miércoles, 19 de junio de 2013

Los escritores y sus personajes







Día literario


Por obra de la literatura, un enamorado es un Romeo, pero si las familias se llevan mal son Montescos y Capuletos. William Shakespeare los creó hacia 1595, cuando los barcos cruzaban los mares cargados de esclavos. Shakespeare, sus contemporáneos, los poderosos de su época son menos que polvo. Los personajes siguen vivos. Pero claro que no cualquier personaje vive: ésa es la labor del autor.
¿Qué tienen, cómo están hechos los personajes de la literatura que se meten en nuestra vida?


Una primera respuesta la da Luigi Pirandello, el autor italiano que en 1921 dio a conocer su obra de teatro Seis personajes en busca de un autor. 
“Los personajes -dice- no deben aparecer como fantasmas sino como realidades creadas, construcciones inmutables de la fantasía: más reales y más consistentes, en definitiva, que la voluble naturalidad de los actores.




Adolfo Bioy Casares, escritor argentino, autor de La invención de Morel; Diario de la guerra del cerdo; La trama celeste, dice: 
"Yo quisiera, y me esfuerzo para que así sea, que mis personajes sean ellos mismos y no hechos a imagen y semejanza del autor. Trato de no transmitirles cosas mías, de mi formación intelectual".




Ray Bradbury es estadounidense. Escribió Crónicas marcianas; El hombre ilustrado; Fahrenheit 451; Cuentos del futuro; Las doradas manzanas del sol.
Dice: "Yo diría que creo mis personajes para que vivan su propia vida. En realidad, no soy yo quien los creo a ellos sino que son ellos quienes me crean a mí. No tengo un plan preconcebido: quiero vivir las historias mientras las escribo. Le doy un ejemplo sobre cómo es mi relación con los personajes. Es algo que me pasó: el personaje principal de Fahrenheit -obligado a quemar libros- vino un día a mí y me dijo que no quería quemar más libros, que ya estaba harto. Yo no tenía opciones, así que le contesté: “Bueno, como quieras, deja de quemar libros y listo.




Rosa Montero, es española. Escribió, entre otros: La hija del caníbal; Crónica del desamor; Te trataré como a una reina; El corazón del tártaro, Amado amo; Bella y oscura. Comenta:
"Los personajes aparecen en tu cabeza en primer lugar muy pequeños, reducidos a una imagen, o una frase, o un gesto, una característica, una decisión, algo... es un núcleo sustancial a partir del cual ese personaje se va construyendo. Y lo desarrollas viviéndote dentro de él, es decir, es el personaje el que te va enseñando cómo es.
El novelista debe de ser lo suficientemente humilde como para dejar de lado su voluntad, digamos, y hacer caso a lo que el personaje le va contando de sí mismo... en algún sentido, el novelista es como un médium de ese individuo. La creación de una novela es muy semejante a un sueño. Tú no escoges el sueño que vas a tener, por el contrario el sueño se te impone. Por eso, cuando el escritor tiene verdadero talento, a veces los personajes le sacan de sus propios prejuicios. Por ejemplo, Tolstoi, que era un machista terrible y un reaccionario, escribió Anna Karenina queriendo hacer un libro contra el progreso; su idea primera era contar cómo el progreso era tan malo que incluso las mujeres se hacían adúlteras. Pero luego su personaje, Anna, le arrastró hacia algo mucho más verdadero, hacia un libro que denuncia el sexismo, la doble moral burguesa, la opresión de las mujeres. Todo eso se lo contó Anna a Tolstoi".




Antonio Skarmeta, es chileno. En 2001 ganó el premio Medicis, francés, por La boda del poeta. Es el autor de El cartero de Neruda; No pasó nada; La chica del trombón.
"Lo que hace atractivo al héroe es su fluidez. Es decir, el tránsito desde lo que ese ser cree. Por lo tanto, un personaje es siempre un proyecto, que es terminado por la manera como lo ven los otros personajes. En la novela contemporánea un personaje es una relación. El personaje no debe preexistir a la novela. Son los actos los que lo moldean, las opciones que toma. Lo ideal es que el personaje entre levemente en nuestra existencia y que nos anuncie que espera un cambio, acaso de tal magnitud, que nos lleve con él hacia una metamorfosis. También es posible que el héroe se mantenga en sus posiciones y sea deteriorado por la realidad cambiante. En la construcción de la narradora y protagonista de La chica del trombón tuve que ser muy diligente. En ella se produce la situación paradójica de que es una chica huérfana sin prehistoria y obligada a buscar sus raíces en el futuro. Esto define su carácter: es alguien que está moldeándose en algo impreciso. Un personaje es una encrucijada de opciones. Los grandes personajes de la literatura están consumidos por la sensación de que habitan en un misterio que deben revelar con sus acciones. Lo que los define es el riesgo. Desde allí irán al fracaso, o a la gloria."




Abelardo Castillo, escritor argentino, publicó Crónica de un iniciado; el Evangelio según Van Hutten y varios libros de cuentos y ensayos. 
Dice: “No creo demasiado en lo autorreferencial en literatura. El “yo” de una ficción es un punto de vista, una persona que se elige para contar una determinada historia.
La palabra “yo” es un personaje. Cuando el yo de la historia se confunde demasiado con el autor no estamos en la ficción sino en las “memorias” o el diario íntimo. Claro que toda ficción es “algo así” como la autobiografía de un escritor; pero en un sentido profundo, que no pasa necesariamente por lo anecdótico.
Los relatos fantásticos de Kafka son su autobiografía, como los cuentos de terror de Poe son la autobiografía espiritual de Poe, aunque nos cuenten sucesos imposibles. Creo además que ésa es la zona donde, a veces, un escritor delata mucho más fielmente su propia historia. La prosa “confesional” es una retórica y, según mi experiencia, la manera más eficaz de mentir.


"Dickens y sus personajes", acuarela pintada por Robert William Buss






"A medida que esos personajes de novela 
van manando del espíritu de su creador, 
se van convirtiendo, por otra parte, 
en seres independientes;
 y el creador observa con sorpresa
 sus actitudes, sus sentimientos, sus ideas."

Ernesto Sabato


domingo, 16 de junio de 2013

Un modo de mí


Foto de Jacob Sutton

Qué modo de mí se espeja en esta lluvia, que derrama sus joyas heladas,  se encharcan y disuelven en  la liquidez del asfalto.

Como yo, hoy.

Nubes de palabras quisieran gotear y quedan guarecidas, mudas, calentitas en el cuaderno.

Como yo hoy.

Qué modo de mí calla, acapara codiciosamente las sonrisas desplegadas por  Las Tres Gracias, mientras danzan en su jolgorio mitológico.

Una alegría que brota como el agua del cielo, cae y, paradójicamente, permanece adherida a mis paredes.

Es la alegría de una lágrima dura, engarzada como una perla en las pestañas. No quiere perderse piel abajo en un collar de lujo que no es mío. Y persevera, para no correr el riesgo de licuarse, igual que el granizo en mi balcón.

En algún momento saldrá el sol de una sonrisa. Ahora sería tan estereotipada como la felicidad cocacola de Norman Rockwell o de la rubia de dientes publicitarios.

Qué modo de mí aprisiona la alegría y la convierte en pan después de una huelga de hambre.

No puedo pintar ni escribir alegría, apenas consigo trazar estos garabatos en un papel,  nombrar el collar de lágrimas, la lluvia inundando los nidos de los pájaros. 

Incoherencias que enhebran el collar.


Esta tarde.






©  Mirella S.   — 2013 —     



Óleo de Alberto Pancorbo










jueves, 13 de junio de 2013

Downtown, New York




Nunca supimos —ni sabremos— porqué Pablo desapareció de esa manera. Una noche nos saludó con  un chau, nos vemos, y no lo vimos más. A la semana pasamos por la pensión, a preguntar. Dijo que se iba de viaje, nos informaron. Como al mes dimos una vuelta por lo de la hermana. Ella ni nos hizo entrar, desde la puerta y hamacando al último de los hijos, que chillaba como un marrano, con la indiferencia en la voz y en los ojos, idénticos a los de Pablo, pero fríos, dijo: ese vago hace rato que se borró y si se fue, mejor que acá no vuelva.
Eso pasó poco después de la euforia del Mundial del 78. No preguntamos más, no era tiempo de preguntas y varios andábamos con el culo entre las manos… Pablo no, era un bohemio, su única militancia era sacar fotos y su mirada experta sabía encontrar situaciones especiales, siempre en blanco y negro, con su Leica inmemorial. Entonces éramos unos pendejos idealistas, a la deriva, pero de a poco cada uno fue tomando su propio rumbo. Algunos se perdieron, vaya a saber por cuáles caminos; otros mantuvimos contacto y de vez en cuando compartíamos el clásico del domingo o unas cervezas. Con el tiempo Pablo dejó de ser tema de conversación, ya se había convertido en un fantasma.


No sé por qué me eligió a mí, no recuerdo que fuéramos demasiado afines, supongo que yo habré sido el único del que se acordaba la dirección. Me había casado y tuve que sentar cabeza, no me quedó otra, por el pibe, que nos cayó como peludo de regalo. Cosas de la vida o descuidos de la calentura.
Mi vieja me avisó por teléfono: tenía una carta. El sobre era grande, marrón, con estampillas extranjeras. Adentro había una foto en blanco y negro. En el reverso estaba escrito a lápiz: Downtown, New York, 1980. Quién me podía mandar una foto que había sacado diez años atrás. Una foto triste y al mismo tiempo elocuente, un reflejo de la soledad urbana. En blanco y negro, con el estilo y la visión inconfundibles de Pablo.
El de la foto podría ser él o cualquiera. Estaba tomado de lejos: una silueta en contraluz, un tipo sentado en el suelo, los brazos sobre las rodillas, al inicio de un pasaje estrecho, encajonado por dos oscuros paredones de ladrillos y ventanas con rejas. La luz venía de la calle transversal al pasaje y de un cachito de cielo entre los altos edificios cuadriculados de ventanas. Había una escalera de incendios, tal cual se ve en las películas yanquis.
El tipo, Pablo tal vez, usaba un sombrero de fieltro de los años 50 y una campera corta. Y en esa posición acovachada miraba a un gato negro. Un lugar roñoso, donde imperaba el abandono, con charquitos de agua, papeles tirados, el silencio del vacío, como el Once en un día domingo.
Él y el gato, frente a frente, mirándose, entablando un diálogo secreto. La sensación que tuve fue que se entendían, había algo recíproco, más allá de las palabras. Algo inmortal que fue fijado en una imagen que perduraba en el tiempo, que cruzó un hemisferio para que yo, un pobre gil, compartiera ese instante. Sin ninguna explicación ni una nota, muy de Pablo. Pero lo que me carcomía era no saber si ese fulano era Pablo. Y de no ser él ¿cuál era el mensaje, para qué la foto?
Estuve mucho tiempo dándole vueltas al asunto, no lo comenté con nadie, hasta que me decidí y enmarqué la foto. La colgué en un rincón del comedor, como si no quisiera que la vieran, como si fuese algo íntimo entre Pablo y yo. Diez años después me pareció que no éramos tan distintos. Claro que Graciela la descubrió al toque; ya por aquella época apenas nos aguantábamos. Plumero en mano, chilló: por qué pusiste esa porquería, es deprimente…  Y la descolgó. Yo me le fui al humo, la agarré del brazo y le dije que la dejara donde estaba. El tono de mi voz no admitía réplica. Ella, por primera vez, se tragó la respuesta.
En cambio Nacho, que tenía cuatro años, cuando la miraba decía: qué lindo el gatito que le habla al señor.


La foto señaló etapas de mi vida. La colgué en el 90 y en el 94 la descolgué porque me separaba. Me fui a lo de la vieja unos meses hasta que conseguí un sucucho para mí solo y que pude pagar. La foto ocupó un lugar destacado y cuando en el 97 me ascendieron, le cambié el marco por otro con más pinta.
No es que viviera pendiente de la foto, ni la miraba, la conocía de memoria, estaba ahí, y eso era lo importante. A veces pensé con envidia —para qué lo voy a negar—, que Pablo hizo lo que había querido. No es moco de pavo irte a Nueva York a los veinte años, sacar una foto que da testimonio de que tu sueño se está cumpliendo. Aunque te mueras de hambre y estés más solo que un perro, la pasión te arrastra y ese fuego no te lo apagan así nomás. Yo no lo tengo y lo que enciende mis días grises es saber que Nacho existe.
En el 2000 para Navidad me pidió una cámara de fotos. Pensé si me daría el cuero para comprarle una digital de última generación. Me dio una alegría casi desaforada cuando Nacho aclaró: como las de antes, para sacar en modo manual, igual que la foto de Pablo. Era el único que conocía la historia, mejor dicho, mis suposiciones sobre la historia.
En sus ojos de río manso aparecieron estrellas cuando abrió el estuche con la Leica. La que usaba Pablo, capaz que me hago famoso como él, murmuró. La llevaba a todas partes, era un saqueador de imágenes, que después me mostraba con entusiasmo.
En el 2005 le ayudé a armar el cuarto oscuro. El secreto del fotógrafo está en el revelado, me dijo. Tenía la misma edad de Pablo cuando se fue. A veces decía cosas parecidas. Era como si Pablo me hablara a través de Nacho y yo me entibiaba con el calor de su llama.
Una tarde, mientras tomábamos mate, así, como al pasar, me dijo que le habían aceptado el book en la galería del San Martín y que a fin de año haría una muestra. Miré la foto del hombre con el gato y ya no necesité saber quién era: el mensaje había encontrado destinatario.



©  Mirella S.   —2011—

Foto de Henri Cartier-Bresson







                                 

miércoles, 12 de junio de 2013

Malagueña salerosa




                                             
María Eloy García




El bien inmueble
la nostalgia vive en el sexto piso
tira un papel por la ventana
y por un segundo
se confunde con el vuelo migratorio
de un pájaro que quiere aparearse
la mierda que lanza desde su arriba
cae sobre la raya en medio
de un preso en libertad condicional
que no recuerda cómo se iba a su casa
aquí el niño que lo ve todo
crea en ese momento en la parte izquierda del cerebro
un comienzo de neura
que asociará a la placidez veinte años más tarde
la bondad vive en el tercero
tiene una casa confortable pero incómoda
el odio tiene siempre un perro en la puerta del cuarto
pero la decoración de su casa es impecable
la timidez que vive en el quinto
ve por la mirilla de su puerta blindada
la cabeza distorsionada de un gordo que es el mundo
en el noveno vive la veneración
la soltera que comparte piso con la envidia
el del octavo que es el tiempo
se quedó justamente encerrado en el ascensor
aquel día que viniste a mi casa
y yo soy ese edificio
pero nunca subo al décimo
la casa de la perfección que es una déspota
suelo sin embargo quedarme en el primero
del que nunca sé salir
allí vive el hastío que nunca pagó la comunidad
la memoria
que vive en el segundo
tiene el síndrome de diógenes
todo lo que sube a su casa
es digno de ser guardado
cualquier tontería tiene la dignidad de un tesoro
pero nunca recuerda al que se olvidó de ella
ese día subiré al séptimo
porque es justo allí donde habita el olvido




Acuarela de Annie Ink



MARIA ELOY GARCIA nació en Málaga en 1972. Es Licenciada en Geografía e Historia
 y ha participado en revistas como Litoral, El maquinista de la generación, 
Laberinto, Nayagua,  Fósforo (edición digital).
 En 1998 recibió el Premio Ateneo-Universidad de Málaga
 y en 2001 el I Premio de poesía Carmen Conde de Madrid.



Encontré a esta poeta en mis incursiones por la web.
No puedo dejar de compartir el hallazgo.





lunes, 10 de junio de 2013

Cucurrucucú, te llamo






Encender el pabilo de la vela con aroma a vainilla; ver como el fuego pequeño alterna entre la oscilación y la quietud; como tiembla y luego se estira igual que el cuerpo de una niña cuando despierta.

Bea no se pregunta el motivo de esa vela fragante, tarde tras tarde, en un ángulo de la ventana, al resguardo de vientos maliciosos. Ella no es creyente, no va a la iglesia, cuyo campanario se destaca, colina abajo, por encima de los techos de pizarra gris. Sin embargo, intuye que ese acto repetido, esa ceremonia, contiene una plegaria. Tampoco sabe a quién la dirige.

La ventana está orientada hacia el oeste y ahora el sol desciende entre los pechos de dos colinas. Llegó el momento. En el instante preciso en que la moneda de oro parece caer en el escote de tierra, Bea enciende la vela.

Lo ha hecho durante toda la semana. Este atardecer se queda de pie, mirando hacia afuera, hasta que el cielo es solo un estupor pálido. En la arboleda se oye un batir de alas, el grito de un ave. Ella permanece alerta, la frente húmeda, espera el regreso de ese pájaro blanco, el que la impulsó a encender la vela por siete crepúsculos. Un pájaro claro como la aurora, como su Paloma, gestada en su útero, regalo de un esperma azaroso.

Cucurrucucú, Cucurrucucú, Paloma… La canción de su infancia se le va formando en los labios. Paloma: el inicio y el fin de todo. El hilo conductor que unía, puntada tras puntada, su vida. Hasta aquel día, cuando alguien la enjauló y se la llevó.

A Paloma la recuerda sin recordarla, siempre está allí, en el centro de la somnolencia que ciñe sus horas. Ese sopor permite que el tiempo por delante sea más vivible. Bea frunce el ceño, arrastra con los dedos la humedad de la frente en un intento por acordarse de la letra. De niña se la había oído cantar a su madre, cuando la pena por la muerte de su hombre, le había agotado las lágrimas. Bea nunca se la cantó a Paloma, para qué hablar de tristezas del pasado, de su infancia en soledad, con algún beso ocasional, impregnado de un gusto salobre. Ella aún tenía entre sus brazos esa carne adamascada, llena de hoyuelos y risas, como el agua que juega entre los guijarros. Para qué contaminarla.

Bea presiona con el pulgar y el índice los párpados, un gesto surgido de la decepción, de remover inútilmente la hojarasca de la memoria. Debajo de la hojarasca solo hay terrones secos y duros, como una lápida. Vuelve a recordar a su madre, de a poco va recobrando las palabras de la canción; sin embargo de Paloma no ha quedado más que un vacío sin rasgos ni voces. Intenta reconstruirla a fuerza de anhelos, de minúsculas escenas en las que depositó impresiones, que ya no sabe si son reales. 
         
En otro tiempo, a esta hora, le preparaba la cena: las verduras de la huerta absorbiendo el caldo nutritivo y el puñado de frutas secas de postre. Eso lo recuerda; también recuerda el vestidito rojo, como las cerezas del verano, que llevaba la última vez. Paloma corriendo por el jardín, la piel blanca, el vestido una nube crepuscular danzando en la brisa. Pero no puede recordar ni su boca ni sus ojos, de los que ha perdido hasta el color.

La letra surge, con errores, mezclada, y el canto de Bea quiebra la oscuridad. Después de tanto tiempo ha pronunciado en voz alta el nombre de Paloma.
Se acerca a la vela que arde mansamente. Es hora de apagarla, el ave blanca tampoco vendrá esta noche. Su mano traza un arabesco en el aire y se detiene. La dejará encendida, para que se consuma entera y se convierta en un montoncito de cera fría.




©  Mirella S.   —Mayo 2013—