lo logro cabe la posibilidad de que las verdades que diseñé
minuciosamente se derrumben, entonces quedaré suspendida en el aire, sabiendo
que en cuanto pierda concentración o abandone el control caeré en un limbo, permaneciendo
en un estado como el del sueño, donde todo es permitido porque se olvida…”
Era una mujer nomás, una de
esas colifatas tragalibros a quien el aire de la montaña había trastornado. Emiliano
apartó el cuaderno igual que si fuera una alimaña peligrosa.
Qué embromar, a mí me importan
las cosas de todos los días, no me hago preguntas que no sé contestar, soy
práctico, un flaco común, sin pajaritos en la cabeza, como polenta y arroz para
ofrecer a Lola lo mejor que esté a mi alcance y quiero transformar esta casucha
vieja y solitaria en algo tibio. Mi única preocupación es cómo voy a pagar el
préstamo. Soy lo que soy y no me interesa saber lo que no sé que soy. No tengo tiempo.
Emiliano sintió un furor
ardiente, desconocido en él, siempre tan manso. Miró el cuaderno que yacía en
las sombras, no le pudo echar la culpa de su rabia.
Avanzó poco en el trabajo. La
demora provenía de las fisuras: se habían agrandado y por más que les metía la
mezcla, que empujaba con la punta de la cuchara para llegar hasta el fondo, el
relleno parecía ser absorbido por una boca ávida y no conseguía llevarlo al
nivel de la pared. Hasta que la mezcla se le acabó y las grietas siguieron
expuestas. Heridas que no cicatrizaban. Las entrañas de las rajaduras están
vacías, tienen hambre y yo les doy mi
comida. Empezó con la pintura en el comedor. Al blanco de la lata le agregó un
chorrito de ocre. Mientras lo revolvía vio que iba a quedar muy oscuro. Un
asqueroso color mierda. ¡Sobre llovido, mojado! gritó con voz ronca. Pintó
furiosamente tres paredes, lo voy a aclarar con la segunda mano, dijo. Abandonó
antes de lo previsto y fue a sentarse en un tronco en la parte de atrás de la
casa. Sostenía el cuaderno, no recordaba haberlo tomado. Leyó:
“8 de junio. No hay verdades sino
microscópicas construcciones mentales, ladrillos apilados de un muro que me preserva
y le da sentido a cada acto, a cada afirmación (o negación). ¿Qué pasa si los
ladrillos se desmoronan?
Tengo pánico por todo lo que pueda destruirse, pero también por lo
inmutable. Habría un abismo negro que me tragaría, quedando a merced del vacío
(vuelve la extorsión del vacío). Esporádicamente tiro algunos ladrillitos, los
reemplazo por otros, y después del dolor que me dejó el pico o la maza al
derribarlos, sobreviene esa felicidad absurda, porque me digo (y le digo al
mundo): hice trizas lo que se cristalizó, me transformé, soy algo nuevo.
Otras reglas, otro orden, otras mentiras (siempre la misma estructura)...”
Emiliano, con una opresión en
el diafragma, entró en la casa, miró el horror de las paredes. Si me apuro todavía
lo puedo arreglar.
Sin embargo, el resto de la
tarde merodeó adentro y afuera de la casa, sin tocar nada. Los bordes de los
objetos por momentos se esfumaban y en otras ocasiones chocaban contra su
cuerpo. La casa no me quiere, pensó, la casa pertenece a la mujer del cuaderno.
Bajó al pueblo, entró en el
único locutorio y mandó un mail a Lola. “No avanzo en los arreglos, la cabaña tiene
más problemas de los esperados, no sé si estará lista para la fecha que
pensamos. Creo que voy a tener que trabajar en la maderera antes. No vengas por
ahora. Te extraño.”
Abrió algunos de los muchos mails
de Lola, con sus emoticones sonrientes y florcitas. Leyó frases sueltas, la
boca apretada y el corazón frío como un molusco.
Dio una vuelta por el pueblo,
hubiera querido preguntar a alguien sobre la cabaña, por la mujer que había
vivido allí. Al ferretero, tal vez, un hombre viejo y conversador. Necesito más
pintura blanca ¿me la fiará? Mañana voy a la maderera, trabajo unos días, pido
un adelanto.
Con la cara hosca tomó el
camino que subía hacia las afueras y lo arrastraba hasta la casa. Hasta el
cuaderno.
“29 de agosto. El aislamiento y el desarraigo, no sé en qué orden, labran estas frases en una lengua que no es
la mía, que aprendí laboriosamente. Da lo mismo cuál use, para ciertas
intuiciones no hay idioma, incluso las palabras estorban y nunca terminan de
decir lo inexplicable.
Sin darme cuenta resbalé de una
ciudad a otra, bajando de un hemisferio al otro, de lo pequeño y ordenado hasta
casi los confines de la tierra, que resultaron tan vastos que ahogan más que
los canales de Ámsterdam.
El espacio, todo este espacio para una mujer sola, en esta casa, con mi vaca,
los pollos y dos perros sarnosos. Ah, y la montaña sagrada, su cuerpo
irrefutable que se acerca al cielo y establece la última frontera que deberé
acatar…”
Por la mañana no se levantó al
amanecer según lo había planeado para hablar con el capataz. De pronto la casa era
un útero que lo cobijaba y también lo atrapaba. Nunca se había puesto a reflexionar
sobre sí mismo, a verse como si estuviera mirándose desde una ventana. Es la
soledad, la falta de Lola lo que te ablanda el cerebro. Entonces se dio cuenta de
que hacía días que no pensaba en Lola.
Una tarde tuvo frío, no el del
invierno (era un febrero tibio), otra clase de frío. Limpió la chimenea que
estaba en la cuarta pared del comedor, la que había quedado sin pintar y aún exhibía
las piedras mohosas. Juntó ramas y el fuego crepitante le produjo una imprevista
alegría, la alegría primitiva y cándida de cuando sos un pendejo y te creés
todo lo que te dicen los adultos, ellos son los que saben, los que te enseñan
cómo tenés que ser. La intrincada danza de las llamas, el calor que esparcían, el
grato aroma de la madera al quemarse barrieron las preocupaciones de ser
grande.
Ya había ido al pueblo para enviar
un mail a Lola, sin besos ni nostalgias, un escueto no vengas, estoy atrasado. Emiliano.
Leyó el cuaderno entero.
Seguía sin captar su contenido, pero cosas nuevas circulaban por los intestinos
de su mente.
“16 de octubre. Cuando se dice salir al mundo ¿a cuál salgo, al de los
demás? Sí, pero como el caracol voy con el mío a cuestas. No salgo desde la
inocencia. Y desde mi mundo miro al de
los demás. Amo a los que se me parecen o escapo si están en mis antípodas. Lo
diferente, lo que no entiendo, me da miedo.
¿Cómo será ver desde los ojos de los otros? No a partir de la ínfima
comprensión que consigo tener, sino con la más absoluta insensibilidad, que se
convierte en una sensibilidad suprema porque me aísla de la contaminación de
mis emociones, de las oscuridades caóticas que me dominan…
Si esto hubiera sido factible, si no hubiese mirado desde el anhelo de
mis ojos, no habría traído a estas tierras mis bulbos de tulipanes, impropios
ya de tanto viajar y no los hubiera sometido al exilio que me impuse…”
Emiliano buscó dentro de la
mochila y sacó una birome. Aún había hojas sin escribir en el cuaderno. Con su
letra despareja, anotó:
“12 de febrero. El desarraigo de los tulipanes me acerca a la tierra,
también a esa mujer que quiso plantarlos…”
© Mirella S.
— 2011 —