Si te soñé, fuiste tan real como si ahora estuvieras nuevamente sentado frente a mí. Sí, te
soñé, pero también pude sentir la caricia de tu vello bajo las yemas y mis
dedos te bordaron la piel como un encaje.
El tiempo, en su
inmutable transcurrir confunde, hace que lo que fue concreto, tangible, sea una
imagen, juegos de la mente.
Apareciste en
una época en que veía lo gris con gratitud, una confirmación de que no debía
esperar otra cosa de la vida. Me costó creer que alguien como vos, con tu cara
de estar subido a un barrilete, los ojos que querían comerse el sol de la
tarde, se fijara en mí.
Me habías visto antes
en ese bar, me dijiste, pero yo estaba siempre absorta en mi cuaderno,
escribiendo. Ese día noté tu presencia porque mi mirada vagaba indecisa por el
local. Las palabras se habían atascado en las cisuras del cerebro y me quedé
muda por dentro.
Estabas en la
mesa contigua, girado hacia mí. Te reías con los ojos, oscuros como estanques
en una noche sin luna. La sonrisa, después, descendió a tu boca.
Ya no recuerdo
qué me preguntaste y me di cuenta de tu argentino forzado. Te contesté y sin
preámbulos ni consultas te pasaste a mi mesa, sosteniendo en alto el pocillo de
café.
Me contaste que
provenías de una ciudad pequeña del sur, que se derramaba por el flanco de una
colina hasta el mar Tirreno. En cambio yo era de un pueblito del norte, donde
comienzan los Apeninos. Me sentí torpe hablando en mi lengua natal, años sin
practicarla.
Sono Michele,
dijiste, extendiendo tu mano que estrechó la mía en un apretón fuerte, seguro,
un contacto que coloreó mi ominosa grisura.
De vos me han
quedado más los gestos que tus palabras, a pesar de que hablábamos
incansablemente en cada encuentro. Habías venido hasta aquí para hacer una
investigación sobre la Patagonia, la terminaste y antes de partir quisiste
conocer la capital. Te acompañé. Fue un abril casi tan cálido como un enero; el
cielo era a diario una superposición de domos en distintas tonalidades de azul.
Te miraba y
cuánto me gustabas: tu perfil de dios mitológico, el pelo hecho de leves
espirales cobrizas. El arco de tus piernas me producía ternura y aunque
nunca soporté caras barbudas junto a la mía, el cosquilleo de la tuya, corta,
algo rala, se adueñaba de mi cuerpo.
Fueron tres
semanas perfectas, precisamente por su brevedad. Perfectas e intensas, sin la
mínima mácula que le imprime el cansancio de lo cotidiano. Quisiste que
siguiéramos en contacto: yo no lo hubiera soportado. Ver cómo esa tela tan
bella que habíamos pintado juntos se iría deshilachando debido a la lejanía, a los
acontecimientos particulares de cada uno, era demasiado para mí.
© Mirella S.
— 2019 —