lunes, 22 de enero de 2018

A sus espaldas



Trata de ablandar con el tenedor de plástico los grumos del puré para hacerlo más comible. La mujer que ella cuida escupe todo lo que no sea homogéneamente cremoso, ya no quiere masticar. En los hospitales públicos no se pueden pedir delicadezas: la precariedad  y la inoperancia gobiernan.

En el que la enviaron todo se derrumba sin remedio, se oxida, descascara y emana un olor envilecido que ni los desinfectantes logran disimular. Se encuentran en la terapia de la guardia, en la que hay una docena de camas desvencijadas que ya no cumplen con sus funciones originales. La antesala de la muerte para muchos —piensa— y para los más afortunados, el paso previo a la sala común, en el caso de que dispongan de sitio.

Sigue con su tarea cuando detrás de ella algo la alerta. No se da vuelta. Procura, en vano, que la mujer abra grande la boca para introducirle la cuchara con el puré. Es una lucha cotidiana que la deja sin fuerzas y con dolor de cintura por la posición inclinada.

Sin embargo, y a pesar del calor apenas removido por los ventiladores de techo, un largo estremecimiento le tensa los omóplatos. Apoya la palma de la mano en su nuca: está fría.

Intuye la presencia de la indeseada, la temida. ¿Se acerca? La mujer a la que cuida está desahuciada y en sus cada vez más escasos momentos de lucidez, lo sabe. Hace como que no le importa, probablemente no sea así, una parte de ella se aferra con tenacidad a algún borde de este lado. Puro instinto de supervivencia.

La que la cuida, en cambio, el abismo de lo desconocido no le produce temor, sí la lenta agonía, la avidez del dolor que se encarniza y se expande por los cuerpos enfermos convertidos en materia que se desintegra, aún antes de que la sombra helada se apodere de cada una de sus células.

La presiente a sus espaldas con una particular sensibilidad.

La mujer come con los ojos cerrados, apenas entreabre los labios y el puré chorrea por una de las comisuras. Con la servilleta la limpia, mientras escucha movimientos alrededor de la cama vecina, pasos que se acercan y se alejan, susurros.

Espera unos instantes más y gira la cabeza para observar. El hombre de la cama contigua yace boca arriba, le han subido la sábana para cubrirle la cara.

No se equivocó, la ominosa ha hecho su visita y se fue con su trofeo. Por ahora siguió de largo, todavía no es tiempo de la siega.

Ellas son dos mujeres solas que esperan.



©  Mirella S.   — 2018 —



Este texto lo escribí hace un par de semanas y no pensaba publicarlo.
La escena ocurrió en noviembre, poco después de que mi hermana fuera internada.
La visitante nefasta le concedió dos meses más de sufrimiento.
Apareció el jueves pasado y se la llevó.

Hasta cuando me sienta mejor. Un abrazo enorme para todos.



miércoles, 17 de enero de 2018

Halcones




Después de días inestables, de lluvias persistentes y nubes alquitranadas que jugaban carreras con el viento, ellas volvieron. El pecho gris perla, las alas como pintadas con carbón. Ellas: las golondrinas.

También reaparecieron los halcones. El gobierno de la ciudad los había traído, años atrás, para espantar a las palomas, convertidas en plaga.

Por el barrio de Clara había dos halcones, ahora son cuatro. Sobrevuelan los edificios, oscuros, temibles. Sin embargo, las palomas se han habituado a su presencia y conviven con el enemigo en relativa paz. Es que ellas son tantas que la pérdida de algunas no se percibe. Cuatro contra miles.

Hubo una época en que los halcones se fueron o tal vez incursionaron en otras zonas. Clara piensa que su regreso se debe a que las golondrinas les resultan un bocado más apetecible. Ellos acechan desde las cúspides de parabólicas; son estatuas de plumas tiesas, con aspecto inquisitivo, la cabeza girada en un perfil cortante de pico y ojo de acero.

Clara, temporada tras temporada, celebra el regreso de las golondrinas. Este noviembre, en sus escasos ratos libres, mira más el comportamiento de los halcones. Nunca los vio atacar. Se mantienen apartados en las atalayas de las antenas. No vuelan juntos como las golondrinas, que dibujan arabescos en el aire, incansables, ruidosas, cuchicheando trinos secretos o gritándose mensajes en código.

Los halcones observan, callan. Cuando se desplazan lo hacen lento, planean majestuosos, las alas extendidas y se pierden entre los vericuetos de las torres. No se comunican entre sí, no dejan oír la aspereza de su voz. Los han desterrado para que cumplan una misión lejos de su elemento y el nuevo territorio está formado por compactas hileras de concreto llenas de ojos por donde los espían.

Las golondrinas son el movimiento inherente a lo vital; los halcones son los guardianes de la muerte.

Clara, este año, se siente atraída por esas siluetas impávidas apostadas en una antena próxima a su balcón, se identifica con los halcones, como si mediante su presencia altanera hubiese descubierto algo que antes despreció en ella y que también le pertenece. Hoy más que nunca.




 ©  Mirella S.   — 2017 —






sábado, 6 de enero de 2018

Blancaluna



Los Reyes del Prado Esmeralda eran queridos por su pueblo, pero tenían una enemiga terrible: la Marquesa Manos Negras, que practicaba la magia. La llamaban así porque un día, preparando una de sus pociones, se le derramó sobre las manos que tomaron el color del carbón.

Cuando la Reina tuvo una hija buscaron una madrina. En esa región se acostumbraba que fuese un hada. Eligieron a una bellísima, llamada Estrella Fugaz. El Hada Mayor no estaba de acuerdo con la elección, era demasiado joven y sumamente despistada. Sin embargo, ante la insistencia de los Reyes, accedió.

En cuanto la Marquesa supo a quién habían designado como madrina de la princesita, se frotó la negrura de sus manos: había llegado el momento de la venganza.

El Hada Mayor le hizo a Estrella Fugaz mil recomendaciones antes de su partida. Ella, apenas dejó la Nube de Oro donde vivían las hadas, olvidó los consejos y se distrajo siguiendo un pájaro de alas azules. El Hada Mayor, que era precavida, envió también a Luciana, la supervisora de las hadas jóvenes, para solucionar posibles inconvenientes.

En el palacio los Reyes y sus invitados estaban nerviosos por la tardanza de la madrina. La Marquesa, desde su escondite, espiaba lo que ocurría en el salón. Con un disfraz de hada, se había puesto guantes blancos y portaba una varita de su fabricación. Se dirigió a la cuna y dio inicio a la ceremonia:

—Te llamarás Blancaluna y serás la Princesa de la Noche. Exangüe y fría, luminosa como un faro encendido en las tinieblas del cielo, todos te amarán, aunque permanecerás siempre sola, lejana e inalcanzable. Tendrás por compañeros al viento y a las nubes; no podrás hablar con ellos porque eres muda y las nubes sordas y cambiantes: van donde las lleva el viento. Del color de la crema batida y redonda igual que una esfera, vendrá el tiempo en que te irás encogiendo y te convertirás en un gajo cada vez más fino hasta desaparecer por completo. Pasados unos días crecerás de nuevo, recuperando de a poco el volumen de tu cuerpo, para declinar una y otra vez. Así será mientras el universo exista.

Y la tocó con su varita.

El hada Luciana había reconocido a la Marquesa. De inmediato se volvió invisible, se aproximó a la cuna de la pequeña y la cubrió con su cuerpo transparente. En el apuro de servirle de escudo se le cayó la varita protectora.

Enseguida que la Marquesa terminó el maleficio, pareció que la princesita se cubría de una extraña palidez e irradiaba un halo plateado. Los presentes vieron con horror como una claridad circular salía por la ventana. Estrella Fugaz, que acababa de llegar, al comprender lo ocurrido, asustadísima, se ocultó detrás de una columna. A los pocos segundos estaba pendiente del ir y venir de un enorme escarabajo azabache.

El Rey llamó a los soldados de la guardia para que detuvieran a la falsa madrina, pero la Marquesa había desaparecido y nunca más supieron de ella.

La Reina corrió hasta el balcón y comenzó a llorar inconteniblemente. Era una noche ventosa de invierno. Las lágrimas de la Reina se deslizaban por la baranda del balcón y en el aire frío se congelaron en el acto, transformándose en gotas de cristal. El ventarrón las elevó, las diseminó como una llovizna de brillantes y rodearon a Blancaluna que, en su plenitud, refulgía en  la oscuridad.

El silencio triste del salón fue interrumpido por un llanto suave proveniente de la cuna. Todos se acercaron a mirar y allí estaba la princesa, agitando sus manitas. Hubo abrazos y exclamaciones de regocijo y los presentes se preguntaron quién había ocupado el lugar de la niña, quién era Blancaluna.
El Hada Mayor, que había observado los acontecimientos sin moverse de la Nube de Oro, compareció ante los Reyes.

—Es Luciana, que para salvar a la princesita, demostró su valor y nobleza. Ella es Blancaluna y será de gran ayuda para los caminantes, iluminará los senderos para que no se pierdan y continuará ofrendando su generosidad y hermosura. Tampoco estará sola, las lágrimas vertidas por el amor de una madre la acompañarán siempre.

A Estrella Fugaz, debido a su irresponsabilidad, la echaron del reino de las hadas y desde entonces vaga en el cielo, sin rumbo fijo.



©  Mirella S.