jueves, 27 de diciembre de 2012

Primera vez


                          

   Fue en un cuarto anónimo,
igual a tantos otros,
tu primera vez.
Tenías quince, veinte le dijiste,
y él te creyó:
alta, el desparpajo de una emperatriz,
te ostentaba como un trofeo.
Con ese amor de los quince,
lo mirabas y suspirabas,
él te calentó despacio
en esa tarde sin tiempo.
A la hora de los gatos bajo la luna
te arrastró al refugio
de encuentros clandestinos,
de sexo por hora
o de los solitarios
en su incesante búsqueda
de muerte y resurrección,
de resurrección y muerte.
La cama era generosa,
pensaste en cuántas células muertas y ADN
habría cobijado; también la tuya:
algún cabello cobrizo, escamas de piel;
gotas de sangre,
indicaron tu paso de adolescente
que simula ser mujer,
y algo ambiguo,
un pálido estupor
no te impidió que una lágrima,
sólo una, se derrame.
Y te olvidaste de mentir experiencia,
tu cuerpo se enfrió de golpe,
miedo y desilusión: ¿era apenas esto?
Él hundió la cara en tu cuello,
con mugidos de vaca satisfecha,
cayó boca arriba, no te tomó la mano,
se durmió enseguida.
Conociste el gusto de la manzana venenosa,
lo guardaste en la saliva,
en las encías,
en las papilas de la lengua,
               el sabor a decepción de lo prematuro.                  



©  Mirella S.   — 2011 —




La noche circular,
un río que en sí mismo desemboca.
Aquí los juegos,
simulacro y liturgia,
todo siendo y no siendo.


       Julio Cortázar

                                            

jueves, 20 de diciembre de 2012

Los días

Fotografía de Albert Panin


Nunca escribí un diario ni compré un cuaderno que me indujera a volcar en su blancura emociones, actos cotidianos, mínimos o extraordinarios. Lo hice por primera vez aquel año, en uno encontrado en la oficina. Fue una escritura catártica, cada palabra rezumaba mi desconsuelo. Las páginas se cubrieron de letras, se salpicaron de exiguos globitos que, con su humedad, corrieron la tinta en una acuarela turbia. Un día lo abandoné en el banco de una plaza para que la intemperie lo destruyera o alguien se robara esas palabras.

*

Los domingos, cuando oscurece, caigo en algo que termina. Las cosas cambian de color, se cubren de una bruma que parece surgir de mis manos. Cuántos instantes desperdiciados en simulacros de caras contentas. 

*

Algunos días me envuelve el hálito de la nostalgia y me escabullo a la niñez, a los juegos en el recreo, a los claroscuros de mi madre: la boca adusta o su canto festivo.

En otros procedo como un robot; camino por las calles, tropiezo, me empujan, subo al tren, bajo en la estación habitual, doblo por la misma esquina, con mi corazón de lata a cuestas. 

Los mejores son aquellos cuando el amor por lo vivo me despierta, una mano amiga descansa en mi hombro, un niño me ofrece una sonrisa, un pájaro me roza con su ala.


©  Mirella S.   — 2012 —






martes, 18 de diciembre de 2012

Dormirse en Navidad


       
La Navidad es redivertida, está Papá Noel con su ¡ho ho ho! mientras sacude una campana. En diciembre por la tele pasan un montón de pelis con historias en las que Papá Noel ayuda a chicos que no tienen familia, con papás separados o que se llevan mal; él lee las cartas que le mandamos y después baja en Nochebuena con su trineo cargado de regalos para cumplir nuestros sueños.
Me cuesta entender cómo hace acá que es verano, no hay nieve por donde resbalar y a los renos les deben doler las patitas si tienen que tirar del trineo con el peso de los regalos y del mismo Papá Noel (que es grandote y panzón) por los adoquines de nuestra calle, que encima no está pavimentada como las del centro. Y él con todo ese abrigo. Qué tonta soy, viene del Polo Norte, mami dice que allí hay puro hielo, a ver si todavía se pesca una gripe igual a la que tuve a los cuatro años, con una tos que no se me iba más.
Yo lo vi una vez en el shopping, donde por suerte hay aire acondicionado, mami sabía que estaba y me llevó. No sé cómo se entera ella; cuando le pregunté me contestó que Papá Noel avisa por mail o ella se fija en Internet en qué lugar va a estar. A escondidas lo busqué en la compu, pero no lo encontré, capaz que sólo los padres tienen acceso o escribí algo mal, porque la seño dice que tengo horrores de ortografía. 
Hice el borrador de la carta, Papá Noel siempre me trajo lo que pedí, bueno, tampoco exagero, papi y el abuelo siempre hablan de la crisis del mundo, que no hay plata, que sigue habiendo chicos que se mueren de hambre y entonces me da cosa pedir juguetes caros, así Papá Noel puede traerle regalos a todos los chicos.
Gabi me dijo que el Papá Noel que vi en el Shopping era un hombre disfrazado, a ella se lo dijo la hermana, que tiene doce años. No lo podía creer, si hasta me había dado un beso y me hizo cosquillas con los bigotazos blancos y me dijo al oído que se veía que era una nena buena, que en mis ojos, de tan transparentes, alcanzaba a verme el alma, que siguiera así. 
En seguida se lo conté a mami, que se puso refeliz y se lo dijo a toda la familia, que son tantos y vinieron para que les mostrara los ojos transparentes ¿será que me querían espiar el alma? ¡Pero si dicen que es invisible! Si Papá Noel la vio es porque tiene poderes y si no me retó por las mentiritas que dije o de aquella vez que me copié en el dictado porque me atrasé, quiere decir que no fue tan malo lo que hice. Esa Navidad encontré una muñeca hermosa, que no había pedido. Un premio especial de Papá Noel, porque vas a pasar a segundo grado, me explicó papi. Entonces por qué la tarada de Gabi anda diciendo que Papá Noel no es de verdad. Después le fui a preguntar a mami y ella me tranquilizó con un no le hagas caso y una caricia. Y la Navidad volvió a ser la luz de la estrella en la punta del árbol, los angelitos colgando de las ramas, la bota roja en la puerta de casa y el dibujo de la cara sonriente y barbuda de Papá Noel, pegado en la pared enfrente de mi cama.
No veo la hora de que sea Nochebuena, este año fue difícil para mí, estuve enferma todo el invierno y falté mucho al cole. No pasé de grado, espero que Papá Noel no crea que soy una vaga o una burra, no sé que me pasa ahora, no me acuerdo lo que leo o lo entiendo al revés. Fui un montón de veces al doctor, que me mandó a otro que era tan divertido como Papá Noel, hizo unos garabatos en una hojita con una letra peor que la mía y mami y papi me llevaron a un lugar donde me enchufaron un montón de cablecitos en la cabeza. 
Cuando volvimos al lo del doctor que me hacía reír, miró los papeles que le dio mami, se puso serio y empezó a hablarle a ella en voz baja y me di cuenta que desde entonces mami está triste y una vez la pesqué llorando en la cocina y le dije mami mami qué te pasa, por qué llorás, las cuentas no estaban bien, pero la seño me dijo que no importaba, que ya iba a aprender a dividir en cuanto me sintiera mejor. Y mamá salió con algo muy pavo, que las lágrimas eran por la cebolla que acababa de cortar, cómo iba a ser la cebolla si hacía rato que planchaba, sobre la mesa tenía la pila de las sábanas y las camisas.
Pasé en limpio la carta, me quedó un poco desprolija, de golpe me tiembla la mano y pego un saltito como si me asustara, igual a cuando Teo viene de atrás en puntas de pie, me tira del pelo y grita ¡buuuu! Mamá le habló y no lo hace más. Le di la carta a mami, ella sabe qué hacer para que le llegue a Papá Noel antes de Navidad. Menos mal que terminó el cole, estoy muy cansada, a veces camino y se me mueven solas las piernas ni que fueran flanes. Me tengo que acostar un rato y miro dibujitos por la tele, ahora mamá me deja.
Ayer sucedió algo que me hizo sentir como si unas uñas frías me rasguñaran la panza. Abrí un cajón del armario de mamá porque no tenía más pañuelos y ahí, medio escondido, estaba el sobre celeste con la carta para Papá Noel. ¡Mami no se lo mandó y mañana es Nochebuena! Entonces está enojada o cree que Papá Noel se iba a enojar porque repito el grado, entonces no habrá regalos porque no me los merezco, entonces… Me acordé de lo que dijo Gabi de Papá Noel, al final todo es una mentira. Agarré la carta y la rompí en pedacitos y  sentí lo mismo que en la montaña rusa, en la bajada repentina, cuando creí que los dientes se me iban a clavar en los ojos y el estómago se me saldría por la nariz. Y de golpe me vino a la cabeza la cara de la abu Jorgelina que me contaba fábulas y me convidaba con chocolate caliente. Ella es la hermana mayor de la abu Neli, que es mi verdadera abuela. La abu Jorgelina ya no está más, se murió hace poco, era la madrina de papá. Eso que él es grande, pero igual la seguía queriendo mucho y me llevó para que la despidiera. Me pegué un susto enorme cuando la vi acostada adentro de un cajón, ancianita y blanca, con los ojos cerrados y un ramo de flores en las manos. Le pregunté a papi por qué estaba ahí tan dura, sin moverse y él me dijo que la abu Jorgelina se había muerto. Yo le pregunté qué era morirse y él se rascó la barba, miró para arriba, volvió a rascarse la barba y contestó que era igual a quedarte dormida, pero que no te despertabas. Le pregunté si le había dolido, no, ni se dio cuenta, dijo papi, rapidito. Justo en ese momento dos hombres vestidos de negro, bajaron la tapa del cajón y yo le tiré de la manga a papi y le pregunté cómo va a respirar la abu ahí adentro. Me contestó no te preocupes, ya no tiene que respirar, ya no siente nada. Sé que hago muchas preguntas y no entiendo muchas cosas, pero volví a preguntarle ¿a dónde se va ahora? Papá me miró y tenía los ojos mojados de tristeza y contestó que la abu Jorgelina iba a hacer un largo viaje.
Mami, por suerte, me deja la luz del velador prendida, ahora tengo miedo, adentro de mi cabeza escucho mi voz, como si hablara con alguien, y la voz dice creo que me estoy por morir y a lo mejor tiene razón, por eso ando siempre cansada y a veces se me caen las cosas y mami y papi lo deben saber, están tristes y no mandaron la carta a Papá Noel, total para qué si me voy a morir, es un desperdicio de regalos. Será esta noche entonces, mañana ya es Navidad, Papá Noel no recibió la carta y no va a traer los regalos. Me voy a morir en Nochebuena y si es como dormirse es lindo, porque voy a soñar, siempre sueño cuando duermo y seguro voy a soñar con mami, papi, Teo, la seño que es un amor, con Gabi y las chicas, también con Papá Noel y puede ser que me suba en el trineo y me lleve hasta el Polo Norte a mirar cómo los elfos hacen los juguetes para los niños de todo el mundo, y también voy a viajar igual que la abu Jorgelina y si papá, que sabe, dice que no se siente más nada cuando estás muerta, no me tengo que levantar y ponerme la campera gruesa por si me resfrío, cuando a las doce pase Papá Noel a buscarme.



©  Mirella S.   — 2010 — 









sábado, 15 de diciembre de 2012

Malos Aires

                                                                                  
                                                       

La ciudad de los Malos Aires se está pudriendo lentamente. Un tufo nauseabundo sube desde las veredas, y las calles gimen entre estertores. Se pudre mientras todavía está viva, como si se estuviera devorando a sí misma: su carne de hormigón carcomida por agujeros, que dejan a la luz arterias perforadas y el barro de la sangre.
Nadie parece advertir que el monstruo agoniza. Sus raíces están débiles, se estremecen; levanta sus miles de manos hacia el cielo turbio, las torres de sus dedos parecen pedir clemencia.  Sin embargo sus habitantes siguen corriendo en su afán de acumular bienes, que cuando dejan de ser de última generación, son abandonados en la calle, en montículos que crecen pavorosamente y que el viento y la lluvia traslada de una zona a otra.
Las autoridades por las noches largan unos perros negros, con colmillos de acero, que se atosigan de autos oxidados, carcasas de heladeras, televisores pasados de moda, pero es tanto lo que tienen que comer que ahora yacen en sus caniles con indigestión y se han declarado en huelga.
En el horizonte se ve el río, siempre envuelto en vapores, sus aguas cada vez más oscuras. No es más como dijo un poeta “un río color león”, es una cloaca que corroe las orillas. El cielo se desploma en esas aguas putrefactas y se funde en ellas.
Hay calles por las que no se puede circular más. Debido a la huelga de los perros se usan como vaciaderos de los desechos que producen los ciudadanos. Los edificios son desalojados, porque las bolsas de basura llegan hasta los primeros pisos. En las inmediaciones se escuchan crujidos y temblores: es el asfalto que va cediendo de a poco bajo el peso de los desperdicios, que comienzan a hundirse en esos cráteres inesperados. Las autoridades convocan a una conferencia de prensa para difundir la buena nueva: pronto las calles se tragarán la basura y no se necesitará más el servicio de los perros, lo que redundará en un beneficioso ahorro para sus arcas. Instan a la ciudadanía a colaborar, no dejando afuera ningún desperdicio por el espacio de una hora. Hay descontento general y los ciudadanos protestan arrojando cáscaras de naranjas, huesos de pollo y huevos por las ventanas.                
Llegan las fiestas y por problemas de importación no hay cohetes ni elementos de pirotecnia. La noche se ve lúgubremente vacía, silenciosa. Los ciudadanos descorchan una botella tras otra, se asoman a balcones, ventanas, buscando el fulgor de alguna estrella perdida. Sólo está la bruma y el hedor.                          
Alguien con la chispa creativa del vino, improvisa un arco, embebe una escoba en alcohol, la enciende y la lanza a la noche. Es imitado por las señoras, que prenden las velas aromáticas y organizan apuestas para ver quién las arroja más lejos. Se unen los niños, raspan un fósforo tras otro y la noche se viste de pequeñas luciérnagas que parpadean su efímera luz.
La ciudad ha recuperado la alegría: el fuego vuela, cae, se multiplica en llamas. La basura arde, se retuerce, escupe humo, se licúa. Los edificios colapsan, los ciudadanos caen de sus balcones y ventanales en el limo candente que corre por las calles. Aún sostienen en sus manos las copas del brindis. Es medianoche.


©  Mirella S.   — 2012 —


 
                                                                           


  

martes, 11 de diciembre de 2012

La chica que amaba a los Beatles y a los Stones


“¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no”. Me acuerdo de la frase de Camus y me pregunto: ¿y una mujer rebelde? La que dice sí cuando debería decir que no, sólo que en esta época la llaman de otra forma. Estamos a principios de los setenta y no nos hemos liberado mucho, a pesar del lema “drogas, sexo y rock‘n roll”. Ni aún después de la contracultura hippie, de las canciones de protesta de Joan Baez, de la poesía beat y del festival de Woodstock. En mi cabeza tarareo el tema que canta Morandi “Había un muchacho que amaba a los Beatles y a los Rolling Stones...”, que termina muerto en Vietnam. Los escucho cuando puedo, porque en casa esa música es considerada un grosero bochinche y sólo está permitido Mozart, Verdi, a lo sumo boleros, que para mí son puro almíbar. 
Lo que pasa es que yo siempre voy a contramano: cuando tengo que decir sí, digo no. Me gustás mucho ¿querés salir conmigo? No. ¿Bailamos este lento? No. Quiero volver a verte ¿nos encontramos el sábado? No. O un sí que confirma el no: entonces querés que no te llame más. Sí. Después me arrepiento y con el puño me golpeo la frente y repito tarada, tarada; ya es tarde, no hay vuelta atrás porque está el orgullo, pero también el alivio.
En el caso de Jota Ce lo lamenté largamente. Él se fue arrastrando esos ojos de cielo de verano, oscurecidos por la decepción. No se lo esperaba, el chico más lindo del curso de pintura había recibido un no rotundo de la mosquita muerta que no vale dos centavos, con piernas como escarbadientes, callada, siempre aparte. No me quedaba otra a los quince y con semejante padre; después fue un hábito que se consolidó. Recurrir a una trama de engaños, encuentros furtivos no está en mí, él me hubiera descubierto rápido, habría sobrevenido el drama y Jota Ce se habría hartado, a esa edad no hay paciencia y menos si sos un bombón y todas te mariposean. 
Ahora se tomó la revancha, aunque no lo puedo afirmar, pasaron seis años, estoy distinta, más redonda, el pelo largo, los párpados con sombras. Me lo encuentro en el 36, lo reconozco enseguida, rubio escandinavo, los ojos inolvidables. Me mira como si no me viera y me siento perdida. 
Si tomo el colectivo de las siete y media tal vez lo encuentre mañana, pasado también. Y así es. El viene de Villa Celina y consigue sentarse; yo, en cambio, en la parada de Chilavert logro subir a los empujones. En la estación de Lugano bajan muchos, me corro para el fondo y lo veo. 
Por meses lo veo y durante esos meses me pregunto cómo es el amor por un hombre ¿es eso agridulce que te hace estragos en la boca del estómago? Ahí es cuando irremediablemente escapo. Apenas las manos se vuelven inestables y la boca se seca, digo no, dictamino que éste tampoco es para mí. Los miro como si fueran fantasmas, temo que con el tiempo se parezcan a mi padre; sin embargo creo que hay hombres calmos, que saben comprender. 
No sé si Jota Ce entra en esa categoría. En el colectivo su cara es de granito, a veces dormita con el mentón en el pecho, qué pena. Lo espío y él debe percibir mis ojos como dardos, porque gira la cabeza hacia mí, pero soy invisible para él, no existo. Me siento acompañada por esos encuentros mañaneros, hay alguien en mi vida de renuncias y al que no tengo que renunciar, ya renuncié hace seis años y antes habría que agrietar el silencio que nos separa.
Este es un invierno despiadado: afuera el frío te lame la cara y las manos con su lengua de escarcha; en la intimidad de esta caja rodante es como si fuera enero en la playa, gracias a Jota Ce, aunque me ignore.
Y el día maravilloso llega: encuentro un asiento vacío a su lado. Qué hago ahora. Él parece absorto, mira por la ventanilla. Al sentarme con mi hombro le rozo el brazo, se vuelve y en su mirada no hay sol. Hice lo impensado, le sonrío. Hola Jota Ce, tanto tiempo, cómo estás. Su voz que los años volvieron más grave, contesta: ¿nos conocemos? 
El invierno se mete por algún resquicio y se acaba el calorcito; el amor es una nube caprichosa que se aleja, toma formas ambiguas y me pregunto si algún día me permitiré decir que sí, sí, quiero salir con vos, sí, quiero amar aunque duela, no como ahora en el 36, enamorada de una imagen o de un recuerdo, sino un amor tangible, con piel y sangre, con saliva y sudor. Me equivoqué, le digo, y me separo un poco de su cuerpo de estatua, tragando la vergüenza de expresar un deseo equivocado. Bajo la cabeza y decido que mañana me voy a levantar más temprano para tomar el colectivo de las siete y veinte.




©  Mirella S.   — 2010 —

  




viernes, 30 de noviembre de 2012

Sincronías


             
     Óleo de Jack Vettriano
                
Me gusta ir a los bares, a veces con un libro, siempre con un anotador y mi birome favorita. Tiendo a ubicarme cerca de una ventana y me di cuenta de que el pocillo de café termina siendo una excusa. En los bares escribo, reflexiono, escucho conversaciones que propician comienzos de historias. También me evado, rescato sueños y veo en qué puedo convertirlos. Y aquí estoy, con el anotador abierto y en blanco, un codo apoyado en la mesa, la mano en el mentón, mirando por la ventana. Todavía las ideas no están dispuestas a surgir. Me canso de ver el segmento celeste que asoma entre dos torres y al arbolito raquítico que trata de estirarse hacia el sol; cambio de punto de vista y miro hacia el interior del bar.
En una mesa diagonal a mí está Gabriel, veinte años después. La birome se pone activa y escribo “encuentro sincrónico”. Y ante el trazo azul la hoja tiembla de gratitud. ¿O es mi mano?
La noche anterior tuve un sueño insólito y el protagonista era precisamente Gabriel. El Gabriel que nunca más había vuelto a encontrar, veinte años más viejo, tan parecido al que está leyendo el diario en este mismo barcito. Mi sueño, ambiguo reflejo de mis paisajes interiores, no tenía ni pies ni cabeza. De la trama sólo recuerdo la imagen de una calle tumultuosa, por la que avanzaba hacia mí la alta figura de Gabriel, las manos esposadas y custodiado por un policía. Quise acercarme, pero mis pies quedaron adheridos al piso, mientras él se alejaba sin caminar. Cosas que pasan en los sueños. 
Le grité: ¿necesitás ayuda? Y él, volteando la cabeza de plata y con esos ojos de cerveza rubia, me dijo: llamalo al doctor Puig, al doctor Puig, repitió.
Eso es todo lo que me acuerdo. Y ahora no puedo evitar mirarlo y rememorar lo que no quiero. Yo lo había dejado, en ese bodegón al que solíamos ir sólo porque tenía mesas de madera y no de fórmica. Fui cruel a sabiendas para respaldar mi determinación, a pesar de que por dentro era como un cántaro roto que chorreaba dolor. En aquella época tenía algunos pajarracos en mi cabeza que, incesantes, me picoteaban haciendo trizas mis mejores intenciones. Terminante, le había dicho: me voy con Luis, ya es hora de abandonar las pendejadas y vivir como bohemios. Así lo hice y pagué las consecuencias.
Observo a este Gabriel envejecido y una ternura que hace mucho dejé de sentir, me cobija en un abrazo tibio. Él dobla el diario y mira en mi dirección. Su cara queda inmutable. No me reconoce o simplemente no hubo perdón para mí. Sigo un impulso descabellado y me acerco a su mesa.
—Hola Gabriel ¿te acordás de mí? Soy Analía.
Él me observa, con la frente fruncida del que trata de exprimir alguna cara de la memoria. Después sonríe.
—Debe haber algún error, porque no me llamo Gabriel.
—¿No sos Gabriel Costas? —apenas consigo formular las palabras y mis mejillas son un incendio bochornoso.
—No, lo siento, mi nombre es Alfredo —su sonrisa es cálida y alentadora. Pone su mano en el interior del saco y me extiende una tarjeta. Hace un gesto para que me siente.
En la tarjeta, en una elegante cursiva negra, está escrito:

                            Doctor Alfredo Puig, abogado




©  Mirella S.   — 2011 —