miércoles, 17 de diciembre de 2014

Apuntes en hojas perdidas (IV)



Inconcluso


Hay un hombre que camina en la nieve. Lo veo como si lo mirara desde una cierta altura: algo negruzco, achatado contra el terreno blando. En mi posición de árbol, veo cómo se arrastra igual que un insecto a punto de morir. El viento le agita el abrigo y especulo que lo conduce hacia la ruta de los pájaros que emigran.

Es un nómade que invadió mis pensamientos. El cuerpo flojo, como el de un invertebrado, se empeña en avanzar otro paso.

Camina sin detenerse, encorvado e inseguro. Atraviesa la desolación de ciudades invernales, baja o sube cuestas de lana blanca. Sus pies se entierran, se levantan, dejan huellas que son violaciones a eso inmaculado y frío que lo cubre todo.

Él sigue su éxodo, quizás, al final del recorrido, lo espera un santuario que emana el incienso dulzón y ambiguo de la libertad. Su andar se ha lentificado, temo que desfallezca. Si quedara tendido no podré ayudarlo; la nieve, que cae incesante, lo cubrirá con su pálida mortaja.

Es un episodio que se repite, que parece suceder en otra dimensión. Él es un menhir eterno, clavado en el retiro de mi mente.

Escribo para que siga en su peregrinaje, se mantenga vivo. Cada vez se acerca un poco más. Repta por los cajones del escritorio, resbala como si hubiese pisado escarcha y se inclina, sorteando las ramas de un bosque petrificado que, únicamente, él distingue.


Yo lo miro, no sé quién es, qué pretende de mí. Ojalá que un día me revele sus inquietudes.




©  Mirella S.   — 2014 —




martes, 9 de diciembre de 2014

Reina de Lata

Reina de Lata es una alusión al tango "Buenos Aires, la reina del Plata"
 (el Río de la Plata) que popularizó Carlos Gardel.


En el cemento quedó cautiva  
la voz penumbrosa y flébil 
de un sueño. 
Los sueños de cemento o cementerio 
pesan como lápidas de hormigón. 

Deconstruir los muros, 
y sólo queden las ventanas
escurriendo las luces y oscuridades  
de esta ciudad agónica de miedo. 

La destronada Reina de Lata   
se recuesta en el río disfrazado de mar, 
le ausculta el espinazo 
y la erosiona con su lengua turbia. 

El visitante la descubre en el café de un viejo bar 
en el sushi de Palermo Soho 
o en la perplejidad del asfalto 
humedecido por la lluvia. 

La noche arrastra sombras.  
Hombres de cartón la escarban fatigadamente,
se cruzan con los de corbata y maletín 
que regresan de la City. 

La Reina los ve desde millones de ojos 
miopes de indiferencia, 
se arrebuja en las torres de Puerto Madero 
y dormita el largo eclipse de justicia. 

 ©  Mirella S.   — 2014 —


Y el videíto...

jueves, 4 de diciembre de 2014

Una voz en el teléfono




Son las dos de la madrugada. El teléfono repiquetea largamente antes de que contesten.
—… nas nochescen… d… —las palabras se pierden y emergen entre descargas eléctricas.
—Hola —digo.
—Sí, hola —la voz suena menos difusa. Es un hombre, me siento peor.
—Soy Natalia, Nati —contesto, para arrancar con algo.
—Buenas noches —después de una pausa, agrega—: Jorge.
Lo escucho soñoliento, tal vez lo desperté.
—Perdón por la hora.
—Estoy en mi horario de trabajo —se queda en silencio.
¿No le correspondería incitarme a hablar, tengo que decir todo yo? Titubeo, digo:
—No sé por dónde empezar.
—Ajá. Por donde quieras.
Silencio.
—¿Llaman mucho en tu horario? —pregunto.
—Según. Los sábados no tanto, los domingos son fatales. Estamos en verano, en enero hay menos trabajo. La gente sale a divertirse, se va de vacaciones.
—Te debés aburrir.
—Leo.
—Ah, qué leías.
—Una novela policial. Dashiell Hammett.
—¿Está buena?
—Me cortaste cuando Sam Spade, el detective, está por encontrarse con el supuesto asesino.
—Perdón. —Me digo: tarada, terminala con las disculpas. Junto coraje y sigo—: ¿No se supone que me tendrías que hacer alguna pregunta?
—No necesariamente, dejo que fluya, es mi estilo.
Hasta en esto tengo mala suerte, justo me toca uno que no facilita.
—Pero si lo preferís así —capto que se arrepintió. Después de unos chirridos en la línea, continúa—: ¿Con quién vivís?
—Con dos chicas amigas. Salieron.
—¿Por qué no fuiste con ellas?
—No me gustan los recitales, no soporto las multitudes. Tampoco me gusta la gente, me refiero en general.
—Tenés fobia social.
—¿Sos psicólogo? —la incomodidad del diálogo me ha secado la garganta.
—Ni loco —suelta una especie de risita de hiena.
—Voy a buscar un vaso de agua y vuelvo ¿me esperás?
—De acá no me puedo ir hasta las siete.
La heladera está desoladamente vacía y no hay agua fresca. Me sirvo los restos de un jugo de naranjas.
—Hola, estoy de vuelta.
—Okey.
—Los demás, los otros que llaman, cómo empiezan.
—Depende. Los hombres van al grano, las mujeres lloran y al principio no se les entiende nada.
—Yo no lloro, ni recuerdo la última vez que se me cayó una lágrima.
—¿Y cómo te desahogás? Tendrás una forma de desahogarte, de largar todo.
—Me asomo al balcón, miro el vacío, sin ver, es como si también me vaciara y dejo de pensar.
—Te alivia —es una afirmación más que una pregunta.
—Qué se yo, en esos momentos no estoy, no soy, no siento.
Me froto el entrecejo, el dolor de cabeza ha aumentado como una marea vehemente. Estiro el cable del teléfono al máximo para acercarme al balcón. El aire de afuera es plomo, igual que el de adentro. Cuando hablo por teléfono con alguien desconocido, tengo la costumbre de ponerle una cara, según lo que me sugiera la voz. Al tal Jorge, por su tono nasal, lo imagino parecido a Edward Norton, flaco, con la nuez prominente que sube y baja, ojos muy azules, unos ojos en los que podrías sumergirte y quedar congelada, como en la película que hacía de nazi.
—Hola, seguís ahí —la voz me llega con un timbre de impaciencia. El aficionado a las novelas policiales necesita más datos para construir mi personalidad y ver si soy culpable.
—Sí, pensaba —estoy por decir disculpame, pero me contengo a tiempo.
—En cómo lo harías.
La sangre se me sube a la cara en un fuego repentino y las sienes se humedecen. Tartamudeo algo inaudible.
—Hablá más fuerte. En qué piso vivís.
—En el quince.
—Muy alto. ¿Ahora estás en el balcón?
—Al lado de la puerta, el departamento venía sin teléfono inalámbrico y no quisimos gastar en uno. Son caros y alquilamos.
—Cuando salís, ¿mirás para abajo o te da vértigo?
—Al contrario, hay algo hipnótico. Todo se ve distorsionado, parece un paisaje abstracto y mi mirada le da el sentido que yo quiero. 
Bebo el último sorbo que quedó en el vaso y continúo:
—La sensación que me produce es la de observar el fondo de un cubo animado. Los autos, son como cucarachas de lata, corriendo hacia algún destino para procurarse un día más. Las personas se asemejan a hormiguitas diligentes, que acarrean su porción de tedio y miedo. Un zoológico.
—Vos mirás desde arriba y juzgás.
—No, les encajo a ellos lo que siento.
—Decime ¿qué tienen que ver con tu hastío y con tu miedo?
Barrí con el índice la transpiración de la frente. Contesté:
—Es la estupidez general, la indiferencia, pero no quiero hablar de eso.
—De qué, entonces.
—Tampoco lo sé. Llamé siguiendo un impulso. No podía dormirme, tengo insomnio.
—¿Tomás somníferos?
—Me los recetaron, los evito, al otro día amanezco atontada.
—Tenés el frasco lleno.
—Sí, debe andar por alguna parte.
—No planificaste nada, todavía.
Ese todavía me golpea como un puño en el diafragma. No contesto. Cambio el auricular de mano, se me está acalambrando el brazo.
—Y vos ¿alguna vez lo pensaste? —las palabras brotaron como si las escupiera.
—Seguro, quién no. —la voz es menos impersonal.
—¿Alguien te disuadió?
—Un tipo que laburaba acá y al que ahora estoy reemplazando. Lo ascendieron. De él aprendí el método.
—El método —repito tontamente.
—Claro, de no dar demasiada bola, no hay que ponerse dramático, intervención mínima, permitir que el otro crea que conduce la conversación.
 —No deberías revelarme el método —digo, acentuando la palabreja.
—Es que a vos ni se te cruzó concretar nada.
—No estés tan seguro.
—Lo sé porque tampoco elaboraste el modo. El 99 % de los que llaman no lo hacen. Quien está decidido no pierde tiempo marcando este número.
—Hay un 1 % restante.
—Esos, aunque les hables tres horas seguidas y te desgañites para mostrarle el lado positivo de todo, dolor incluido, ya no tienen remedio.
—De mí, qué dirías.
—El conflicto está en la soledad que te imponés. Te vendría bien conseguirte un novio.
—¿Con eso te curás?
—No, pero mientras dura la pasás mejor.
—¿El consejo forma parte del método, te lo dijo el que te disuadió?
—Es mío, a veces improviso.
—Qué creativo —me percato que lo estoy sobrando, algo inédito en mí—. Con tanto drama que escuchás, debes estar inmunizado. Digo, esas historias son vacunas que te protegen del amor.
—Mi vida personal no es tema de discusión, —habla con un tono más vacilante— decime de vos, te enamoraste, tuviste novio.
—Sí, tuve. Se suicidó hace dos meses. Gracias por el consejo y el diagnóstico, me ahorré una sesión con el analista. Te dejo para que termines la novela.
—Esperá, qué vas a hacer ahora —en la voz hay ansiedad.
—Voy a salir al balcón —después de una pausa, agrego—: A contemplar la noche.
Corto la comunicación.
©  Mirella S.   — 2014 —



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