martes, 16 de junio de 2015

La manta de los sueños


Óleo de Soledad Fernández



Muy a mi pesar, la cama está ocupando un rol predominante en estos meses. Al rehacerla, siento una pérdida: la de los sueños que todavía se demoran en los pliegues de las sábanas. No volveré a recuperarlos. Sé que vendrán otros, soy una soñadora prolífica.

Los que recuerdo son escasos, de ellos permanece una sensación indefinida y en cuanto me despabilo se diluye en el trajín diurno.

Debido a los estados de ánimo por los que fluctúo, empecé a unir los retazos persistentes que, por algún motivo, se habían anclado en mí como supérstites inclaudicables. Se ha transformado en una ceremonia y obtengo narraciones surrealistas, complejas de interpretar. Coso los fragmentos con la sutura de las palabras que me inspiran y he armado una especie de manta, con la que me abrigo durante los inviernos del alma.

Se lo conté a él; levantó los ojos del libro y me miró. Dos líneas le partían el entrecejo y edificó, músculo por músculo, una sonrisa que manifestaba la fatiga de su indiferencia.

Cuál es la finalidad, preguntó. Me arrepentí de habérselo compartido. No le di explicaciones, solo me encogí de hombros. Ya no teníamos ese lazo sutil que nos había acercado y que en el presente nos sujeta en una trampa.

Sigo acopiando lo que no olvido al despertar. Noche a noche la manta se alarga con su dibujo críptico. En la realidad me considero una loba solitaria que mira recelosa por encima de su hombro. En el ámbito onírico me expongo sin titubeos, con el protagonismo de una emperatriz. Voy y vengo por intrigas que se disipan al despertarme. Lo que perdura es la sensación de haberlas atravesado y de salir indemne, victoriosa.

Rara vez amanezco angustiada como me ocurría antes, sí con la percepción de enriquecimiento de quien descubre el reverso de la medalla que, de tanto ocultarlo, se ha adherido de tal modo al pecho que no lo puede dar vuelta.
Él —y otros que conozco—, buscan la felicidad con desesperación, casi con rabia, mientras yo hurgo apaciblemente en la tristeza y pienso que se logra ser feliz sin renunciar a la tristeza.

El tipo de dicha que ellos ansían es la fuente de mi congoja. Veo en los ojos de muchos —también en los suyos— la presunción de que en mí anida cierta insania.

Los sueños me liberan, vago por sus meandros sin temores, salgo fortalecida y dispuesta a ignorar las miradas reales, tan de carne voraz. 


A él, he dejado de soñarlo.



©  Mirella S.   — 2015 —





miércoles, 10 de junio de 2015

Un golpe de suerte



Se para en el umbral del salón dispuesta a todo, con la altivez y el temblor propios de la desesperación. Yergue la cabeza, adelanta los hombros pálidos y el escote corazón del vestido negro sin breteles baja unos milímetros.
Vivian se arregló cuidadosamente esa noche, acaso para comprobar que todavía atrae, que pueden mirarla dos veces. Ha combinado con pericia sombras y luces alrededor de sus ojos, para ocultar la amargura; el pelo es una nube esponjosa que atenúa las mejillas socavadas. Esta noche no caminará las calles, deteniéndose en las esquinas con una mano en la cintura y en la boca untada de rojo, una sonrisa que ya no logra sea incitante. Necesita el dinero, saldar esa deuda, sabe que dispara sus últimos cartuchos.
Quizás se equivocó al elegir el casino. Los hombres están demasiado absortos en las evoluciones del juego; sin embargo, cuando ganan quieren festejar, se sienten generosos y ella va a estar allí.
Se pasea entre las mesas, de tanto en tanto se detiene para observar. No le interesa el tipo con la frente húmeda, que cada vez que los dados ruedan sobre el paño verde se lleva a los labios un pañuelo, como si fuera un amuleto. Tampoco el de los ojos voraces: son perdedores, igual que ella.
Compra unas fichas, va hasta el bar y se acomoda en un banco alto, mirando hacia la sala. Mientras bebe a sorbos pequeños su vodka con lima, escudriña la fila de mesas más próximas. El casino está poco concurrido, es temprano todavía. Debajo de las arañas ostentosas, el ambiente se ve desteñido. Las cortinas de terciopelo, que en un tiempo fueron púrpura, están opacas por el polvo. Incluso las escasas mujeres que circulan por el salón en sus vestidos de noche, muestran un aire marchito.
Se mira en el espejo que hay detrás de la barra. Su cara es una mancha que se pierde entre las botellas de licores. Tiene la necesidad de toser, como si se estuviera sofocando. Vuelve a inspeccionar la sala y entonces repara en el hombre. No es muy alto, pero algo rotundo se desprende de su tórax. La expresión es indiferente, con los ojos entornados de alguien sigiloso. Le viene la imagen de uno de los actores que interpretara a James Bond -no recuerda el nombre- más maduro y venido a menos. Lo único que le importa es que él está ganando.  Y mucho.
Se acerca a la mesa y se ubica frente al hombre. Sí, tiene un aire a ese James Bond; la constatación le resulta favorable: siempre le había gustado la astucia flemática de 007. El hecho de que esté ganando no afecta su impasibilidad y en sus gestos hay desapego, suficiencia. Vivian coloca unas fichas al azar, que en pocas vueltas se multiplican milagrosamente. Suerte de principiante, recuerda haberle oído decir a su padre, en veladas remotísimas de chinchón y escoba de quince.
Al cabo de algunas rondas el hombre hace una apuesta fuerte y pierde. Ella se inquieta al ver que la pila de las fichas empieza a bajar de un modo inexorable. Con dedos inseguros Vivian empuja las suyas sin fijarse donde las coloca, más pendiente de las que le quedan al hombre. Cuando la ruleta termina de girar el crupier le devuelve a Vivian una cantidad exorbitante de fichas. El hombre, sin vacilaciones, distribuye el resto de sus fichas, después observa con los brazos cruzados y los ojos falaces del jugador profesional. La rueda se detiene, Vivian siente un escalofrío en su espalda desnuda, como si fuese su propia vida la que estuviera en juego.
Ya no hay fichas junto a las manos del hombre, es como si todas hubiesen ido a parar delante de Vivian. Levanta la cabeza y sus ojos se encuentran con los de él. Una sonrisa crece en la cara del hombre, si es que se puede llamar sonrisa a ese gesto módico de los labios. Él mete una mano en el interior del saco, queda en suspenso unos segundos y vuelve a ponerla en el borde de la mesa.
Ella se desentiende de lo que ocurre a su alrededor y se concentra en recoger la montaña de fichas que ganó. Después de todo fue una buena idea venir al casino, mucho mejor de lo esperado: obtuvo lo que buscaba. Lo consiguió sola. Un golpe de suerte, esos que a veces sorprenden por lo inesperado cuando se dejó de desear y se cree que la vida es una sucesión de desgracias, de hechos incomprensibles que no dan lugar a nada más que al intento sórdido de sobrevivir.
Sostiene las fichas con las dos manos y las mece para confirmar su posesión. Se dirige a la caja, el hombre le intercepta el paso y le murmura algo al oído. Vivian lo mira y se topa con la impavidez de sus ojos y la sonrisa mínima. Lo mira casi despectiva. Una burbuja de alegría le sube por la garganta y concluye en una carcajada gozosa. Con la cabeza le hace un gesto en dirección a la salida.

El hombre la está esperando cerca de la puerta.  Ahora es distinto, es por gusto, ella elige. El desconocido vuelve a hablarle, sus frases son tan breves como la sonrisa y el tono bajo e íntimo no la defrauda.  Descienden la escalera, él la toma por el brazo: podrían ser confundidos por marido y mujer o por viejos amantes, ligados a los ritos de la cortesía.
El hotel está contiguo al casino. En el vestíbulo hay un aroma dulzón a sahumerio, que apenas cubre el olor rancio de cigarrillos y encierro; a Vivian esas cosas hace mucho que han dejado de molestarle. El hombre saca la billetera y la abre: está vacía. Con un movimiento sinuoso y sin mirarlo, ella se adelanta y enfrenta al conserje.
El cuarto es inútilmente grande, allí lo que cuenta es la cama. Los silloncitos de estilo dudoso, la mesa baja con la lámpara envuelta en una pantalla rojiza, son apenas una parodia de intimidad en ese sitio transitorio. Vivian se sienta en la cama y se descalza. El hombre se para delante de ella, no está nada mal, aunque no tenga la altura de ese 007. Lo hace porque ella quiere, se repite, siguiendo con el índice el contorno de un arabesco del cubrecama, en un ademán sosegado que la tranquiliza.
Más tarde, el cuerpo del hombre tendido sobre el suyo, la empuja al quehacer mecánico de cada noche. Él tiene el mentón fuerte y los ojos siempre entrecerrados, como ranuras, en los que es imposible descifrar el color o alguna expresión. La expectativa decae en la repetición de los movimientos, en la seducción calculada. Es el antiguo mandato de complacer al otro lo que percibe Vivian, solo que esta noche se han invertido los papeles.
Nada diferente tiene lugar entre las sábanas frías, nada que ella no conozca hasta el hartazgo o la náusea. Casi de inmediato el hombre se adormila, como vencido por un cansancio insuperable. Lo mira perezosamente. Esta vez, sin ninguna prisa, se viste. Ya no lo encuentra parecido a ese actor, ni es el 007 intrépido, tan seguro en su impenetrabilidad. El interés o la curiosidad del principio han desaparecido y hasta su postura en la cama —el antebrazo cruzado sobre la cara— es el camuflaje de la derrota.
Toma su cartera y se inclina sobre él. La piel tiene la lividez del vientre de un pescado que ha empezado a descomponerse y el trazo sombrío en la axila es un dibujo obsceno en los restos de un derrumbe.
Estamos envejeciendo, dice Vivian con la voz contenida en el fondo de su garganta. Abre la cartera, saca unos cuantos billetes y los deja sobre la mesa de luz. Levanta los hombros y con paso lento camina hacia la puerta.


©  Mirella S.   — 2010 —

Foto de Darren Baker




miércoles, 3 de junio de 2015

La felicidad del palo borracho




Esa mañana desperté con una energía inusual pugnando filtrarse de entre mis labios craquelados por la desidia. Tuve el presentimiento de que algo extraordinario estaba dispuesto para mí.

Era otoño avanzado y el palo borracho de la esquina había florecido imprevistamente.

Cuando la amargura me inocula su hiel en la sangre, el mínimo evento amable es un indicio que me habla. Un árbol que brota en pleno mayo puede encerrar la simbología que yo quiera atribuirle. Y necesitaba aferrarme a un símbolo, como si fuera la llave de una puerta que se abre a instancias más benévolas.

Con temperaturas impropias de la estación, el palo borracho habrá creído que era setiembre, que el otoño se había puesto a jugar a la rayuela y, al brincar sobre el invierno, se le cayó la bufanda y se transformó en primavera. O el palo borracho estaba tan ebrio de flores que le cosquilleaban los brazos nervudos, que las soltó en un esplendor rosa púrpura.

Lo consideré un guiño dirigido a mí, porque el resto de la naturaleza siguió su curso, respetando la memoria que guardaban sus células, a pesar de que el termómetro marcara 30º. Las hojas de los demás árboles, en lluvias de monedas de cobre y oro, se apropiaban de las calles.

Los comentarios de los vecinos eran puras alabanzas hacia esa floración a destiempo, ante la suntuosidad de las ramas que se extendían como manos cubiertas de anillos.

La sonrisa con la que miraba ese espectáculo me humectó los labios. Algo parecía ensanchárseme por dentro.

Una noche se desató un viento caliente. El palo borracho amaneció despojado y a sus pies, untando la vereda, había una especie de légamo violáceo. El tacto cálido del viento cocinó las flores y las convirtió en una mermelada barrosa.

La boca se me apretó en una línea delgada, como si quisiera replegarse ante un ultraje repetido.

Soy una rastreadora de los mensajes que me pueda enviar el entorno, empeñada en una cacería emocional en la que termino siendo la presa. Con la nueva señal no cabían errores.

La floración del palo borracho me dio una tregua; en el trayecto que nos toca vivir hay paradores para detenerse. No debía pensar en la frazadita acogedora de la habitación contigua ni en sus fauces abiertas, invitantes. De mí dependía que no volviera a cautivarme.



©  Mirella S.   — 2015 —