Se agita en círculos sorteando
el sofá, los sillones, la mesita con la lámpara.
Cada tanto se detiene, levanta el
brazo y mira el reloj pulsera. Con la uña del índice, pintada de un color
lacre reluciente, le aplica unos pequeños golpecitos, como si quisiera ayudar a
las agujas en su avance. Después prosigue su recorrido circular pero en
sentido inverso. Pasa frente al espejo y se acomoda el mechón lacio,
impertinente. En otra pasada verifica el labial, la chalina que le
envuelve el cuello.
Le surge la necesidad de un
cigarrillo. Descarta la idea, no quiere arruinar su aliento a caramelo ni
volver a retocarse los labios.
Se está demorando mucho,
les va a quedar menos tiempo. Es un egoísta, lo hace
a propósito, para que la ansiedad me consuma, piensa, igual que
consume a la protagonista de la novela que sigue cada noche.
Pero el amor o eso que los une y
los aleja, es banal, inconsistente, además de adictivo y despreciable. El
goce está en la oscuridad de no saber, en la sensación de
que nada es suficiente.
En cuanto él llega, no hay más
que hastío, la repetición de rituales. Finalmente la indiferencia. Hasta
el próximo tiempo del reloj detenido y esa succionadora incertidumbre de la
espera.
© Mirella S. — 2011 —
Muy buena entrada. Una mujer y su espera, bien presentadas y desarrollada con las palabras justas que dan a entender la ansiedad y el hastío final.
ResponderEliminarmariarosa
Gracias María Rosa, hice una pasadita por tu espacio, pero tengo que visitarte con más tiempo. Esa es la forma de respeto que se merece el esfuerzo que hace alguien que escribe.
EliminarUn abrazo.