Voy caminando hacia el punto donde el sol inicia su
descenso, como si tuviera la certeza de que es la dirección correcta hacia el
mar. O, simplemente, quiero darle la espalda a lo que pasó.
Mis pies se hunden en el suelo blando. La mochila
pesa, contiene la botella con agua, un puñado de dátiles, media docena de higos
y un chaleco que, quizás, me sirva para la noche si el desierto no termina
antes conmigo. Nunca pensé que tendría un instinto de supervivencia tan
poderoso que me permitiría seguir sola, sin él. Me miro las manos: en las uñas
todavía quedaron atrapados granitos de arena.
Cavar y cavar, sin permiso para las lágrimas; el sudor
que gotea en el hoyo las reemplaza. La sequedad del aire se me ha metido
adentro y se chupó todo, hasta el dolor. No pude hacer un hueco profundo, debía
ahorrar fuerzas. Lo hice rodar despacio y le tapé la cara con la bandana de
algodón que le protegía la cabeza. Sus labios estaban entreabiertos y me
horrorizaba la idea de que se le llenara la boca de arena. No recé ninguna
plegaria, no sabía a quién dirigirla. Apenas dije por qué claudicaste,
amor.
Empecé a bajar por la duna. Un punto plateado se movió
en el cielo: un avión. Desapareció sin sonido, el calor y la luz deslumbrante se
tragan la vida y vomitan silencio. Fue en ese momento que decidí seguir el
rumbo del avión, que se dirigía hacia el oeste, hacia el crepúsculo.
¿Qué animales habitan en esta soledad, alacranes,
zorros, antílopes? Algún buitre vendrá desde un oasis lejano, ellos saben
esperar, por eso viven. Pero peores son los carroñeros que están en las
ciudades, de esos hay que desconfiar: nosotros no lo hicimos. Nos sedujeron con
su lenguaje áspero, sus turbantes de fuego y las túnicas claras. Éramos dos
extranjeros y anoche, después de despojarnos, nos abandonaron. Amanecimos en un
campamento tan yermo como la inmensidad que nos rodeaba.
Caminamos sin rumbo.
Él, con toda su fuerza y su coraje, cayó primero. Abrazó el aire y se deslizó
lentamente, como si la densidad de la atmósfera lo sostuviera. No hubo ni un
quejido de aviso, dejó de respirar, el calor le quemó los pulmones o le licuó
el corazón.
Decido resbalar como si estuviera en un tobogán. No te
des vuelta a buscar con la mirada lo que dejaste atrás o te convertirás en una
estatua de sal como la mujer de Lot. La voz sale de mi cabeza. Me paso los
dedos por la frente húmeda y sin hablar contesto: ya me estoy convirtiendo en
una estatua de sal, que de a poco se va a derretir y la arena, golosamente, me
absorberá hasta la linfa y nadie sabrá que estuve aquí. Las dunas tienen vida
propia, se mueven, cambian, desorientan, forman olas, son otra especie de mar,
centellean como si contuvieran polvo de diamantes o de estrellas caídas. Si me
diera vuelta comprobaría que mis huellas ya no están, que por aquí no pasó
nadie.
El horizonte tiembla en una bruma que desdibuja las
sinuosidades. Bajar y ascender ¿hasta cuándo, hasta dónde? Me doy cuenta de que
algo me golpea el pecho. Es la cámara de fotos, que como un
relicario, cuelga de un cordoncito. Estoy por sacármela y tirarla, pero me
acuerdo que tiene registrada la alegría de Casablanca, la medina de Marrakech,
su sonrisa abierta en la cara bronceada.
Ahora puedo percibir que el silencio no es absoluto.
Hay una casi inaudible nota sin variaciones que vibra en el aire. La canción del
desierto. El roce de millones y millones de partículas que se susurran sus
orígenes de piedras erosionadas por el dios Eolo en sus infinitos ataques de
furia.
Las líneas ondulantes se multiplican y he agotado el
último sorbo de agua, sin embargo, con el sol que declina el aire es más
respirable y un leve viento frontal trae lo que me parece el olor salobre del
océano. ¿Acaso no son aves las manchas que vuelan alrededor de la naranja desmedida
que cae aceleradamente del cielo? Tal vez un par de hileras más de dunas y veré
el agua espumosa que lame la orilla. Tal vez sea el delirio de un espejismo y solo
estén los buitres esperando.
© Mirella S. — 2013
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