martes, 17 de diciembre de 2019

Príncipe de Nochebuena


Arte digital de Sarolta Ban

El señor Palma mira el reloj: faltan quince minutos para que suenen las campanas de la iglesia y exploten los petardos anunciando la Navidad.

La luna vulnera el cielo con un resplandor de nieve; en la tierra el calor licúa las formas.

El señor Palma hace sesenta años que no piensa en papá Noel, sin embargo, este año algo lo impulsa a revivir las Nochebuenas de cuando era niño. En la vejez la memoria camina hacia atrás, nota demasiados huecos oscuros e inventa, se dice.

Sentado en el patio de su casita en los suburbios, no logra visualizar la de su infancia. Quizás se parecía a la actual. La única imagen que se le presenta es la espesura de un jardín, allí se ocultaba para sorprender al hombre gordo vestido de rojo que había visto en las películas y que nunca cumplió con ninguno de los juguetes que él había pedido. Solo le dejaba libros.

Durante las primeras lecturas, se sentía una especie de náufrago que remaba en medio de oleajes de palabras incomprensibles. Al crecer, esos libros que tanto lo habían fastidiado, terminaron por atraparlo. Se hizo íntimo de los personajes y quiso compartirlos con sus compañeros. Ellos reían y le daban la espalda para seguir jugando con las figuritas o al metegol.

El señor Palma, Nico en aquel entonces, regresaba a su cuarto con el libro bajo el brazo y releía los párrafos más potentes de las aventuras de Huckleberry y Tom, ellos sí eran valientes, osados, como el principito que venía del asteroide B 612, quien, igual que Nico, buscaba un amigo. Se habían encontrado.

Después conoció a Sandokán, intrépido en sus maniobras para recuperar el reino que le fuera arrebatado. Con su personalidad tan vengativa, Nico solo podía temerlo.

Huck y Tom lo acompañaron un tiempo, luego se alejó de las continuas travesuras que tramaban. Él era un pibe tranquilo, se apoyaba más en sus ideas utópicas que en acciones. Entonces volvía al principito, a tal punto que el libro terminó descuajeringado, con hojas sueltas. Un día su madre hizo limpieza y desapareció.

Las semillas de sus palabras se asentaron en el planeta sin nombre de Nico, al cual viajaba en los momentos solitarios. Un mundo que construía lentamente y que, de tanto en tanto, se desmoronaba. Estaba hecho de sueños, ilusiones que poco tenían que ver con la realidad. Memorizó pensamientos del libro, que florecieron en la humedad de sus cuidados y consiguió afianzarlos en esa patria privada.

Él también tuvo su rosa, con la vanidad y el orgullo de saberse amada, importante. Ya no está, se ha marchitado antes que él y en los atardeceres la busca en su planeta, ahora convertido en desierto. La rosa le dio pimpollos, que crecen y prosperan en tierras más fértiles.

El señor Palma sacude la cabeza y recuerda que es Nochebuena, que los vecinos de la izquierda se fueron al mar y los de la derecha están en pleno festejo con sus numerosos hijos que hacen estallar cohetes y cañitas voladoras. A él no le permitían quedarse a esperar las doce. Aunque estaba medio dormido, su curiosidad era un sensor que lo alertaba ante el mínimo ruidito, pero nunca había descubierto a Papá Noel.

En la casa de al lado, los chicos ríen, los escucha correr, llamarse unos a otros. De pronto, cuando la última campanada de la iglesia se fusiona con el clamor de los fuegos artificiales, algo oscuro, como un pájaro herido, traza un arco por encima de la pared medianera y cae en su jardín.

El señor Palma se levanta y se acerca al rosal estéril que se empecina en mantener. El objeto volador quedó atrapado entre sus ramas. Es un libro. Lo toma y comprueba que es viejo, con muchos subrayados. Lo cierra y con el índice dibuja cada letra del título. El principito.


©  Mirella S.   — 2019 —


¡Felices fiestas y hasta el año que viene!
Abrazos.




lunes, 9 de diciembre de 2019

Lo que no se dice

Pintura de Kim Nelson

La casa donde vivo no me gusta, tampoco sus habitantes, los miembros de mi familia: los Vitali. Ciertas confesiones hay que guardarlas para una, padecerlas en silencio. No está bien visto declarar que no te gustan tus parientes cercanos. Les agradezco la educación, las necesidades básicas cubiertas, pero siguen sin gustarme, lo cual no significa que no los quiera. No a todos.
El afecto, o esa turbulencia que siento, está entramada con las más opuestas y oscuras emociones: desde la rabia, el fastidio, hasta la compasión y la ternura. Por algunos de ellos mi disposición es inclemente y tormentosa, por otros prevalecen más los sentimientos benévolos.
La casa es centenaria, pertenecía a mis bisabuelos. Es fea, detesto el olor de las bolitas de naftalina que la abuela pone para disimular el de la humedad que brota de las paredes. Con los sahumerios de mamá, la combinación es nauseabunda. Las habitaciones dan a una galería. Allí nos desencontramos mis padres, mis dos hermanos menores, mis abuelos paternos, los actuales dueños y la tía Mónica, hermana de papá, viuda, sin hijos.
No es por presunción que digo que la casa no me gusta, así como tampoco los Vitali. No los elegí, aunque hay quien sostiene que nada es fortuito y que al encarnar nos toca una familia ya determinada que nos ayudará para la evolución personal. No me consta, ellos suelen conectarme con lo peor de mí. Algo que no soporto es su falsedad. A la hora de la cena, también en la comida puede saborearse la hipocresía que flota en el ambiente.
Con los abuelos y la tía Mónica siempre tuve un trato mínimo; ahora que curso Bellas Artes por la noche los veo apenas. Mamá y papá, juntos, crean un clima tenso, sofocante, pero si estoy con ellos por separado es tolerable. Mamá a veces se me queda mirando y es como si los ojos se le metiesen para adentro, se fuera a otra parte, hacia atrás en el tiempo. Solo ella apoyó mi decisión de entrar en Bellas Artes. El vínculo con papá es más complejo. No coincidimos en nada, reconozco que él se esfuerza y yo hago lo que puedo; que no siguiera una carrera tradicional fue un gran desencanto para él y no mejoró nuestra precaria relación.
La tía Mónica es un capítulo aparte. Sin remordimientos puedo decir que la desprecio y ella siente lo mismo. Es evidente que mamá le tiene miedo y Mónica la aborrece y la envidia. Mamá es delgada, elegante, aún vestida así nomás. Mónica se mata en el gimnasio, vive a dieta y su cuerpo es irrevocablemente cuadrado. 
La ventaja de las casas tipo chorizo como la nuestra es que Mónica y los abuelos están en los cuartos de adelante, a continuación del comedor que da a la calle, mientras que el mío es el último y me aparta un poco de esa atmósfera de disimulo. Ocupo también un rincón en la piecita de arriba, donde guardan todo lo que deberían tirar. Allí hago las artesanías que intento vender los fines de semana en Plaza Francia.
Los abuelos me ignoran con diplomacia, en cambio, tienen debilidad por mis hermanos que, por su parte, se pelean con estocadas sibilinas, típicas del estilo Vitali, de las cuales a menudo ligo una porción.
En mi familia hay muchas cosas ocultas, no dichas, por eso los mayores procuran asumir un aire de “somos una familia bien avenida”, frase frecuente de la abuela, cuando en realidad se puede percibir la ebullición de un caldo espeso, que cocina a fuego lento sus ingredientes letales. Si se destapara la olla, el frágil equilibrio que ostentan, se haría trizas.
Intuyo que estoy involucrada en ese secreto y que la tía Mónica es la más propensa a vomitarlo, de allí que los demás la traten con guantes de seda y le permitan que destile su veneno en pequeñas dosis, para que no se intoxique ella misma.
Aprendí a moverme en ese espacio usando la misma falsedad que ellos, como un torero, esquivando los ataques encubiertos con sutiles movimientos de capa. Mi refugio es el cuartito de arriba. A veces dejo la arcilla que modelo, mis ojos atraviesan los vidrios y se van lejos, buscando los de mamá, en una dimensión amorosa, sin ocultamientos ni simulacros. Allí la encuentro, con la sonrisa limpia de tristezas, la piel distendida de los surcos de culpas pretéritas que está pagando y seguirá debiendo mientras viva con los Vitali.
Sin embargo, lo que no se dice se irá ordenando geométricamente en un gesto, en la ira que sombrea los ojos, la palabra que se escapa hoy, a la que se añadirá otra, susurrada mañana, una mueca de desprecio o la lágrima cautelosa. La simulación es como una máscara de cera que se ablanda, se deforma y gotea el odio acumulado.
Un día Mónica estallará. En su crueldad, seremos humilladas, mamá y yo. Ella agachará la cabeza, los Vitali, ya sin disimulos, me mirarán como la extraña que siempre fui para ellos. Papá con el horror de un antiguo presentimiento que se confirma.




©  Mirella S.   — 2019 —