jueves, 19 de septiembre de 2019

Aprendizaje



Telma, la vecina de la pensión en la que se alojaba Natalia, desesperada, le pidió que cuidara a su hijo Simón unos días. Debía viajar urgente a Salta por la muerte de su padre y en Buenos Aires no tenía familiares con quienes dejarlo. Natalia aceptó, con el temor incomprensible de no estar capacitada, no era suelta con los niños y a Simón lo había tratado poco.

Lo vio triste, cabizbajo y pensó que sería por la ausencia de la madre. Para colmo acababa de empezar el colegio primario: un chico tímido, callado, igual que ella. En la primera noche lo oyó llorar en la camita improvisada en la estrechez del cuarto. Era casi un quejido, como el del viento que se filtra por una ventana sin burletes.

Prendió la luz del velador. Simón se acurrucó debajo de la frazada, ella la deslizó apenas para preguntarle si se sentía bien. El niño no contestó. Pudo percibir que temblaba. Lo único que supo hacer fue abrazarlo y quedarse a su lado hasta que la respiración se le fue normalizando y se adormeció.

El día siguiente era sábado. Desayunaron en silencio, Simón siempre con la mirada fija en el mantel. Bebía la leche con desgano y solo le dio un mordisco a la rodaja de pan con dulce de damascos que Telma le dejó, por ser su mermelada favorita.

—¿Vamos a la plaza? —propuso, tratando de sonar entusiasmada.

Simón se encogió de hombros y no levantó la vista.

—Hay sol, te va a hacer bien y así me contás por qué llorabas anoche.

La miró y ella percibió por primera vez la honda soledad en sus ojos de brea espesa, levemente sesgados.

—Soy un cabecita negra*, un chinito ¿no? —dijo como si masticara cada palabra, en lugar del pan.

—De dónde sacaste eso.

—Los chicos del grado. Se reían.

Natalia trató de aliviarlo, pero sus frases le sonaron convencionales. Después del almuerzo, mientras él jugaba distraídamente con un autito, pensó que debía encontrar una metáfora o una forma didáctica para explicarle aquello que lo perturbaba.

Inspeccionó dentro de la heladera, sacó dos cajas de huevos, una con los blancos y otra con los de color. Sobre la mesa empezó a mezclarlos, a formar diseños que cambiaba continuamente.

Simón soltó el juguete y fue directo a la mesa a observar los movimientos de Natalia.

—Qué hace el huevo blanco fuera de la caja —preguntó. Siguió mirando y con el índice señaló la tapa de la caja. —Ese huevo colorado tiene que estar con los demás colorados, no con los blancos.

—Al contrario, hizo bien en pasarse al otro sector.

—Pero le sacó el lugar al blanco, que se quedó afuera.

—Se quedó afuera porque lo eligió, lugar había, él no quiso mezclarse con los “colorados”, como vos los llamás.

—El colorado se metió junto a los blancos… —dejó la frase en suspenso unos segundos y después preguntó—: ¿por qué?

—Para terminar con la discriminación.

—¿La dris cri qué?

—Dis-cri-mi-na-ción, lo que hacen tus compañeros en el cole. Por tu color de piel más oscura. El colorado tuvo el coraje de instalarse con los blancos, en una esquina todavía, pero dio un paso. ¿Entendiste, Simón?

—¿Y si me empujan para que me vaya?

—Apenas se descuiden lo volvés a intentar, hasta que te conozcan.

Le vino a la mente su propia experiencia, cuando en la escuela las compañeras la llamaban la rusa y ella siempre las corregía: soy polaca. Tanto insistió que llegó el día en el que fue Nati para todas.

Él le tomó la mano y Natalia vio como en sus ojos se formaban estrellas de cuarzo.



©  Mirella S.   (texto y foto)   2019 



*Cabecita negra  y chinito son términos utilizados en  Argentina para denominar, despectivamente, a un sector de la población asociado a personas de pelo negro y piel de tonalidad más oscura, provenientes de zonas rurales de las provincias del interior.




miércoles, 11 de septiembre de 2019

Eterna, efímera belleza

Liliums para "Retrato de Emilie Flöge" de Gustav Klimt

Los inicios

En 1999 hice un curso de fotografía. Empecé con cielos (como ahora), fotos callejeras (pocas) y me dediqué a fotografiar objetos en mi casa, tipo naturalezas muertas, en blanco y negro. En algunas combinaba los elementos de un modo bastante surrealista y metafórico. Lo más importante era la composición, el ángulo de enfoque (compré un trípode) y la luz. 

Después vino la etapa de las flores, siempre en casa. Clic clic clic la vieja cámara Canon echaba humo. Un día encontré unas láminas con retratos de mujeres pintadas por artistas famosos. Se me prendió la lamparita: servirían de fondo para las flores en vez de telas o papeles texturados.

Flor de iris para "Virgen con el niño" de Miguel Ángel

La serie

Explorando esa idea saqué más de cien fotos en color y en blanco y negro. El profe estaba contento, yo, para no perder mi consabida exigencia, bastante menos.

Las vio un pintor amigo, se entusiasmó: ¡tenés que hacer una muestra! Me reí para mis adentros, qué fácil es decirlo. Pero él tenía conexiones con una florería recién inaugurada en Puerto Madero, que en esa época no era lo que es hoy.

Llevé las fotos al local, minimalista y moderno. ¡Oh, las aceptaron!

Así nació la serie Eterna, efímera belleza. Me apropié de la perfección petrificada de mujeres inmortales y les agregué el encanto vital y efímero de flores que, según mi criterio, armonizaban con cada retrato.

Tuve que seleccionar veinte. Mis ahorros quedaron diezmados cuando llegó el momento de encargar el catálogo (con un diseño satisfactorio) y de enmarcarlas.


Margaritas para "Giovanna Tornabuoni" de Domenico Ghirlandaio

La exposición


La apertura se fijó para el 23 de noviembre del 2000, a las 19 horas. Las fotos habían quedado muy bien con el marco blanco y resaltaban en la pared rústica de ladrillos.

Los nervios me consumían. Además de ser mi primera exposición, estaban las circunstancias externas. Los sindicatos se habían puesto de acuerdo y decretaron un paro general para el jueves 23, con marcha y concentración en Plaza de Mayo. También adhería el transporte público.

La reunión en la Plaza no se llevó a cabo: al mediodía se produjo el desbande total de los manifestantes debido a la tormenta más tormentosa que recuerdo. Rayos, truenos y un diluvio diabólico cayó toda la tarde. Alrededor de las 18 horas, menguó.

Hubo otra mala noticia: media Buenos Aires se había inundado de tal manera que solo pudieron llegar unas pocas de las 150 personas invitadas por los dueños del negocio.

A fines de enero del 2001 desmonté la muestra. En ese entonces la florería estaba mal ubicada y no iba nadie. Cerró un año después. Hoy hubiera estado en el lugar más estratégico de Puerto Madero.

No era mi tiempo.  

¿Los cuadros con las fotos? Me quedé con cuatro, los otros los fui regalando.


Claveles para "La joven de la perla" de Jan Vermeer


©  Mirella S.   (texto y fotos)    





lunes, 2 de septiembre de 2019

Duplicado



Antes de abrir la puerta, ella titubea, no le gusta lo que va a hacer. Es un acto lícito, le aseguró el abogado, solo debía colocar el papel en el expediente.

Su garganta está seca, las manos temblorosas y un pum pum desacompasado le bailotea en el pecho: se ha convertido en la concentración de todos los miedos.

Saca el duplicado de la llave, la introduce en la cerradura. Antes de hacerla girar mira el pasillo tenuemente iluminado que se aleja, lúgubre, hacia las escaleras. A esa hora no hay nadie en las otras oficinas.

El documento incriminador, que él con su vileza habitual había hecho “desaparecer” del expediente, inclinará la balanza de la justicia a su favor. Es una fotocopia del original, que tuvo la precaución de guardar. Una copia desteñida, como ella misma de lo que una vez fue, como la llave, como el lugar en que él la había puesto y ella permitió.

Empuja la puerta, que chirría ásperamente. Se acerca al escritorio: su cara es una coalición de sudor y maquillaje. El aire le resulta irrespirable, como si hubieran esparcido esporas venenosas. La toxicidad que él emana ha impregnado la habitación.

La carpeta con su nombre la espera en el centro del escritorio. Tiene que abrochar el documento en el interior.

A sus espaldas oye cómo crujen los goznes oxidados de la puerta. Percibe la vibración de los listones del viejo parqué bajo los pasos demoledores que se aproximan.


243  palabras            



©  Mirella S.   — 2019 —



Este es mi aporte a la propuesta del compañero David