martes, 18 de diciembre de 2018

Chocolates para la alegría




Si no hubiera llovido torrencialmente los chicos habrían podido venir a su cumple y Rocío no se hubiese empachado comiéndose ella sola todos los bombones de la caja.
Cumplía los doce y terminaba el primario. Cada tanto, miraba el reloj y después pegaba la nariz al vidrio de la ventana. La única visión eran los latigazos del agua, que la fuerza del viento deshacía en cascadas. La ciudad se inundó y sus amigos no llegaron. La caja de felpa roja era un llamado, casi un grito. Se comió hasta los de licor, solo quedaron los papelitos marrones, igual que alvéolos de un panal vacío.
A la mañana siguiente amaneció brotada.
—Sarampión —gritó la madre.
—Varicela —la corrigió el padre.
—Viruela boba —dijo la hermana mayor, despectiva como siempre. Y agregó—: por glotona.
—Un enema, ayuno y se acabaron los chocolates. Es una reacción alérgica —afirmó el médico, con la cara de un juez que dicta sentencia a cadena perpetua.
Y el chocolate fue desterrado de sus goces, pero no de los deseos. El delicioso chocolate caliente de las tardes de invierno o el submarino después de una película se habían convertido, como la magdalena de Proust, en un recuerdo de placeres pasados.
Para Rocío, paladear un trocito de chocolate, era la incorporación de una sustancia que traía sonrisas y gotas de luz que le rellenaban el corazón con agujeritos, como el tema musical de su telenovela preferida, a fines de los 90’.
Todo era tan almibarado en esa época. Después vino la pubertad, una etapa rabiosa y ácida. A los quince se rebeló o simplemente se cansó de la docilidad forzada y se despachó una tableta entera de chocolate amargo, sin leche ni almendras, apenas un ascético choco amargo. Además de brotarse se hinchó y le tuvieron que aplicar una inyección. La alegría fue tan fugaz que ni valió la pena pasar ese susto.
Hubo otras pequeñas alegrías que sirvieron para compensar desconciertos, miedos, el disparate de ser adolescente. Pero ese divertimento íntimo, la dulce fiesta que comenzaba dentro de la boca, se expandía y era absorbida por cada una de las células, le estaba vedada.

Y hoy Nicolás se presenta con un puñado de Garotos que saca de su mochila.            
—Tres para vos y dos para mí —dice—, si los querés todos, son tuyos.
Rocío niega con la cabeza y agradece con voz ahogada por las ganas y la culpa de aceptarlos. Nicolás no sabe, no se lo dijo, como si fuera un secreto vergonzoso. Tampoco le puede hacer un desprecio. Él se engulle los suyos de un bocado. Entonces, miente. Sin mirarlo, murmura:
—Los dejo para después, así cuando los saboreo es como si estuvieras conmigo. —Y se siente la protagonista más cursi de la peor novela de la tarde.
Los guarda en el morral; en el subte, entre el calor, los apretujones y codazos, Rocío piensa que los encontrará derretidos o aplastados, lo cual no tiene importancia, si no los va a comer. El paladar destila un jugo imprevisto ante la idea de lamer los restos pegados al papel de aluminio, despaciosamente, con la punta de la lengua, rosa como las patitas de las palomas. Solo eso, un lento lengüetazo; regalarle a las papilas gustativas la memoria de su sabor preferido, recuperar ese gozo minúsculo.
Durante el trayecto imagina los posibles rellenos (¿cerezas al marrasquino, crema de pistacho o mousse de limón?) y en el modo sensual en que la lengua recorrerá el cuadrado de papel hasta levantar la última partícula de chocolate, con la avidez del oso hormiguero al que no se le escapa ninguna hormiguita.
Entra a la casa, saluda distraídamente. Ya con la boca henchida de saliva corre a su cuarto, busca en el morral.
—Se fueron para el fondo, se hacen desear —dice en voz baja. Saca el paquete de las carilinas, la billetera, el porta cosméticos, el celular. Sus dedos ansiosos hurgan en las profundidades. El índice se hunde en un vacío inesperado: la costura se había abierto para dar lugar a un agujero.
Se pasa la mano por los labios como si recogiera algún rastro delator. El borde de sus pestañas se humedece. Los destellos de la alegría se apagan, igual que los chisporroteos finales de una cañita voladora.
Esa noche, envuelta en el sueño, está nadando en mares de cacao espeso. A su alrededor, igual que en un naufragio, flotan pasas de uva, avellanas, emergen peñones de un chocolate oscuro que presiente ocultan corazones de marroc o dulce de leche. Mete la cabeza debajo de la superficie con la boca abierta, muerde, mastica y traga en un deleite voluptuoso. Repentinamente descubre a Nicolás que aparece a su lado y le ofrece una ramita de chocolate blanco. 
Al despertarse el aroma tibio, con un dejo a vainilla, todavía impregna el cuarto. En sus mejillas titilan pequeñas pulsaciones. Cuando se mira en el espejo del baño ve su cara llena de puntos rosa, como las patitas de las palomas.




 ©  Mirella S.   — 2013 —




martes, 4 de diciembre de 2018

El desarraigo de los tulipanes




El cuaderno, clausurado por telarañas y polvo, cayó al piso mientras Emiliano removía el estante alto del placar del dormitorio. Lo alejó con el pie, su atención puesta en destrabar la tabla. La cabaña estaba en peores condiciones de lo que le había parecido cuando la vio por primera vez. Él se las ingeniaría en convertirla para Lola en su hogar soñado.
Era habilidoso y rápido. Lola llegaría en tres semanas. Iba a sorprenderla, sabía sus gustos: mucho color marfil. A las puertas, las contraventanas y al exterior de troncos les lavaría la cara con una buena capa de barniz. Y dignificar la madera de los pisos con una pulida a fondo.
Dos habitaciones, una cocina angosta y una esquirla de baño: es todo lo que te permite tu presupuesto, por algo se empieza, se dijo. El moño del regalo va a ser el panorama, las montañas verde azul de la precordillera y el bosque, con la luz de la tarde que se estanca en los pinos. Hasta conseguiste un laburo y pronto vendrá Lola, qué más podés desear.
La primera semana fue de rasqueteo, lijar mugre y pintura, que de tan vieja se caía como una cáscara, desnudando las piedras angulosas que revestían las paredes del comedor.
A quién se le habría ocurrido pintar esas lajas, le daban un toque rústico al interior. Pero a medida que las limpiaba vio las grietas que atravesaban las piedras. Emiliano las recorrió con los dedos y sus yemas temblaron ante el contacto, como si percibieran la vibración de algo vivo que salía de ellas.
A la noche, con la fatiga estrujándole los músculos, se metió en la bolsa de dormir. Los ojos no querían cerrarse, vueltos hacia la negrura infranqueable del cielo patagónico.

Se olvidó del cuaderno, hasta que las pajas de la escoba golpearon algo duro y Emiliano se agachó para ver: a las telarañas se le habían pegado escamas de pintura, formando un nido. Lo sacudió y asomaron unas tapas arqueadas por la humedad. Les pasó un trapo y abrió el cuaderno.
Las hojas tenían el color y la consistencia del cuero; de las rayas brotaba una letra desvanecida en el tiempo. Había algunas fechas, como si fuese un diario, pero sin el año. Lo apoyó en el cajón de manzanas que le servía de silla y lo hojeó a la hora del sándwich. Lo que leyó le resultó misterioso.
No pudo darse cuenta si lo escribía un hombre o una mujer. Seguramente una mujer, los hombres en el mundo de Emiliano no se dedican a escribir diarios, acá hay que laburar, este palabrerío no sirve para llenar la olla.
Esa tarde hizo varios recreos; permanecía junto a la ventana del oeste y miraba, sin ver, la silueta de los pinos contra un cielo violento de nubes. Después de la cena austera, recorrió varias veces los escasos cuarenta metros cuadrados de la vivienda y trató de descifrar la inquietud que lo llevaba a esa inercia. Voy a ponerme las pilas, mañana lo dedicaré a las rajaduras y si no quedan bien, no habrá más remedio que pintar. Tonos marfil, para Lola.
Por fin se acostó, acercó el sol de noche y abrió el cuaderno:

 “17 de mayo. Sigo en el intento de descubrir aquello que está en mí y digo que no soy. Que me constituye pero al que no tengo acceso, como si estuviera prohibido (¿por mí?).
Si lo logro cabe la posibilidad de que las verdades que diseñé minuciosamente se derrumben, entonces quedaré suspendida en el aire, sabiendo que en cuanto pierda concentración o abandone el control caeré en un limbo, permaneciendo en un estado como el del sueño, donde todo es permitido porque se olvida…”

Era una mujer nomás, una de esas colifatas tragalibros a quien el aire de la montaña había trastornado. Emiliano apartó el cuaderno igual que si fuera una alimaña peligrosa.
Qué embromar, a mí me importan las cosas de todos los días, no me hago preguntas que no sé contestar, soy práctico, un flaco común, sin pajaritos en la cabeza, como polenta y arroz para ofrecer a Lola lo mejor que esté a mi alcance y quiero transformar esta casucha vieja y solitaria en algo tibio. Mi única preocupación es cómo voy a pagar el préstamo. Soy lo que soy y no me interesa saber lo que no sé que soy.  No tengo tiempo.
Emiliano sintió un furor ardiente, desconocido en él, siempre tan manso. Miró el cuaderno que yacía en las sombras, no le pudo echar la culpa de su rabia.

Avanzó poco en el trabajo. La demora provenía de las fisuras: se habían agrandado y por más que les metía la mezcla, que empujaba con la punta de la cuchara para llegar hasta el fondo, el relleno parecía ser absorbido por una boca ávida y no conseguía llevarlo al nivel de la pared. Hasta que la mezcla se le acabó y las grietas siguieron expuestas. Heridas que no cicatrizaban. Las entrañas de las rajaduras están vacías, tienen hambre y yo les doy mi comida. Empezó con la pintura en el comedor. Al blanco de la lata le agregó un chorrito de ocre. Mientras lo revolvía vio que iba a quedar muy oscuro. Un asqueroso color mierda. ¡Sobre llovido, mojado! gritó con voz ronca. Pintó furiosamente tres paredes, lo voy a aclarar con la segunda mano, dijo. Abandonó antes de lo previsto y fue a sentarse en un tronco en la parte de atrás de la casa. Sostenía el cuaderno, no recordaba haberlo tomado. Leyó:

 “8 de junio. No hay verdades sino microscópicas construcciones mentales, ladrillos apilados de un muro que me preserva y le da sentido a cada acto, a cada afirmación (o negación). ¿Qué pasa si los ladrillos se desmoronan?
Tengo pánico por todo lo que pueda destruirse, pero también por lo inmutable. Habría un abismo negro que me tragaría, quedando a merced del vacío (vuelve la extorsión del vacío). Esporádicamente tiro algunos ladrillitos, los reemplazo por otros, y después del dolor que me dejó el pico o la maza al derribarlos, sobreviene esa felicidad absurda, porque me digo (y le digo al mundo): hice trizas lo que se cristalizó, me transformé, soy algo nuevo.
Otras reglas, otro orden, otras mentiras (siempre la misma estructura)...”

Emiliano, con una opresión en el diafragma, entró en la casa, miró el horror de las paredes. Si me apuro todavía lo puedo arreglar.
Sin embargo, el resto de la tarde merodeó adentro y afuera de la casa, sin tocar nada. Los bordes de los objetos por momentos se esfumaban y en otras ocasiones chocaban contra su cuerpo. La casa no me quiere, pensó, la casa pertenece a la mujer del cuaderno.
Bajó al pueblo, entró en el único locutorio y mandó un mail a Lola. “No avanzo en los arreglos, la cabaña tiene más problemas de los esperados, no sé si estará lista para la fecha que pensamos. Creo que voy a tener que trabajar en la maderera antes. No vengas por ahora. Te extraño.”
Abrió algunos de los muchos mails de Lola, con sus emoticones sonrientes y florcitas. Leyó frases sueltas, la boca apretada y el corazón frío como un molusco.
Dio una vuelta por el pueblo, hubiera querido preguntar a alguien sobre la cabaña, por la mujer que había vivido allí. Al ferretero, tal vez, un hombre viejo y conversador. Necesito más pintura blanca ¿me la fiará? Mañana voy a la maderera, trabajo unos días, pido un adelanto.
Con la cara hosca tomó el camino que subía hacia las afueras y lo arrastraba hasta la casa. Hasta el cuaderno.

“29 de agosto. El aislamiento y el desarraigo, no sé en qué orden, labran estas frases en una lengua que no es la mía, que aprendí laboriosamente. Da lo mismo cuál use, para ciertas intuiciones no hay idioma, incluso las palabras estorban y nunca terminan de decir lo inexplicable.
 Sin darme cuenta resbalé de una ciudad a otra, bajando de un hemisferio al otro, de lo pequeño y ordenado hasta casi los confines de la tierra, que resultaron tan vastos que ahogan más que los canales de Ámsterdam.
El espacio, todo este espacio para una mujer sola, en esta casa, con mi vaca, los pollos y dos perros sarnosos. Ah, y la montaña sagrada, su cuerpo irrefutable que se acerca al cielo y establece la última frontera que deberé acatar…”

Por la mañana no se levantó al amanecer según lo había planeado para hablar con el capataz. De pronto la casa era un útero que lo cobijaba y también lo atrapaba. Nunca se había puesto a reflexionar sobre sí mismo, a verse como si estuviera mirándose desde una ventana. Es la soledad, la falta de Lola lo que te ablanda el cerebro. Entonces se dio cuenta de que hacía días que no pensaba en Lola.
Una tarde tuvo frío, no el del invierno (era un febrero tibio), otra clase de frío. Limpió la chimenea que estaba en la cuarta pared del comedor, la que había quedado sin pintar y aún exhibía las piedras mohosas. Juntó ramas y el fuego crepitante le produjo una imprevista alegría, la alegría primitiva y cándida de cuando sos un pendejo y te creés todo lo que te dicen los adultos, ellos son los que saben, los que te enseñan cómo tenés que ser. La intrincada danza de las llamas, el calor que esparcían, el grato aroma de la madera al quemarse barrieron las preocupaciones de ser grande.
Ya había ido al pueblo para enviar un mail a Lola, sin besos ni nostalgias, un escueto no vengas, estoy atrasado. Emiliano.
Leyó el cuaderno entero. Seguía sin captar su contenido, pero cosas nuevas circulaban por los intestinos de su mente.

“16 de octubre. Cuando se dice salir al mundo ¿a cuál salgo, al de los demás? Sí, pero como el caracol voy con el mío a cuestas. No salgo desde la inocencia. Y desde mi mundo miro al de los demás. Amo a los que se me parecen o escapo si están en mis antípodas. Lo diferente, lo que no entiendo, me da miedo.
¿Cómo será ver desde los ojos de los otros? No a partir de la ínfima comprensión que consigo tener, sino con la más absoluta insensibilidad, que se convierte en una sensibilidad suprema porque me aísla de la contaminación de mis emociones, de las oscuridades caóticas que me dominan…
Si esto hubiera sido factible, si no hubiese mirado desde el anhelo de mis ojos, no habría traído a estas tierras mis bulbos de tulipanes, impropios ya de tanto viajar y no los hubiera sometido al exilio que me impuse…” 

Emiliano buscó dentro de la mochila y sacó una birome. Aún había hojas sin escribir en el cuaderno. Con su letra despareja, anotó:

“12 de febrero. El desarraigo de los tulipanes me acerca a la tierra, también a esa mujer que quiso plantarlos…”                          



©  Mirella S.   — 2011 —