jueves, 30 de junio de 2016

Tejerse mujer





Un cinco de enero por la noche, cuando tenía once años, la luna de sangre comenzó a visitarme cada 28 días. Contradictoriamente, mi madre dijo que era un premio de los Reyes y en seguida agregó: ya sos mujer.

A la semana me entregó un costurero de mimbre, la tapa decorada con rosas de tela. En su interior me espiaban agujas, dedal, tijera, hilos de colores. También recibí el equipo para tejer y madejas de lana. Debía seguir la tradición ancestral de toda niña que se convierte en mujer.

Solo por curiosidad empecé mi aprendizaje con el tejido, que me llamaba en ecos misteriosos. La lectura de la versión infantil de La Odisea —y la imagen de Penélope— habían quedado impresas en mí. Razonaba que si en alguna ocasión tuviera la necesidad de destejer, para hacerlo apropiadamente, primero tendría que haber aprendido el oficio. Una nunca sabe lo que le deparará el futuro.

Tozuda, arremetí con el punto arroz, el más simple. La labor progresaba en forma desigual: apretada en un tramo, floja en el siguiente. La niña que intenta ser hacendosa y teje como un marinero. En esa etapa ejercía el pensamiento positivo: acaso el gran Ulises, el héroe de mi infancia ¿no habrá urdido redes o las habrá remendado en sus largas navegaciones?

Un punto al derecho, un punto al revés. Con cada lazada el ansia de rebelión se doblegaba en la obediencia sin réplicas. Esa docilidad iba más allá de las estrictas reglas asimiladas, se originaba en el temor de cómo se debía comportar una mujer en un ambiente arbitrario, incomprensible. Y ocurría porque la norma máxima de la familia era el tributo al silencio. Nadie con quien hablar de las lunas rojas, qué significaban esos ciclos, sus consecuencias, los cambios en mi cuerpo, en mi sustancia íntima.

Al regreso de la escuela tejía mi aburrimiento, mi soledad de hija de la vejez, de niña sin juegos ni amigos. Practicaba el arte de ser una tejedora de cuentos, mientras se los relataba a la muñeca de plástico, mi callada compañera.

Procedía con interminables bufandas, con el fin de proteger los cuellos de cientos de doncellas acechadas por vampiros. O para calentar a los pequeños huérfanos vagabundos en las calles nevadas de Dickens.

Alternaba los colores con audacia, como si el cielo se hubiera estrellado en un prado de amapolas y el gris de las piedras enrojeciese con el ardor de un incendio.

En las tardes de primavera solía distraerme; las agujas, en su ir y venir, herían la lana azul que se teñía de púrpura.

A los doce años enrollé todo, guardé los elementos en un estante alto del armario. Algún día volvería a usarlos para seguir investigando mi femineidad.

En ese momento mi preocupación era otra: me había enamorado.






©  Mirella S.   — Diciembre 2015 —




lunes, 20 de junio de 2016

Fronteras

Arte digital de Federico Bebber



Tengo conciencia de que esta crisis ha cambiado mi visión de las cosas, hasta de la pequeñas y cotidianas. Es como si mirara desde la caverna de unos ojos extraños.

Y cuando ya debería saberlo, de tanto profundizar en mí misma, empiezo a preguntarme ¿quién soy?

Con la pregunta trazo una línea: soy esto y no soy aquello. Demarco. Establezco una zona familiar: es el país que he fundado.

Sin embargo, compruebo que ese límite es desplazable hacia afuera, puedo anexar regiones no transitadas y volver a cartografiar mi identidad. Las áreas nuevas, descubiertas a raíz de lo que me pasa, son estepas de desolación. Desprenden un olor a tierra calcinada. No dejo de preguntarme qué habrá más allá, si encontraré un rayo de sol desvelando el inesperado verdor de unos tréboles de la suerte.

En alguna oportunidad leí que la piel es la frontera externa que me separa de todo lo que no soy. Afuera hay objetos de mi propiedad, la casa, los libros, la computadora… pero no soy yo. Dentro del límite de la piel están los órganos que conforman mi cuerpo, al que pocas veces sentí como parte de mí, sino un territorio ajeno que pugnaba por “in-corporarse” a mi yo, el que viaja aceleradamente de mi cabeza al mundo emocional en un tour enloquecido.

Desde que recuerdo, el cuerpo es una fuente de dolor, enfermedades y preocupaciones. También me dio placer mediante los sentidos. Mirar, mirarlo todo; tocar y ser tocada en los misterios del amor; escuchar voces, palabras, música, así como los sabores y fragancias de la naturaleza.

Lo cuidé, sin quererlo totalmente, como algunos padres con un hijo no deseado o aquellos que no saben ejercer la paternidad y cumplen los deberes básicos de proveer los alimentos, de llevarlo al médico cuando le duele algo, restándole importancia a lo esencial: la nutrición del alma en el amor.

El niño, entonces, hace berrinches, se porta mal, incluso enferma, ansía ser visto en sus matices más íntimos.

Mi cuerpo se esforzó para ser admitido en mis afectos. No lo amé ni lo escuché con la atención debida. Tomé los ratos de gozo que me brindaba con devoluciones mecánicas.

La escisión que produje lo ha dejado a la sombra en el escenario de mis días. Hoy quiere ser protagonista. Porque además de los pensamientos incansables, del pozo sin fondo de mis emociones, también soy este cuerpo y sus arrebatos.

©  Mirella S.   — Diciembre 2015 —



Algunos de ustedes ya habrán leído este texto que publiqué en otro blog,
que abrí en diciembre pasado y al que solo podían acceder los que tuvieran Google+.  Como he decidido cerrarlo, traigo aquí parte del material. 
Lo hago para no dejar tan abandonado y vacío el nido de los pájaros.