Si no hubiera llovido torrencialmente
los chicos habrían podido venir a su cumple y Rocío no se hubiese empachado
comiéndose ella sola todos los bombones de la caja.
Cumplía los doce y terminaba el
primario. Cada tanto, miraba el reloj y después pegaba la nariz al vidrio de la
ventana. La única visión eran los latigazos del agua, que la fuerza del viento deshacía
en cascadas. La ciudad se inundó y sus amigos no llegaron. La caja de felpa
roja era un llamado, casi un grito. Se comió hasta los de licor, solo quedaron
los papelitos marrones, igual que alvéolos de un panal vacío.
A la mañana siguiente amaneció
brotada.
—Sarampión —gritó la madre.
—Varicela —la corrigió el padre.
—Viruela boba —dijo la hermana
mayor, despectiva como siempre. Y agregó—: por glotona.
—Un enema, ayuno y se acabaron
los chocolates. Es una reacción alérgica —afirmó el médico, con la cara de un
juez que dicta sentencia a cadena perpetua.
Y el chocolate fue
desterrado de sus goces, pero no de los deseos. El delicioso chocolate caliente
de las tardes de invierno o el submarino después de una película se habían
convertido, como la magdalena de Proust, en un recuerdo de placeres pasados.
Para Rocío, paladear un trocito de
chocolate, era la incorporación de una sustancia que traía sonrisas y gotas de luz que
le rellenaban el corazón con agujeritos, como el tema musical de su telenovela
preferida, a fines de los 90’.
Todo era tan almibarado en esa
época. Después vino la pubertad, una etapa rabiosa y ácida. A los quince se rebeló
o simplemente se cansó de la docilidad forzada y se despachó una tableta
entera de chocolate amargo, sin leche ni almendras, apenas un ascético choco
amargo. Además de brotarse se hinchó y le tuvieron que aplicar una inyección.
La alegría fue tan fugaz que ni valió la pena pasar ese susto.
Hubo otras pequeñas alegrías que
sirvieron para compensar desconciertos, miedos, el disparate de ser
adolescente. Pero ese divertimento íntimo, la dulce fiesta que comenzaba dentro
de la boca, se expandía y era absorbida por cada una de las células, le estaba
vedada.
Y hoy Nicolás se presenta con un
puñado de Garotos que saca de su
mochila.
—Tres para vos y dos para mí
—dice—, si los querés todos, son tuyos.
Rocío niega con la cabeza y
agradece con voz ahogada por las ganas y la culpa de aceptarlos. Nicolás no
sabe, no se lo dijo, como si fuera un secreto vergonzoso. Tampoco le puede
hacer un desprecio. Él se engulle los suyos de un bocado. Entonces, miente. Sin
mirarlo, murmura:
—Los dejo para después, así
cuando los saboreo es como si estuvieras conmigo. —Y se siente la protagonista
más cursi de la peor novela de la tarde.
Los guarda en el morral; en el
subte, entre el calor, los apretujones y codazos, Rocío piensa que los
encontrará derretidos o aplastados, lo cual no tiene importancia, si no los va
a comer. El paladar destila un jugo imprevisto ante la idea de lamer los restos
pegados al papel de aluminio, despaciosamente, con la punta de la lengua, rosa
como las patitas de las palomas. Solo eso, un lento lengüetazo; regalarle a las
papilas gustativas la memoria de su sabor preferido, recuperar ese gozo
minúsculo.
Durante el trayecto imagina los
posibles rellenos (¿cerezas al marrasquino, crema de pistacho o mousse de limón?)
y en el modo sensual en que la lengua recorrerá el cuadrado de papel hasta
levantar la última partícula de chocolate, con la avidez del oso hormiguero al
que no se le escapa ninguna hormiguita.
Entra a la casa, saluda
distraídamente. Ya con la boca henchida de saliva corre a su cuarto, busca en
el morral.
—Se fueron para el fondo, se
hacen desear —dice en voz baja. Saca el paquete de las carilinas, la billetera,
el porta cosméticos, el celular. Sus dedos ansiosos hurgan en las
profundidades. El índice se hunde en un vacío inesperado: la costura se había
abierto para dar lugar a un agujero.
Se pasa la mano por los labios
como si recogiera algún rastro delator. El borde de sus pestañas se humedece.
Los destellos de la alegría se apagan, igual que los chisporroteos finales de
una cañita voladora.
Esa noche, envuelta en el sueño, está nadando en
mares de cacao espeso. A su alrededor, igual que en un naufragio, flotan pasas
de uva, avellanas, emergen peñones de un chocolate oscuro que presiente ocultan
corazones de marroc o dulce de leche. Mete la cabeza debajo de la superficie
con la boca abierta, muerde, mastica y traga en un deleite voluptuoso.
Repentinamente descubre a Nicolás que aparece a su lado y le ofrece una ramita
de chocolate blanco.
Al despertarse el aroma tibio, con un dejo a
vainilla, todavía impregna el cuarto. En sus mejillas titilan pequeñas
pulsaciones. Cuando se mira en el espejo del baño ve su cara llena de puntos
rosa, como las patitas de las palomas.
Es un relato que publiqué al poco tiempo de abrir el blog y no lo leyó casi nadie.
Aquí va de nuevo, un texto más "livianito" para terminar el año.
¡Muchas felicidades para todos y hasta el 2019!
Y sigamos adelante con valor...
Y sigamos adelante con valor...