—Sí, se fueron los cinco. Quizás alguno
vuelva —dijo su mamá.
Belén comprendió que lo decía para conformarla, porque ella temía que los
gatos se hubiesen perdido en la niebla proveniente de la laguna. Se acordó del
cuento de Hansel y Gretel, los dos
hermanitos que cuando fueron abandonados en el bosque tuvieron la precaución de
tirar guijarros para saber el camino de regreso. Pero la segunda vez tiraron
migas de pan, los pájaros se las comieron y quedaron solos en el corazón del bosque,
prisioneros de una bruja malvada.
Le habló a la mamá de esa historia que le había relatado la abuela, ella
sacudió la cabeza y le dijo:
—Hija, los gatos tienen olfato, instinto, si quieren volver, saben cómo hacerlo —lo dijo en un tono seco, Belén sabía que su mamá rogaba que los animales no aparecieran más. Decía:
—Cinco gatos es demasiado y si bien son independientes, hay que darles de comer.
—Hija, los gatos tienen olfato, instinto, si quieren volver, saben cómo hacerlo —lo dijo en un tono seco, Belén sabía que su mamá rogaba que los animales no aparecieran más. Decía:
—Cinco gatos es demasiado y si bien son independientes, hay que darles de comer.
Escuchó cuando la mamá le comentó a la abuela:
—Para colmo de males, los intrusos son un macho y cuatro hembras, que ya estaban todas preñadas. Tuve que hacer de tripas corazón para deshacerme de las dieciséis crías, porque los hombres se desentienden de esas tareas.
Belén lloró desconsoladamente.
—Para colmo de males, los intrusos son un macho y cuatro hembras, que ya estaban todas preñadas. Tuve que hacer de tripas corazón para deshacerme de las dieciséis crías, porque los hombres se desentienden de esas tareas.
Belén lloró desconsoladamente.
Había sido extraño que los gatos surgieran de pronto, los cinco juntos,
de la grisura de una noche también muy brumosa, asediando a la casa con sus
maullidos. Eran todos distintos: el macho tenía el pelaje a rayas igual que un
tigre y, según Belén, era un rey; la gata negra, con sus misteriosos ojos
amarillos, hacía pensar en las hechiceras; la tuerta era de raza y
color indefinibles, sin embargo la más demostrativa a la hora de pedir mimos;
la pelirroja se mantenía a cierta distancia, observando y la gris y blanca
parecía un trocito de niebla vuelto materia.
En cuanto vinieron de quién sabe dónde, se instalaron en el jardín de
adelante y nada los espantaba, ni los escobazos de la mamá o algún puntapié de
su hermano mayor cuando se le cruzaban entre las piernas. Belén, a escondidas,
les proveía de carne y leche extra.
Los quería a los cinco por igual, los gatos lo captaron al instante y al
volver del colegio siempre la esperaban fuera del portón.
Al cabo de un tiempo ya formaron parte del paisaje de la casa, como si
fueran otros enanitos de yeso en el jardín. No molestaban, salvo en las noches
de plenilunio, noches en que ofrecían un escalofriante concierto de maullidos.
—Uno se acostumbra a todo —había dicho la mamá—, a que estén o a que se vayan.
—Uno se acostumbra a todo —había dicho la mamá—, a que estén o a que se vayan.
En cambio Belén no. Luego que desaparecieron hacía guardia detrás de la
verja, los llamaba largamente: michi…
michi… sin obtener respuesta. La niebla parecía amortiguar cualquier ruido;
de tan densa ni la casa de enfrente se distinguía y las acacias de la calle
eran unas sombras difusas.
En las primeras noches, después de la partida de los gatos, la nena tuvo
dificultad en dormirse. Recordaba lo que oyera sobre la laguna, de cuántos habían desaparecieron en los días de neblina, atrapados por ese tul blanco sucio que
lo envolvía todo.
—Como una mortaja —había dicho la abuela.
Los chicos tenían prohibido andar solos por las calles y aún menos ir hacia el lado del agua. Su hermano mayor le dijo que en las cercanías del agua, el vapor de la niebla mojaba como una llovizna invisible, se metía en los ojos, en la nariz, llegaba hasta el cerebro y las personas perdían la orientación, se iban derechito a la laguna, enredándose entre las cañas o eran chupadas por el suelo pantanoso.
—Como una mortaja —había dicho la abuela.
Los chicos tenían prohibido andar solos por las calles y aún menos ir hacia el lado del agua. Su hermano mayor le dijo que en las cercanías del agua, el vapor de la niebla mojaba como una llovizna invisible, se metía en los ojos, en la nariz, llegaba hasta el cerebro y las personas perdían la orientación, se iban derechito a la laguna, enredándose entre las cañas o eran chupadas por el suelo pantanoso.
Y ella le creyó, porque su hermano iba a cumplir los trece y sabía
muchas cosas. También le contó que en los sauces que crecen en la orilla,
pululan los murciélagos, que duermen cabeza abajo, son ciegos y en las noches
de niebla, cada vez que alguien se pierde y se acerca a la laguna, los inmundos
lo presienten con un radar que tienen, se le tiran encima al pobre diablo y le
sacan los ojos. El hermano no supo decirle si era de pura envidia o si los
bichos creían que si se daban un atracón de ojos iban a recuperar la vista. —Son sólo especulaciones —le dijo el
hermano—, orgulloso de emplear una palabra que había aprendido esa semana, y
levantando el dedo índice concluyó: los
animales no piensan. La nena, con sus ocho años, no compartía la idea, para
ella los gatos eran inteligentes de verdad, tenían pensamientos. Por algún
motivo llegaron en medio de la niebla de abril; y que justo se fueran esa tarde
de setiembre, con una bruma así de tupida, no debía ser por casualidad.
Después que se fueron los gatos, la niebla persistió dos semanas más. Era
compacta como un merengue y hacia el mediodía, en cuanto se disipaba un poco,
los vecinos aprovechaban para salir, siempre sosteniéndose de unos cordones
fluorescentes que habían puesto en los bordes de las veredas.
De los cinco gatos ni noticias y Belén antes de acostarse,
indefectiblemente, entreabría la ventana y con voz de campanita de cristal,
repetía michi… michi… michi, hasta que el aire húmedo le producía tos y la
mamá, desde la cocina gritaba: es hora de
dormir y había que ir a la cama.
La noche anterior a que la laguna reabsorbiera la niebla y el mundo volviese
a ser cielo, tierra, sol y nubes, Belén soñó con la gata negra, la de los ojos
embrujadores, que con las uñas raspaba el vidrio de la ventana. También se oían
maullidos a lo lejos, que en el idioma gatuno querían decir vamos, despertate, te estamos esperando.
Ella abrió los ojos, se levantó, fue hasta la ventana y le pareció ver dos
puntos amarillos, que como linternas, traspasaban la neblina.
La casa estaba oscura y silenciosa. Belén salió a la calle en su camisón con florcitas azules y sintió el abrazo frío de la niebla que, de tan espesa, le
impedía verse las manos. Caminó con pasos cortos, inseguros, siguiendo el rumbo
marcado por los ojos de la gata negra. La nariz se le llenó de gotitas que
bajaban por su garganta y una constelación de rocío le perló las pestañas y se
deslizó por sus mejillas.
—Son las lágrimas de la niebla que llora a través de mis ojos —dijo Belén—, y rió ante esa maravilla. Pero la risa fue inaudible, como si rebotara en paredes de algodón.
—Son las lágrimas de la niebla que llora a través de mis ojos —dijo Belén—, y rió ante esa maravilla. Pero la risa fue inaudible, como si rebotara en paredes de algodón.
Los maullidos ahora se oían próximos y supo que los cinco estaban allí,
a su alrededor. La negra le prestaba los ojos luminosos a la pobre niña,
para que no se perdiese, para que pudiera llegar a la laguna y quedarse juntos
para siempre.
© Mirella S. -2010-
Imágenes sacadas de la Web
Algunos dijeron que era un cuento para chicos, otros dijeron que no.
Algunos arrugaron la nariz, otros dijeron ta' bueno...
Que cada uno saque sus propias conclusiones.