miércoles, 26 de junio de 2019

Ovejitas en el cielo


Desde muy chica le pedía a mi madre que me contara historias. Se las pedía a cada rato, no solo antes de dormir. Recuerdo lo obstinada que era.
Ella no tenía el don de improvisar una trama ni de relatar los cuentos tradicionales, solía olvidar cómo terminaban. Vivíamos un presente lleno de incertidumbres y su mente vagaba en otras orillas, en busca de soluciones.



Una vez, acuciada por mi insistencia, miró por la ventana. Sus ojos azules revoloteaban como pájaros esquivos, levantó el índice y señaló el cielo.
Ves —me dijo—, esas nubes, parecen un rebaño de ovejitas. 
Y agregó: Cielo a pecorelle, pioggia a catinelle. Un dicho popular italiano, que significa que cuando las nubes toman la forma de lanas de ovejas es indicio que lloverá a cántaros.
Pero mi imaginación necesitaba un relato menos meteorológico, algo con sucesos, personajes, con magia.


A solas me preguntaba cómo el rebaño podía volar tan alto o quién le habría robado a las ovejas su lana. Tal vez una reina hechicera para hacerse un manto. O las mismas ovejitas se habían desprendido de sus pompones, dejándolos caer en alguna aldea pobre, así las mujeres tejerían abrigos a los niños. ¿Y si fueran  un montón de Caperucitas blancas que escapaban por los bosques del cielo de lobos hambrientos?
Cuando aprendí a leer no encontré respuestas a esas preguntas, pero pude rellenar los baches de los cuentos fragmentados que contaba mi madre. 
Si la notaba triste, se los leía.

Saqué las tres fotos durante un atardecer en el verano, con un breve intervalo entre una y otra. Esas nubes me transportaron a la infancia.



©  Mirella S.   — 2019 —





martes, 18 de junio de 2019

El vestido rojo




Anabel iba con frecuencia a las ferias americanas. Toda su ropa la compraba allí. Le gustaba percibir energías desconocidas, palpar las vivencias que susurraban las telas sobre sus ex dueños.

Su amiga Mora le preguntó si no tenía miedo de que esas prendas hubieran pertenecido a mujeres amargas o con malas vibraciones. Ella le contestó que al elegir una blusa o una falda primero la recorría con sus manos y algo en la punta de sus dedos la incitaba a elegirlas o descartarlas.

Mora la miró torcido, con una sonrisa despectiva, no pudo contenerse y le dijo que su estilo carecía de personalidad. Combinaba mal los colores, estaba fuera de moda, lo que usaba la volvía insípida en vez de resaltarla y que, por otra parte, sus ideas sonaban extravagantes.

Anabel rió, echando la cabeza hacia atrás y mostrando, entre los pliegues desteñidos de la chalina, la porcelana pálida del cuello.

—Me extraña, Mora ¿todavía no me conocés? —habló con una amabilidad genuina—. Somos muy distintas, lo mío es descubrir enigmas, a vos te encanta aparentar, mostrarte en primer plano. Te gastás el sueldo en pilchas y accesorios.

*

Tiene razón Anabel, no sé cómo voy a llegar a fin de mes, piensa Mora, mientras chequea el saldo de su tarjeta de crédito. Imposible faltar al cumpleaños de su jefa, una finolis total a quien detesta. Imposible aparecerse con ropa ya usada en otras ocasiones. Recordó la feria americana y decidió ir a curiosear. No se lo dirá a Anabel, después del ácido comentario que le hizo.

Entró al local, había pocas personas y lo recorrió lentamente, revolviendo entre los percheros con la nariz fruncida, como si de ellos se desprendiera un mal olor. El único que llamó su atención fue un solero rojo de material sintético que simulaba ser de encaje, con un precio convenientemente económico.

Le quedaba pintado. Era bastante audaz, cortísimo, con breteles finitos y un escote de vértigo. A Mora no le molestaba: hay que lucir lo que la naturaleza te da, decía siempre.

Recordó el recurso de Anabel y pasó las yemas de los dedos a lo largo de la tela, en una caricia lenta. Percibió una leve electricidad que atribuyó al nailon del género. Le había ocurrido con otras prendas con un alto porcentaje de poliéster, que solía descartar, pero este vestido estaba forrado con tafeta. Ahora no podía permitirse exquisiteces y menos gastar en la arpía de su jefa, siempre lista para la palabra descalificadora, el gesto sarcástico.

*

El día de la fiesta se alisó el pelo, se vistió y se puso unos aros importantes. Al solero lo sintió más ajustado que cuando lo probara en la feria la semana anterior. No podía haber engordado con la escrupulosa dieta vegana que seguía.

Una incomodidad inesperada se le instaló en el diafragma, le costaba respirar, era como estar dentro de un corsé que se ceñía cada vez más a su cuerpo. No lograba desprender el cierre en la espalda.

Tambaleante, se dirigió a la cocina y tomó un cuchillo. Intentó meterlo en el escote para rasgar la tela. No lo logró, estaba tan adherida como si fuera una segunda piel que le quitaba el aire.

De haberla tenido cerca, se lo habría clavado a su jefa ¡esa hija de puta! gritó, como si el grito le hubiese permitido romper las costuras y liberarse.

En su paroxismo asió el cuchillo con las dos manos y empezó a tajear el vestido, hundiendo la punta de acero en los arabescos del encaje, cada vez más profundo, cada vez con más furia. Volvió a repetir hija-de-puta, ahora en un murmullo entrecortado y se dio cuenta de que el insulto iba dirigido a Anabel.

El rojo del vestido se convirtió en carmín, que goteaba a lo largo de su cuerpo como una lluvia incendiada.


©  Mirella S.  —2019— 




viernes, 7 de junio de 2019

Tormenta otoñal



El cielo me cerca. Su tonalidad sombría pinta mi piel.
También estoy repleta de cúmulos negros en furioso conflicto
 con la luminosidad que procura desgarrarlos.


Se me agotaron las lágrimas y le pido prestada alguna a la lluvia, para humedecer la sequedad de mis ojos.
Las gotas caen verticales, tupidas y lo que antes era nítido,
ahora se desdibuja en un gris acuarelado.



La catarsis termina y en el cuadro del atardecer
quedan cenizas de nubes alejándose hacia el río. 
En el horizonte hay una estría de luz y un barco navega sobre ella.
¿Irá a la deriva, como yo, en la búsqueda constante de un hilo 
de esperanza al que aferrarse?




©  Mirella S.   — 2019 —