miércoles, 17 de diciembre de 2014

Apuntes en hojas perdidas (IV)



Inconcluso


Hay un hombre que camina en la nieve. Lo veo como si lo mirara desde una cierta altura: algo negruzco, achatado contra el terreno blando. En mi posición de árbol, veo cómo se arrastra igual que un insecto a punto de morir. El viento le agita el abrigo y especulo que lo conduce hacia la ruta de los pájaros que emigran.

Es un nómade que invadió mis pensamientos. El cuerpo flojo, como el de un invertebrado, se empeña en avanzar otro paso.

Camina sin detenerse, encorvado e inseguro. Atraviesa la desolación de ciudades invernales, baja o sube cuestas de lana blanca. Sus pies se entierran, se levantan, dejan huellas que son violaciones a eso inmaculado y frío que lo cubre todo.

Él sigue su éxodo, quizás, al final del recorrido, lo espera un santuario que emana el incienso dulzón y ambiguo de la libertad. Su andar se ha lentificado, temo que desfallezca. Si quedara tendido no podré ayudarlo; la nieve, que cae incesante, lo cubrirá con su pálida mortaja.

Es un episodio que se repite, que parece suceder en otra dimensión. Él es un menhir eterno, clavado en el retiro de mi mente.

Escribo para que siga en su peregrinaje, se mantenga vivo. Cada vez se acerca un poco más. Repta por los cajones del escritorio, resbala como si hubiese pisado escarcha y se inclina, sorteando las ramas de un bosque petrificado que, únicamente, él distingue.


Yo lo miro, no sé quién es, qué pretende de mí. Ojalá que un día me revele sus inquietudes.




©  Mirella S.   — 2014 —




martes, 9 de diciembre de 2014

Reina de Lata

Reina de Lata es una alusión al tango "Buenos Aires, la reina del Plata"
 (el Río de la Plata) que popularizó Carlos Gardel.


En el cemento quedó cautiva  
la voz penumbrosa y flébil 
de un sueño. 
Los sueños de cemento o cementerio 
pesan como lápidas de hormigón. 

Deconstruir los muros, 
y sólo queden las ventanas
escurriendo las luces y oscuridades  
de esta ciudad agónica de miedo. 

La destronada Reina de Lata   
se recuesta en el río disfrazado de mar, 
le ausculta el espinazo 
y la erosiona con su lengua turbia. 

El visitante la descubre en el café de un viejo bar 
en el sushi de Palermo Soho 
o en la perplejidad del asfalto 
humedecido por la lluvia. 

La noche arrastra sombras.  
Hombres de cartón la escarban fatigadamente,
se cruzan con los de corbata y maletín 
que regresan de la City. 

La Reina los ve desde millones de ojos 
miopes de indiferencia, 
se arrebuja en las torres de Puerto Madero 
y dormita el largo eclipse de justicia. 

 ©  Mirella S.   — 2014 —


Y el videíto...

jueves, 4 de diciembre de 2014

Una voz en el teléfono




Son las dos de la madrugada. El teléfono repiquetea largamente antes de que contesten.
—… nas nochescen… d… —las palabras se pierden y emergen entre descargas eléctricas.
—Hola —digo.
—Sí, hola —la voz suena menos difusa. Es un hombre, me siento peor.
—Soy Natalia, Nati —contesto, para arrancar con algo.
—Buenas noches —después de una pausa, agrega—: Jorge.
Lo escucho soñoliento, tal vez lo desperté.
—Perdón por la hora.
—Estoy en mi horario de trabajo —se queda en silencio.
¿No le correspondería incitarme a hablar, tengo que decir todo yo? Titubeo, digo:
—No sé por dónde empezar.
—Ajá. Por donde quieras.
Silencio.
—¿Llaman mucho en tu horario? —pregunto.
—Según. Los sábados no tanto, los domingos son fatales. Estamos en verano, en enero hay menos trabajo. La gente sale a divertirse, se va de vacaciones.
—Te debés aburrir.
—Leo.
—Ah, qué leías.
—Una novela policial. Dashiell Hammett.
—¿Está buena?
—Me cortaste cuando Sam Spade, el detective, está por encontrarse con el supuesto asesino.
—Perdón. —Me digo: tarada, terminala con las disculpas. Junto coraje y sigo—: ¿No se supone que me tendrías que hacer alguna pregunta?
—No necesariamente, dejo que fluya, es mi estilo.
Hasta en esto tengo mala suerte, justo me toca uno que no facilita.
—Pero si lo preferís así —capto que se arrepintió. Después de unos chirridos en la línea, continúa—: ¿Con quién vivís?
—Con dos chicas amigas. Salieron.
—¿Por qué no fuiste con ellas?
—No me gustan los recitales, no soporto las multitudes. Tampoco me gusta la gente, me refiero en general.
—Tenés fobia social.
—¿Sos psicólogo? —la incomodidad del diálogo me ha secado la garganta.
—Ni loco —suelta una especie de risita de hiena.
—Voy a buscar un vaso de agua y vuelvo ¿me esperás?
—De acá no me puedo ir hasta las siete.
La heladera está desoladamente vacía y no hay agua fresca. Me sirvo los restos de un jugo de naranjas.
—Hola, estoy de vuelta.
—Okey.
—Los demás, los otros que llaman, cómo empiezan.
—Depende. Los hombres van al grano, las mujeres lloran y al principio no se les entiende nada.
—Yo no lloro, ni recuerdo la última vez que se me cayó una lágrima.
—¿Y cómo te desahogás? Tendrás una forma de desahogarte, de largar todo.
—Me asomo al balcón, miro el vacío, sin ver, es como si también me vaciara y dejo de pensar.
—Te alivia —es una afirmación más que una pregunta.
—Qué se yo, en esos momentos no estoy, no soy, no siento.
Me froto el entrecejo, el dolor de cabeza ha aumentado como una marea vehemente. Estiro el cable del teléfono al máximo para acercarme al balcón. El aire de afuera es plomo, igual que el de adentro. Cuando hablo por teléfono con alguien desconocido, tengo la costumbre de ponerle una cara, según lo que me sugiera la voz. Al tal Jorge, por su tono nasal, lo imagino parecido a Edward Norton, flaco, con la nuez prominente que sube y baja, ojos muy azules, unos ojos en los que podrías sumergirte y quedar congelada, como en la película que hacía de nazi.
—Hola, seguís ahí —la voz me llega con un timbre de impaciencia. El aficionado a las novelas policiales necesita más datos para construir mi personalidad y ver si soy culpable.
—Sí, pensaba —estoy por decir disculpame, pero me contengo a tiempo.
—En cómo lo harías.
La sangre se me sube a la cara en un fuego repentino y las sienes se humedecen. Tartamudeo algo inaudible.
—Hablá más fuerte. En qué piso vivís.
—En el quince.
—Muy alto. ¿Ahora estás en el balcón?
—Al lado de la puerta, el departamento venía sin teléfono inalámbrico y no quisimos gastar en uno. Son caros y alquilamos.
—Cuando salís, ¿mirás para abajo o te da vértigo?
—Al contrario, hay algo hipnótico. Todo se ve distorsionado, parece un paisaje abstracto y mi mirada le da el sentido que yo quiero. 
Bebo el último sorbo que quedó en el vaso y continúo:
—La sensación que me produce es la de observar el fondo de un cubo animado. Los autos, son como cucarachas de lata, corriendo hacia algún destino para procurarse un día más. Las personas se asemejan a hormiguitas diligentes, que acarrean su porción de tedio y miedo. Un zoológico.
—Vos mirás desde arriba y juzgás.
—No, les encajo a ellos lo que siento.
—Decime ¿qué tienen que ver con tu hastío y con tu miedo?
Barrí con el índice la transpiración de la frente. Contesté:
—Es la estupidez general, la indiferencia, pero no quiero hablar de eso.
—De qué, entonces.
—Tampoco lo sé. Llamé siguiendo un impulso. No podía dormirme, tengo insomnio.
—¿Tomás somníferos?
—Me los recetaron, los evito, al otro día amanezco atontada.
—Tenés el frasco lleno.
—Sí, debe andar por alguna parte.
—No planificaste nada, todavía.
Ese todavía me golpea como un puño en el diafragma. No contesto. Cambio el auricular de mano, se me está acalambrando el brazo.
—Y vos ¿alguna vez lo pensaste? —las palabras brotaron como si las escupiera.
—Seguro, quién no. —la voz es menos impersonal.
—¿Alguien te disuadió?
—Un tipo que laburaba acá y al que ahora estoy reemplazando. Lo ascendieron. De él aprendí el método.
—El método —repito tontamente.
—Claro, de no dar demasiada bola, no hay que ponerse dramático, intervención mínima, permitir que el otro crea que conduce la conversación.
 —No deberías revelarme el método —digo, acentuando la palabreja.
—Es que a vos ni se te cruzó concretar nada.
—No estés tan seguro.
—Lo sé porque tampoco elaboraste el modo. El 99 % de los que llaman no lo hacen. Quien está decidido no pierde tiempo marcando este número.
—Hay un 1 % restante.
—Esos, aunque les hables tres horas seguidas y te desgañites para mostrarle el lado positivo de todo, dolor incluido, ya no tienen remedio.
—De mí, qué dirías.
—El conflicto está en la soledad que te imponés. Te vendría bien conseguirte un novio.
—¿Con eso te curás?
—No, pero mientras dura la pasás mejor.
—¿El consejo forma parte del método, te lo dijo el que te disuadió?
—Es mío, a veces improviso.
—Qué creativo —me percato que lo estoy sobrando, algo inédito en mí—. Con tanto drama que escuchás, debes estar inmunizado. Digo, esas historias son vacunas que te protegen del amor.
—Mi vida personal no es tema de discusión, —habla con un tono más vacilante— decime de vos, te enamoraste, tuviste novio.
—Sí, tuve. Se suicidó hace dos meses. Gracias por el consejo y el diagnóstico, me ahorré una sesión con el analista. Te dejo para que termines la novela.
—Esperá, qué vas a hacer ahora —en la voz hay ansiedad.
—Voy a salir al balcón —después de una pausa, agrego—: A contemplar la noche.
Corto la comunicación.
©  Mirella S.   — 2014 —



Imágenes sacadas de la Web



jueves, 27 de noviembre de 2014

Lejano



Hablabas con palabras que ardían,
son rescoldos en mi nostalgia.
Tus manos de arena desintegraban gestos
si trascendían la piel.

Bajo la aspereza
inventé posibilidades de acercarme
sólo hallé una rosa congelada
que no supe derretir.

Tus deseos eran pulsiones viscerales,
buscando equívocos
para mitigar el hastío.

Antes de que te fueras, ya te esperaba
—inútilmente—
De mi boca en la tuya no quedaron rastros,
extintos por sabores nuevos.

Agotamos las noches
y la luna iluminó
nuestros pasos bifurcados.

©  Mirella S.   — 2014 —

Acrílico de Gina Higgins

Hay cambios en la organización: 
para los que no pueden ver el video o prefieren leer el poema sin música,
primero va el poema y después el video...


domingo, 23 de noviembre de 2014

Corpus



Alguien dice: el fuego hace sudar al que lo cuida. Por una asociación que aún no descifro, imagino la escena de una fogata en la playa y el lomo reluciente de un caballo de ébano que se confunde con la noche.

Pienso en el fuego, pienso en caballos y en mi cuerpo, aterido, débil. ¿No supe cuidar el fuego? Permití que se apagara o fue tan intenso que arrebató mi carne y solo dejó un esqueleto combusto, cubierto por lonjas de piel, como desgarrones de un vestido viejo.

Los músculos y los huesos duelen, siempre me duelen, hablan por lo que callo. No saben de palabras, se expresan en los latidos irregulares, acelerados; en los espasmos; en las diminutas contracciones repentinas. Gritan en las punzadas que me hacen apretar los dientes o los puños para no mostrar cobardía.

Pienso en el cuerpo y pienso en caballos salvajes que galopan en el ocaso. Las crines son cimitarras tajeando el carmín del aire. Las colas azotan las ancas, redondas, vibrantes, como si ellos mismos se fustigaran para correr más rápido y ganarle al sol, antes de que su lámpara roja se oculte en el horizonte. 

Los belfos les trepidan y veo sus siluetas contra la luna de cera, que emerge dúctil, morosa, en oposición al sol. El cuerpo es hostia profana o pan desacralizado y preferí remontarme con los pájaros almáticos.

Me doy cuenta de que se ha callado, no duele, como si no existiera. ¿Será así la muerte, un analgésico eterno?

Mis párpados se cierran, la fogata se extingue, los caballos se apartan del agua que les absorbe su vigor. El sueño llega.


©  Mirella S.   — 2014 —






lunes, 17 de noviembre de 2014

Pasos




El que vive en el departamento de arriba es adicto a las caminatas. El golpeteo de sus tacos repercute en mi monoambiente. Cada paso es como un gong que vibra en el aire o como si Robocop se paseara sobre mi cabeza.
No tengo escapatoria, soy un tipo metódico, trabajo en casa, salgo sólo a estirar las piernas o para las compras. Me mudé a este edificio hace poco, por algo el alquiler es tan barato. A la semana empezaron las idas y venidas y un polvillo leve cayó del cielorraso. Me preocupé cuando las marchas y contramarchas se extendieron hasta tarde y después durante la noche.
Mientras trabajo estoy con los auriculares puestos, escucho melodías suaves, que no me desconcentran. Pero llegó un momento en que tuve que subir el volumen, esos pasos parecían producirse en el interior de mi cráneo tapando la música.
Una noche me levanté y fui a tocarle el timbre. Nadie abrió y los paseos continuaron.
No tenemos portería ni encargado, hay una mujer que limpia los paliers y el hall de entrada dos veces por semana. Me dijo que nunca había visto al del 4º B.
El edificio da la impresión de estar deshabitado. Cuando salgo no me cruzo con ningún vecino y visto desde la acera de enfrente, las ventanas tienen las persianas siempre bajas. Conjeturo que como son departamentos de un ambiente no viven familias; debe vivir gente sola, que trabaja todo el día y vuelve recién por la noche. Menos yo y el de arriba.
Hablé con la inmobiliaria, que también es la que administra. El empleado me informó que el tipo envía puntualmente los cheques del alquiler y de las expensas. Se mudó hace años, dijo, ya no lo recuerda y sólo dejó un número de teléfono para emergencias.
En cuanto llegué a casa marqué el número, escuché los pasos y al mismo tiempo los timbrazos que progresaban en un vacío casi aterrador. Lo dejé sonar cinco minutos. La respuesta fueron los pasos ahuecándome el cerebro.
En ese momento hice mi declaración de guerra. Llamados, puñetazos en la puerta, le deslizaba papeles con las palabras más soeces que conozco, amenazas inverosímiles. Me fue venciendo la frustración y descuidé mis actividades. Estaba pendiente de los pasos, apenas dormía y cuando iba un rato a sentarme en el banco de una plaza, en medio de mi modorra, elaboraba estrategias para librarme del caminante. Imaginaba que cada una de sus pisadas se alargaba, en una procesión maléfica, hacia el camino del averno.

La solución la encontró la inmobiliaria. Me llamaron para ofrecerme un departamento, que se acababa de desocupar en el 6º piso del mismo edificio. Aunque era más caro, acepté. Con el espíritu alivianado guardé en cajas mis escasas pertenencias. En esos días, tal vez por la euforia de irme, los pasos parecían haber menguado su potencia.
Me sentí afortunado con la mudanza, el ambiente era más amplio, daba a un lateral luminoso, donde también quedaría a resguardo de los ruidos de la calle.
Después del traslado hubo un período de serenidad, incluso estaba a gusto conmigo mismo. Tardé más de lo necesario en acomodar los pocos muebles. Consulté un libro de Feng Shui, corrí el sofá cama y el escritorio numerosas veces, quería encontrar el ángulo óptimo, la luz y la orientación acertada.
Espacié mis idas al supermercado, terminé por hacer el pedido por teléfono. Tampoco volví a salir a caminar, hacía footing dentro del ambiente espacioso, casi monástico. Entre esas cuatro paredes estaba todo lo que podía desear. Desde la ventana seguía el cambio de las horas, del clima. Veía alas de nubes que navegaban por el cielo como velas pálidas, o la noche rota por la luna.
La paz terminó cuando empezaron los timbrazos y la estridencia del teléfono, hasta que lo desconecté. Más tarde vinieron los insultos, escritos con letras de imprenta y rodeados de puntos de exclamación, que me pasaban por debajo de la puerta.

©  Mirella S.   — 2014 —
Imagen sacada de la Web




lunes, 10 de noviembre de 2014

Video: Un modo de mí


Va otro video que hice con un texto viejo 
que se llamaba "Collar de lágrimas", pero por un problema en Youtube, 
lo tuve que subir con otro título.




miércoles, 5 de noviembre de 2014

Ojos de serpiente (II)




El tren pasa de largo en la estación siguiente. Poco después entra el guarda y pide los tickets. Hay movimientos rápidos y el ruido de suelas que raspan el piso. La mujer del suéter malva, apenas despabilada, busca en una cartera enorme, murmura algo y sacude la cabeza. Se oye el crujir del diario al ser doblado.
Él se incorpora y mete la mano en el bolsillo del jeans. El guarda toma los tickets, frunce el ceño, los examina y los marca con un clic enérgico. Se marcha.
Todos nos reacomodamos, cada uno vuelve a instalarse en su propia espera. El viejo abandona el diario sobre una ménsula debajo de la ventanilla. La del suéter malva bosteza y baja los párpados. La imito. En medio de la oscuridad y la oscilación tengo un atisbo de vértigo o de pánico. Abro los ojos y me encuentro con los de él, taladrándome. Reviso en la guía cuántas estaciones faltan para llegar. Me hago un masaje en la nuca y roto el cuello. Él ha metido los pulgares dentro del cinturón. Aunque sigue con las piernas abiertas recogió los pies, cautelosamente adelanto los míos.
En varias oportunidades giro los ojos en un paneo espasmódico.  Siempre me cruzo con los suyos y noto de que nunca parpadea; las pupilas son unas rayitas verticales que dan a su mirada una fijeza hechizante.
Pasan algunas estaciones, la atmósfera dentro del compartimiento parece haberse estancado, hasta que —casi en simultáneo— el viejo y la mujer de la izquierda, inician sus preparativos. Ella se pone el saco, carga un maletín y sale al pasillo antes de que lleguemos a la estación. El viejo recién se levanta cuando el tren se detiene. Espío a la mujer del suéter malva: su sueño es más profundo y exhala el aire con fuerza.
El pasillo exterior ha quedado vacío. Tengo una especie de ahogo. Él continúa escrutándome y se acentuó el gesto de la boca, o esa es mi impresión. Pienso en salir al pasillo, pero no me muevo. Mi garganta está seca, revuelvo dentro del morral para ver si encuentro alguna pastilla.
De soslayo veo una maniobra brusca: él apoya el tobillo de una pierna sobre la rodilla de la otra, formando una irreverente figura geométrica. Intento sostener su mirada, aunque no lo logro por mucho tiempo. Mis ojos revolotean como polillas en la búsqueda de un escape y siempre tropiezan con los suyos.
Trato de imaginar qué haré cuando llegue: buscar un taxi, ir al hotel en lo alto de la colina, puede ser que haya tiempo para una  recorrida por el centro histórico antes de que oscurezca. Porque el sol ha emprendido un descenso vertiginoso y la luz se consume en rojos fulgurantes. También el panorama adquiere un aire dramático. El valle quedó atrás y ahora transitamos por declives abruptos.
Alguien corre por el pasillo; me faltan dos estaciones. Podría ir al baño, quedarme en la plataforma y volver a buscar la valija antes de bajar. Guardo la guía y con el pañuelo seco mis palmas húmedas.
Él inicia una especie de tamborileo rítmico sobre su rodilla. Los golpecitos en la tela cruda restallan dentro del compartimiento. La sonrisa emana algo triunfal y le descubre los dientes. La mujer que duerme, con el mentón sobre el pecho, resopla mansamente. La percusión se acelera, se amplifica y cubre los ronquidos de la mujer y el balanceo del vagón. Comprendo que son mis propios latidos que retumban en mi cabeza y que sus dedos no hacen otra cosa que marcar el compás.
El pasillo está desierto, igual que la penúltima estación, cautelosa en el crepúsculo anticipado. El anuncio del tren al ponerse en marcha, suena como el grito doliente de un pájaro solitario. Rápidas, se alejan unas casas con muros de piedra y volvemos a bordear colinas color lavanda. Su cara es un imán: la fascinación se antepone al miedo. Cuando me abandono a esa mirada, los cuadritos, la mujer, los asientos de pana, se vuelven irreales. Sólo permanecen la sonrisa —o la burla—  y los ojos incesantes.
El tren aminora la velocidad. Estoy llegando a mi destino, las luces de la sala de espera pronostican un refugio seguro. Lo mejor será levantarme bruscamente, de un tirón bajar la valija del portaequipajes, con un salto superar su pierna extendida. Sin demoras alcanzar la plataforma y bajar al aire frío del andén, tan frío que duele inhalarlo.
La luz de los faroles contribuye a aumentar la atmósfera melancólica que envuelve a las pequeñas estaciones. Un clamor comunica la partida. En el andén un hombre con el uniforme gris de los empleados del ferrocarril, levanta un brazo en señal de autorización. Los vagones empiezan a moverse como un gordo gusano reumático. Las luces se convierten en una sucesión de manchas brillantes, cada vez más lejanas. El tren toma velocidad. 
Aparto los ojos de la ventanilla y me reencuentro con el diario mal doblado, las madonas renacentistas, el sueño cómplice de la mujer del suéter malva, los ojos de serpiente, las botas pespunteadas que avanzan, rodeando mis pies en un cerco infranqueable.



©  Mirella S.  —2011—


Imágenes sacadas de la Web



lunes, 3 de noviembre de 2014

Ojos de serpiente (I)




Entra cuando el tren empieza a rodar entre silbatos y vaivenes. Se instala en el asiento frente al mío. Acabamos de partir de la Stazione Termini de Roma. Es un compartimiento para seis personas, los otros pasajeros son dos mujeres y un hombre mayor. Estoy sentada entre una de las mujeres y el viejo, ubicado junto a la ventanilla.
Él deja una mochila andrajosa en el portaequipajes. El espacio que nos separa es angosto; cuando se sienta y extiende las piernas largas y flacas, sus pies chocan con los míos. No se disculpa,  mecánicamente recojo mis pies. Mientras maniobro para sacar la guía del morral, veo que calza unas botas negras, con pespuntes y puntera de metal.
El tren sale de la estación y aumenta la velocidad. El hombre viejo se pone los lentes y con gestos torpes trata de desdoblar un diario. Una de las mujeres, la que está enfrente del viejo, cierra los ojos y reclina la cabeza en el respaldo de pana azul.
Abro la guía y busco en la ‘P’. Estudio el plano de la región, con las zonas sombreadas que indican las colinas. Leo unos párrafos sobre la parte histórica. En la mitad de una frase, como si escuchara un llamado, levanto la cabeza. Él está mirándome. Debe tener unos treinta años, facciones angulosas, sus mejillas son un despliegue de cráteres y montículos. El pelo, de un rubio nórdico, le cae detrás de las orejas en mechones lacios.
La primera impresión que transmiten sus ojos es de vacío, igual que los de una esfinge o los de un ciego. Después percibo en ellos una luz incierta, como la que se refleja en el fondo de un pozo. Con una sensación de malestar desvío la vista hacia la ventanilla: un paisaje rutilante y escarpado aparece y desaparece detrás de los vidrios.
El viejo a mi derecha tose y produce unos sonidos con la nariz. La mujer a mi izquierda cruza las piernas; admiro sus zapatos de piel de lagarto. Se inclina hacia adelante y una cascada de ondas caoba le oculta el perfil. Vuelvo nuevamente la cabeza hacia la ventanilla, ahora sobre la ladera pedregosa pastan unas cabras.
Antes de retomar la lectura, compruebo que el desconocido sigue observándome. El viejo hace crujir el diario al sacudirlo. Leo un algo sobre el período etrusco. No me concentro. Controlo la hora: tengo todavía unos cincuenta minutos de viaje. Coloco el boleto a modo de señalador y cierro el libro. Las botas asoman dentro de mi campo visual. Él se ha despatarrado en el asiento con las piernas abiertas. Los ojos son estalactitas que se clavan en los míos.
El tren emite una especie de bufido y entra en un túnel. La oscuridad dura apenas unos segundos, sin embargo me toma por sorpresa y suelto el libro, que cae cerca de su bota. Él no intenta levantarlo. Al agacharme advierto el borde deshilachado y sucio de sus jeans. Me enderezo y su mirada me produce una sensación de frío.
Se me acalambraron las piernas por la posición, las estiro un poco y trato de no rozar las botas pespunteadas. Él hace un movimiento de tenaza y acerca sus pies a los míos. Quizás deba decirle algo, pero no sé qué. Me mira, insolentemente, la cabeza hundida entre los hombros y las manos en los bolsillos de la campera. Bajo la vista y con la uña rasco una pelusa en la manga. 
El tren se detiene en una estación. La mujer a mi izquierda se mueve un poco, aunque no se levanta, la cara siempre dirigida hacia el pasillo exterior. De reojo veo que él sacó las manos de los bolsillos y las apoya sobre los muslos. En el compartimiento se oye de a ratos el crujir del diario y la respiración monocorde de la otra mujer, que se ha dormido. Es de edad mediana y usa un suéter color malva. 
De tanto en tanto compruebo que él no me quita los ojos de encima. La inexpresividad de su cara es engañosa. Un gesto, que quiere simular una sonrisa, comienza a bordearle la boca y los ojos sesgados son desconcertantes. Primero me parecieron del color del agua turbia; después le descubrí tonalidades amarillo verdosas, como las de un ofidio.  Cada vez que lo miro me debilito.
Recorro detenidamente los carteles y avisos que hay en el compartimiento. Analizo los cuadritos que cuelgan en la pared: reproducciones de piadosas madonas renacentistas. Él se mantiene en la misma posición, sólo sus manos se han desplazado por sus muslos hacia arriba.
Quisiera beber una taza de café bien fuerte, pero no atino a levantarme y permanezco con los ojos erráticos, esquivando los suyos en complejos rodeos. Ya no hace falta que lo mire, lo percibo como si me tocara.

©  Mirella S.  —2011—

La segunda y última parte sigue el próximo jueves.





martes, 21 de octubre de 2014

Corazón tachado




Durante el viaje que fue su salida al mundo —que Abril imaginara como los pasos de un tango surrealista—, justamente en ese viaje, unos ojos le tacharon el corazón con su tinta azul.
Entonces ella dibujó dos signos de interrogación, rojos y algo chuecos, que no la llevaron a ninguna respuesta o certeza. En el medio de esos signos se extendía un vacío, era una pregunta huérfana de palabras: no supo cuáles ponerle.
Puedo inventar una fábula como la cultura de este mundo me ha enseñado. O empezar un diario:
“Querido  diario,  hoy  es  el día  en  que  a mi  corazón  lo  tacharon  sin  lástima…”
O anotarse en corazonesdespreciados.com. Otra opción sería decorar su dormitorio en tonos celeste, pintar en el cielorraso  nubecitas blancas, acostarse boca arriba con el vestido de la fiesta de los quince y quedarse observando las mutaciones de las nubes, a la espera que los años la momifiquen o, simplemente, que el caballero de la muerte le proponga matrimonio y la lleve a su palacio de sombras. O (por qué no) arriesgarse a un nuevo viaje, provista de una fibra bien gruesa y ser ella la que se dedique a tachar corazones.
Tengo varias posibilidades, no es necesario que me apure, es preferible permanecer quieta, total es la vida que se encarga de mover las fichas y pegarte el sacudón.
Un día, en alguna esquina metafísica, ocurrirá el topetazo con lo inesperado y las piezas del ajedrez caerán de golpe, reubicándose para una nueva partida. Quizás vivir consista en no albergar expectativas, borrar las tachaduras que se acumulan en el corazón y dejarse sorprender por el próximo juego, con la libertad y la ingravidez de una libélula.
El signo de interrogación vuelve a formarse ¿pero cómo se logra eso? Ahora contiene una pregunta concreta, que tampoco le da respuestas. ¿Se me revelará alguna vez?
Quizás en un sueño, que probablemente Abril olvide en cuanto despierte y que nunca terminará de descifrar. O si abriera sus oídos en una tarde rasgada de cigarras y pudiese captar el mensaje en la monotonía de sus voces. Quizás en el tintineo de la lluvia que gotea en el balcón. O si entendiera el idioma de las hojas secas al ser quebradas por sus pies y que, con el último suspiro crujiente, le dieran un indicio.
Deberá estar atenta a cualquier señal, organizar un estado de sitio de sí misma.
De inmediato le surge una duda: ¿pero si estoy tan pendiente de pescar la revelación no desatenderé otras circunstancias? ¿Y si no veo los carteles que me pueden conducir a una calle fulgurante de actividad y acontecimientos prodigiosos, mientras me quedo embobada en una única pregunta y en potenciales “y si… o… quizás…” que podrían suceder, pero aún no han sucedido?
Abril piensa que todo este asunto es como pretender atrapar burbujas: son meras ilusiones que de pronto estallan, dejan en el aire un leve rocío y un desencanto enorme, porque ella creyó que había alcanzado su verdad.
¿Cuál verdad? Ya no se acuerda, se extravió en un laberinto de pensamientos que la arrastraron hacia el incierto territorio de los interrogantes. 
Le parece recordar que ese torbellino de disquisiciones comenzó porque, en algún viaje remoto, la tinta azul de unos ojos le había tachado el corazón.

©  Mirella S.   — 2011 — 



Imágenes sacadas de la Web