viernes, 6 de julio de 2018

Estatua de sal



Voy caminando hacia el punto donde el sol inicia su descenso, como si tuviera la certeza de que es la dirección correcta hacia el mar. O, simplemente, quiero darle la espalda a lo que pasó.

Mis pies se hunden en el suelo blando. La mochila pesa, contiene la botella con agua, un puñado de dátiles, media docena de higos y un chaleco que, quizás, me sirva para la noche si el desierto no termina antes conmigo. Nunca pensé que tendría un instinto de supervivencia tan poderoso que me permitiría seguir sola, sin él. Me miro las manos: en las uñas todavía quedaron atrapados granitos de arena.

Cavar y cavar, sin permiso para las lágrimas; el sudor que gotea en el hoyo las reemplaza. La sequedad del aire se me ha metido adentro y se chupó todo, hasta el dolor. No pude hacer un hueco profundo, debía ahorrar fuerzas. Lo hice rodar despacio y le tapé la cara con la bandana de algodón que le protegía la cabeza. Sus labios estaban entreabiertos y me horrorizaba la idea de que se le llenara la boca de arena. No recé ninguna plegaria, no sabía a quién dirigirla. Apenas dije por qué claudicaste, amor.

Empecé a bajar por la duna. Un punto plateado se movió en el cielo: un avión. Desapareció sin sonido, el calor y la luz deslumbrante se tragan la vida y vomitan silencio. Fue en ese momento que decidí seguir el rumbo del avión, que se dirigía hacia el oeste, hacia el crepúsculo.

¿Qué animales habitan en esta soledad, alacranes, zorros, antílopes? Algún buitre vendrá desde un oasis lejano, ellos saben esperar, por eso viven. Pero peores son los carroñeros que están en las ciudades, de esos hay que desconfiar: nosotros no lo hicimos. Nos sedujeron con su lenguaje áspero, sus turbantes de fuego y las túnicas claras. Éramos dos extranjeros y anoche, después de despojarnos, nos abandonaron. Amanecimos en un campamento tan yermo como la inmensidad que nos rodeaba. 

Caminamos sin rumbo. Él, con toda su fuerza y su coraje, cayó primero. Abrazó el aire y se deslizó lentamente, como si la densidad de la atmósfera lo sostuviera. No hubo ni un quejido de aviso, dejó de respirar, el calor le quemó los pulmones o le licuó el corazón.

Decido resbalar como si estuviera en un tobogán. No te des vuelta a buscar con la mirada lo que dejaste atrás o te convertirás en una estatua de sal como la mujer de Lot. La voz sale de mi cabeza. Me paso los dedos por la frente húmeda y sin hablar contesto: ya me estoy convirtiendo en una estatua de sal, que de a poco se va a derretir y la arena, golosamente, me absorberá hasta la linfa y nadie sabrá que estuve aquí. Las dunas tienen vida propia, se mueven, cambian, desorientan, forman olas, son otra especie de mar, centellean como si contuvieran polvo de diamantes o de estrellas caídas. Si me diera vuelta comprobaría que mis huellas ya no están, que por aquí no pasó nadie.

El horizonte tiembla en una bruma que desdibuja las sinuosidades. Bajar y ascender ¿hasta cuándo, hasta dónde? Me doy cuenta de que algo me  golpea el pecho. Es la cámara de fotos, que como un relicario, cuelga de un cordoncito. Estoy por sacármela y tirarla, pero me acuerdo que tiene registrada la alegría de Casablanca, la medina de Marrakech, su sonrisa abierta en la cara bronceada.

Ahora puedo percibir que el silencio no es absoluto. Hay una casi inaudible nota sin variaciones que vibra en el aire. La canción del desierto. El roce de millones y millones de partículas que se susurran sus orígenes de piedras erosionadas por el dios Eolo en sus infinitos ataques de furia. 

Las líneas ondulantes se multiplican y he agotado el último sorbo de agua, sin embargo, con el sol que declina el aire es más respirable y un leve viento frontal trae lo que me parece el olor salobre del océano. ¿Acaso no son aves las manchas que vuelan alrededor de la naranja desmedida que cae aceleradamente del cielo? Tal vez un par de hileras más de dunas y veré el agua espumosa que lame la orilla. Tal vez sea el delirio de un espejismo y solo estén los buitres esperando.



©  Mirella S.   — 2013 —