viernes, 8 de mayo de 2020

El espantapájaros y el arcoíris




El chico moderno le pregunta al abuelo:

—Abu ¿qué es un espantapájaros?

El viejecito sonríe, acariciándose el mentón.

—¿De dónde sacaste eso del espantapájaros?

—Lo vi en uno de los libros antiguos de tu biblioteca. Estaba aburrido, el juego electrónico se descompuso y tuve que suspender el torneo. No sabía qué hacer en la hora de la distracción y me entretuve con un libro de hojas amarillas y olor a polvo. Allí encontré la imagen de un monstruo que se llamaba espantapájaros.

El abuelo ríe bajito y dice:

—No era un monstruo… O tal vez se pensaba que lo fuese para los gorriones.

—¿Los gorriones?  No entiendo, abu.

—Los gorriones eran unos pájaros pequeños de color pardo grisáceo que ya habían desaparecido de las ciudades. Se refugiaban en las afueras y se alimentaban con los brotes y semillas de los sembrados. Los campesinos, para asustar a los pájaros, hacían unos muñecos y los ponían en medio de los trigales.

—Ahora de esos trabajos se encargan los robots. Los modos de cultivo los vemos solo en los videos de instrucción —dice el chico moderno.

—Ajá —suspira el abuelo con cara pensativa.

—Los robots Ípsilon IV fueron programados especialmente para las tareas agrícolas.

El chico moderno charla largo y tendido sobre los actuales procedimientos para el cultivo de la tierra y el abuelo se adormila, acunado por las palabras técnicas de las que el nieto está tan orgulloso. Se despierta en el momento en que el chico le está preguntando qué es un arcoíris.
—¿Querés una respuesta científica o preferís que te cuente un cuento?

El chico moderno, aunque es muy moderno, antes que nada es un chico ¿y qué chico, por más moderno que sea, dejaría de escuchar las historias del abuelo? El anciano empieza así:

—“Yo vivía en una ciudad donde de la verdadera naturaleza quedaba poco, no como ahora que nos engañan rodeándonos de naturaleza virtual. En mi infancia pasaba las vacaciones en la finca de mi abuelo. Cada vez que visitaba ese valle rodeado de cerros me sentía feliz.
Lo que te voy a contar ocurrió en el último verano que caminé entre limoneros y naranjos o jugaba al tobogán deslizándome por la ladera de una loma. Al año siguiente, él tuvo que vender las tierras. Era un hombre que usaba métodos de labranza considerados primitivos para la época y todavía colocaba un espantapájaros. Los vecinos, más actualizados, adoptaron unos artefactos que emitían ondas vibratorias anti-gorriones.”

—¡Viste un espantapájaros de cerca! —lo interrumpe entusiasmado el chico moderno.

—Tan de cerca que llegué a tocarlo.

—¿Cómo era, sobre él sabés algún cuento? —pregunta el nieto, con los ojos como estrellas.

—Justamente en la historia del arcoíris interviene un espantapájaros —le contesta pacientemente el anciano. —¿Dónde habíamos quedado? Ah, sí, en las ondas anti-gorriones… un recurso que daba buenos resultados, a tal punto que todos los pájaros de los alrededores se refugiaron en el campo del abuelo.

—Y el espantapájaros estaba sobrecargado de trabajo —agrega el chico moderno.

“El trabajo no le demandaba esfuerzos. Debía limitarse a estar erguido y dejarse balancear por el viento. Su cuerpo estaba hecho con un palo de madera horizontal y otro vertical, al que llevaba atado dos varillas, que eran como piernas delgadísimas. En el lugar correspondiente a la cabeza tenía una gran calabaza vacía, semi cubierta por un sombrero de paja. Iba vestido con una camisa deshilachada y pantalones desteñidos por la intemperie. Desde lejos parecía un hombre alto y de aspecto poco amable. Y cuando el viento le agitaba la camisa, daba la impresión de que él también quisiera volar. Pero las dos varillas que le servían de piernas estaban muy hundidas en el suelo.

“Como los pájaros lo veían siempre en el mismo sitio, en la misma posición, de día y de noche, con sol o bajo la lluvia, en invierno y en verano, terminaron por acostumbrarse a él.

“Un día, el más atrevido de los gorriones se acercó en círculos y se le posó en un hombro. Los demás gorriones, al ver que no le pasaba nada, lo imitaron y el espantapájaros fue invadido por una bandada ruidosa. Yo, que miraba la escena, quedé asombrado. Llamé al abuelo para mostrarle lo que estaba ocurriendo. Cuando le dije que si no alejaba a los pájaros picotearían lo sembrado, me acarició una mejilla y contestó que había para todos.
“Sí, él amaba la naturaleza y sabía muchas cosas que había aprendido observándola. Me contó que el mayor deseo de los espantapájaros era el de levantar vuelo, igual que los gorriones. Pero su labor los mantenía enraizados en la tierra. Creía que tarde o temprano ese deseo se haría realidad. Y estaba en lo cierto.

“El verano llegaba a su fin y también mis vacaciones. Sin embargo, el calor persistía y el aire sofocante pesaba como un cuerpo de fuego. Por suerte, nubes gordas y oscuras se amontonaron en el horizonte. A la hora de la siesta comenzó la batalla de los truenos y de los relámpagos. Casi en seguida las nubes nos bombardearon con gotas enormes.

“El cielo era un telón gris violáceo que se agitaba sobre nosotros. La lluvia se volvió un aguacero, los rayos y los truenos se alternaban a intervalos cada vez más breves. La tormenta duró casi una hora y los nubarrones se abrieron dejando ver un retazo de cielo azul. El aire olía a limpio. Con el abuelo salimos a caminar por el campo.

“Pobre espantapájaros, chorreaba agua por los cuatro costados. El viento le zarandeaba la camisa y los pantalones, desparramando gotitas iridiscentes. El abuelo, señaló el horizonte y dijo:

“—Mirá, el arcoíris.

“Si la tormenta había sido un espectáculo emocionante, el que ofrecía el arcoíris era de una belleza delicada, mágica.”

—Por favor, describímelo —lo apura el chico moderno.

“—Era una enorme franja curva, tan perfecta como trazada a compás. La formaban siete colores: parecía ocupar todo el cielo. Un extremo del arco nacía en un espeso bosque y el otro desaparecía entre dos colinas.

“Le pregunté al abuelo qué era y me contó que estábamos viendo la cúpula de cristal del Palacio de los Sueños mojada por la lluvia e iluminada por los rayos del sol. Únicamente asomaba cuando algún hecho extraordinario iba a suceder.

“Nos quedamos a la expectativa. El viento parecía haberse calmado, pero la camisa del espantapájaros se agitaba, hasta los brazos de madera se movían. No era el viento, era el espantapájaros que los sacudía como un gorrioncito bate sus alas para remontarse en vuelo. Sus piernas flacas estaban demasiado hundidas en la tierra y él no lograba librarse. Di un paso, con el propósito de ayudarlo. El abuelo me retuvo.

“—No, tiene que hacerlo por sí mismo —dijo serio.

“Mientras tanto todas las aves de la zona se habían congregado en el lugar. Revoloteaban junto al espantapájaros gorjeando, trinando, como para darle ánimos. El sol había iniciado su lento descenso detrás de las sierras.

“—Si el espantapájaros no consigue sacar pronto sus piernas, ya no alcanzará la cúpula del Palacio de los Sueños. —dijo con voz opaca.

Preocupado, miré hacia el arcoíris. En efecto, una parte de la curva ya se desvanecía en el cielo.

“El canto de la aves cubrió cualquier sonido. El espantapájaros, alentado por sus voces, duplicó los esfuerzos. Por fin, con un último tirón, quedó en libertad. Movía torpemente los brazos de madera y pudo elevarse del suelo apenas unos centímetros. Algunos pájaros se separaron y volaron hacia el arcoíris. Los demás le mostraban al muñeco lo que tenía que hacer. Los imitó y poco a poco subió alto en el cielo.”

Él y los pájaros se convirtieron en sombras grises en el aire transparente y desaparecieron como si una puerta invisible se hubiera abierto y después cerrado detrás de ellos. Habían llegado a tiempo hasta el Palacio de los Sueños. Del arcoíris quedaba un rastro imperceptible.

“—Qué será de ellos —dije, sintiéndome triste sin saber bien por qué.

“—Oh, vivirán alegremente de aquí en más. Mejor preguntar qué será de nosotros sin ellos. Hemos perdido un tesoro y casi nadie se ha dado cuenta —me contestó.

“Esa fue la última vez que vi un pájaro; a partir de entonces no hubo uno solo en toda la zona y nunca más el arcoíris se dibujó en el cielo”.

El anciano calla. El chico moderno frunce el ceño. La historia le ha gustado  y no entiende a qué se debe esa sensación de nostalgia por algo que no conoció. El nunca vio un gorrión ni un árbol o un espantapájaros. En el mundo en el que vive no hay lugar para esas cosas. La vida ha sido rigurosamente planificada de modo que cada persona pueda beneficiarse con lo que el sistema ofrece. Él tiene los juegos electrónicos, una computadora a su disposición que hace que el estudio sea sencillo. Cuando crezca accederá a los avances tecnológicos alcanzados y si es inteligente, contribuirá a conseguir otros.

*

El chico moderno se convierte en un hombre moderno, tiene hijos y nietos requete modernos y envejece modernamente.

Setenta años después le cuenta la historia del espantapájaros y el arcoíris a un nieto súper moderno al que le dio un berrinche. Desde que el mundo es mundo la mejor manera de calmar a un chico caprichoso es contándole un cuento.

Y el nieto súper moderno no es la excepción. Escucha atentamente al abuelo moderno y cuando ha terminado va a su sala de cómputos para obtener datos precisos del espantapájaros, el arcoíris y las formas remotas de cultivo. La computadora recontra moderna los declara inexistentes.

Entonces, el abuelo moderno va a buscar el libro que le regalara su abuelo y que él guardó con amor. Le muestra al nieto súper moderno las ilustraciones antiquísimas.

El chico se queda pensativo. Pregunta si sabe otras historias y si le presta el libro. El viejo le dice que recuerda algunas más que le había contado su abuelo que, a su vez, había escuchado del suyo. Le entrega el libro con la promesa de conservarlo para sus nietos.

El chico súper moderno le da su palabra y pide una nueva historia. El viejo moderno se siente satisfecho porque ha comprendido lo importante que es guardar la memoria y transmitirla a las nuevas generaciones.





©  Mirella S.   



Este relato es también de la misma época que el anterior.
Volver a la infancia cada tanto hace bien ¿no?

Abrazos para todos y gracias por la compañía.





viernes, 1 de mayo de 2020

Transformaciones



La muñeca es extranjera y no entiende lo que se habla en la casa. La mujer vive sola, con la radio encendida todo el día.
La muñeca proviene de un sitio sucio y caliente, una cárcel antigua convertida en mercado. Las celdas pasaron a ser locales dispuestos en una planta cuadrada, con un patio interior en el que crecía un único árbol de aspecto amargo. Las paredes de los pasillos desaparecían cubiertas por los objetos típicos de ese país.
Ella colgaba de un clavo en la puerta del negocio, semioculta por un mantel y unas carteras de rafia. Solo se le veía la parte derecha de su cuerpo. Estuvo allí mucho tiempo; pasaron innumerables contingentes de turistas, escuchó idiomas diferentes inquiriendo los precios de las mercaderías. Nadie se tomó el trabajo de verla entera o preguntó cuánto costaba.
Hasta que un día alguien se detuvo en la lobreguez del pasillo y una mano, suavemente, apartó el mantel. Su cara quedó al descubierto y el movimiento de la tela al retirarse removió la  atmósfera abrasadora, como una caricia. Con los ojos ya libres, pudo distinguir a la mujer que la observaba. 

Viajó dentro de un bolso con aroma a eucalipto y en su nuevo destino fue cepillada a conciencia, aunque con escasos efectos. La parte que había permanecido expuesta perdió las motas de polvo, sin embargo no recuperó el color original. La mujer la puso en un estante alto, cerca de un ventanal. Ubicó su cuerpo de trapo en un ángulo preciso, de modo que una tenue sombra cayera sobre el lado marchito.
La luz que entra le confiere fulgores a las gotas oscuras de sus ojos, que la mujer ha frotado vigorosamente con papel tisú para desarraigar posibles restos de un tiempo de abandono. La muñeca está sentada en el estante, las gordas piernas de paño cuelgan en el aire.
 Desde esa posición ve un río a través de la ventana. Ella no sabe que esa franja de tonalidades que cambian en el transcurso de las horas, es un río. Simplemente lo mira y disfruta de sus variaciones. Le asombra que lo mismo sea a la vez tan distinto.
El sol de la mañana hace que le nazcan dos cerezas en los cachetes. Ha dejado de ser un objeto anónimo, tiene un nombre propio: Lisa, también aprendió que la mujer se llama Eugenia. Es alta, frágil, sonríe poco, aunque las veces que la sonrisa aflora se le contagia a la mirada, habitualmente triste. La muñeca no podría afirmar si es linda, su cerebro de aserrín no le permite distinguir lo bello de lo que no lo es. Pero dentro de su pecho estallan fuegos artificiales (igualitos a los de su país en los días de fiesta) cuando Eugenia le cambia la ropa, le arregla los volados de la pollera, le acaricia las pecas incipientes, consecuencias de las travesuras de un sol benévolo. 
Aunque parezca ajena a lo que ocurre en la casa, su corazoncito de algodón va percibiendo transformaciones. Ella y Eugenia estrenaron vestidos con los colores gozosos de un atardecer de verano. El tono monocorde de la radio es reemplazado por una música que incita a moverse. Le gusta, columpia una pierna y admira su zapato de raso púrpura. Escucha el inédito tarareo de Eugenia, siguiendo la vehemencia  de un saxo. Y Lisa también siente que la música le penetra el cuerpo, le da vida, y se salva por un pelo de caer de la estantería.
Hay detalles que revelan novedades, y ella participa desde lo alto de su puesto. Se deleita con la risa de Eugenia, con esa otra voz, grave y tibia que ya no viene de la radio. Y, sobre todo, con la actual consistencia de su cuerpo, como si no estuviera más relleno de estopa. Una piel delicada se extiende por sus brazos y piernas, que se tornan de ámbar en el instante del crepúsculo.
Por la noche, antes de que Eugenia apague las luces, comprueba en el vidrio del ventanal que su pelo no es más una maraña de lana, sino una cascada de rulos y enmarcan una cara diferente. La anterior, chata como luna llena, con sus rasgos burdos, pertenece a un lugar sombrío y a otra época. 
Sí, hubo cambios, Lisa ya sabe muchas cosas y espera más novedades, apenas insinuadas en los aún débiles movimientos de los dedos y del cuello o en la oscilación de las piernas, que un día tendrán la fuerza suficiente para permitirle saltar de la repisa y surcar el espacio con la agilidad de un gato.



©  Mirella S.   


Hola amigos, es un cuento viejo que nunca publiqué.
Es un poco largo, pero ahora hay más tiempo ¿no?
Un abrazo para todos y gracias.