martes, 29 de enero de 2019

Aquel abril...




Si te soñé, fuiste tan real como si ahora estuvieras nuevamente sentado frente a mí. Sí, te soñé, pero también pude sentir la caricia de tu vello bajo las yemas y mis dedos te bordaron la piel como un encaje.

El tiempo, en su inmutable transcurrir confunde, hace que lo que fue concreto, tangible, sea una imagen, juegos de la mente.

Apareciste en una época en que veía lo gris con gratitud, una confirmación de que no debía esperar otra cosa de la vida. Me costó creer que alguien como vos, con tu cara de estar subido a un barrilete, los ojos que querían comerse el sol de la tarde, se fijara en mí.

Me habías visto antes en ese bar, me dijiste, pero yo estaba siempre absorta en mi cuaderno, escribiendo. Ese día noté tu presencia porque mi mirada vagaba indecisa por el local. Las palabras se habían atascado en las cisuras del cerebro y me quedé muda por dentro.

Estabas en la mesa contigua, girado hacia mí. Te reías con los ojos, oscuros como estanques en una noche sin luna. La sonrisa, después, descendió a tu boca.

Ya no recuerdo qué me preguntaste y me di cuenta de tu argentino forzado. Te contesté y sin preámbulos ni consultas te pasaste a mi mesa, sosteniendo en alto el pocillo de café.

Me contaste que provenías de una ciudad pequeña del sur, que se derramaba por el flanco de una colina hasta el mar Tirreno. En cambio yo era de un pueblito del norte, donde comienzan los Apeninos. Me sentí torpe hablando en mi lengua natal, años sin practicarla.

Sono Michele, dijiste, extendiendo tu mano que estrechó la mía en un apretón fuerte, seguro, un contacto que coloreó mi ominosa grisura.

De vos me han quedado más los gestos que tus palabras, a pesar de que hablábamos incansablemente en cada encuentro. Habías venido hasta aquí para hacer una investigación sobre la Patagonia, la terminaste y antes de partir quisiste conocer la capital. Te acompañé. Fue un abril casi tan cálido como un enero; el cielo era a diario una superposición de domos en distintas tonalidades de azul.

Te miraba y cuánto me gustabas: tu perfil de dios mitológico, el pelo hecho de leves espirales cobrizas. El arco de tus piernas me producía ternura y aunque nunca soporté caras barbudas junto a la mía, el cosquilleo de la tuya, corta, algo rala, se adueñaba de mi cuerpo.

Fueron tres semanas perfectas, precisamente por su brevedad. Perfectas e intensas, sin la mínima mácula que le imprime el cansancio de lo cotidiano. Quisiste que siguiéramos en contacto: yo no lo hubiera soportado. Ver cómo esa tela tan bella que habíamos pintado juntos se iría deshilachando debido a la lejanía, a los acontecimientos particulares de cada uno, era demasiado para mí.

No te acompañé al aeropuerto. Me asomé al balcón, agradecí a ese cielo crepuscular que gravitaba sobre mí el efímero fulgor que me había ofrecido. Y la antigua y familiar grisura, adquirió un matiz de plata.





©  Mirella S.   — 2019 —







lunes, 14 de enero de 2019

Medusa

Ilustración: Daria Hlazatova



Cuando él es capturado por sus viajes, la cama parece abarcar toda la habitación y soy una minúscula isla en el centro de tanta soledad. El desvelo germina en mis párpados y convoco al sueño relatándome historias, en las que siempre hay un hombre y una mujer que se acechan.
El hombre no es él ni la mujer soy yo. Para que duela menos les diseño caras que modifico cada noche. A veces las veo imprecisas, otras identificables. Las necesito, sin esas compañías no logro adormecerme. Invento situaciones, diálogos, los pronuncio en voz baja, como parlamentos de una novela de la tarde que la almohada irá absorbiendo.
Entrecierro los ojos e ingreso en la dimensión de los sueños, donde él y yo nos perseguimos por callejones sinuosos.
Es en esa realidad que recobramos nuestro aspecto: él, oscuro y sarcástico, con manos de halcón y una boca que muerde besos; yo, con el cuerpo firme por el hierro de mi voluntad, persisto en hallarlo en ese dédalo por el que deambulamos.
Sin embargo, he notado que mi apariencia ha ido mutando, tanto en mis fantasías como en mis sueños. Ella ahora se muestra siempre con la misma cara de ojos abismales, el pelo de Medusa, que culebrea en el aire nocturno. Y es él quien busca, mientras ella-yo nos ocultamos.
Dice —decimos— frases que no pertenecen a las historias que solía contarme. Noche tras noche ella es sol y yo una luna sin luz propia, apenas consigo el reflejo que su condescendencia quiera darme. 
Él también cambió, ha perdido su vuelo majestuoso y es un gorrión que pía sin hallar el nido. 
Su último viaje se prolonga, y en una comunicación plagada de interferencias, me avisa que las negociaciones se complicaron y no llegará a tiempo para nuestro aniversario.
Es entonces que la mujer nocturna se instala también en mis días. En flashes la veo que me observa desde una esquina o su cara aparece y desaparece en la multitud. Aparto los ojos para no convertirme en piedra.
Una mañana la presentí a mis espaldas. Giré imprudentemente y nuestras miradas se cruzaron.


Hay una mujer que me sigue, como si tuviéramos una cita impostergable. La encuentro en lugares a los que llego por pura casualidad. Está en el colectivo, en un café en la otra punta de la ciudad, en la fila del banco.
Tiene un aspecto luctuoso y las mejillas transparentes como pétalos de hielo. Esconde los ojos, los entorna cuando la descubro. No le doy importancia, estoy ocupada en los preparativos del viaje. Él me rogó que fuera, no sabe cuánto va a demorar y quiere que vaya. Dice que le falto, me prometió que no se irá más. Me da lo mismo, igual voy a dejarlo, pero no pienso perderme ese mar ni los paseos por las grutas con los ecos.
Hoy sucedió algo extraño, por primera vez la mujer fantasma me miró a la cara con ojos que empezaban a morir. También la miré y quedó petrificada, como una estatua.



©  Mirella S.   — 2014 —