miércoles, 27 de noviembre de 2019

Puzzle




Recorría esa cuadra asiduamente y nunca había reparado en la casa decrépita, con la ventana ojival de palacio gótico.
Esa mañana, capté la silueta de una mujer detrás de los vidrios. Vi solo el cuello  pálido y unos flashes de pelo endrino. El resto del cuerpo se esfumaba entre las sombras del ambiente.

  
La segunda ocasión fue un mediodía. Al llegar a la altura de la casa aminoré el paso de modo inconsciente y giré la cabeza justo cuando llegaba a la ventana.
Debía de estar agachada y me mostró su frente orgullosa, el dibujo enérgico de las cejas, los ojos del color de la hierba silvestre. Estos ojos tienen el aroma de la menta, pensé, aspirando un olor fresco, inaudito, que prevalecía por encima del escape de los autos. Quedé cautivado y sumé esa porción a la anterior. Me gustan los acertijos, sería excitante armarla una pieza a la vez, igual que un puzzle.


La tercera es en una noche sin luna, extrañamente solitaria de transeúntes y coches. La vereda parece que me llevara, como las cintas móviles de los aeropuertos.
No fumo, pero hubiera sido el instante perfecto para detenerme bajo la luz de la esquina y encender un cigarrillo. Me atrapan los misterios, quiero descifrar quién es ella, la que se presenta por partes. Leí demasiadas novelas negras.
Estoy llegando a la ventana. Apago mi cigarrillo imaginario en el piso, con un movimiento circular del pie.
Me acerco y ahora me engolosina con su boca. Los orificios de la nariz se le ensanchan en la respiración. Percibo el deseo. Sigue ofreciéndose en fragmentos, como si la totalidad de ella me estuviera vedada.
Ya formo parte de la oscuridad del interior. Sus labios se abren, desnudando el marfil afilado de sus dientes hambrientos de mí. Y entonces sonríe.



(300 palabras)


©  Mirella S.   — 2019 —





jueves, 21 de noviembre de 2019

En mi cielo



Tu voz era inmensa, como este cielo que ahora es mi amante 
de las mil caras. Cuando está rabioso me habla con sus truenos, 
cuando se calma me sisea en el viento palabras anónimas.


A veces, en algún crepúsculo de cobre, veo tus ojos pardos 
como el río que se perfila hacia el este.


Te recuerdo como se recuerda un fantasma, o la silueta 
de aquel caballero errante que me fascinó en la adolescencia.




©  Mirella S.  (texto y fotos) 2019 




miércoles, 13 de noviembre de 2019

Hilitos





Un hilito cuelga de la cortina. Trato de sacarlo, arruina la simetría impecable del paño. El tirón es demasiado brusco y la tela se frunce. Sigo tironeando y el hilo resalta en la trama, igual que la vena hinchada y rugosa de un viejo. He estropeado la cortina, lo mismo que hice con tantas situaciones de mi vida.

Me matriculé de arruinadora profesional en esa búsqueda tenaz de excelencias que no existen. Los placeres terminan por empañarse ante mis ojos.

Lo que llaman felicidad no se pega a mis dedos, ni embadurnándolos con Poxipol. Desearía que durara algo más y no resulte una expectativa frangible, que cuando empieza a modelarse, acaba rota en pedacitos insignificantes. Siempre ansiando absolutos, cosas que se cierren con la pureza de un círculo.

Hay privilegiados a los que ciertas felicidades les llegan fácilmente. Las guardan en cajitas llenas de compartimientos y clasifican las horas de dicha, que subsisten en un orden escrupuloso.

Yo también quise amarrar esos instantes. Les he destinado un cajón de la cómoda y acumulo en él vestigios del ayer: la rosa seca, fotos, la alianza, el libro que me suavizara el espíritu, ese botón dorado que levanté de la acera y fue una gota de sol en el charco fangoso de los días. Y otros restos de puntillas que habían adornado mis buenas rachas.

Cuando hago un recuento de mi pequeña fortuna, confirmo que ha perdido el valor original. La rosa es sólo un manojo de pétalos momificados que no me remiten a una evocación precisa. El anillo se vistió de luto y las palabras del libro —ahora— se volvieron estériles.

Son objetos sin conexión con el presente. Nunca los pude ordenar: están enmarañados en la urdimbre de todos aquellos hilos que he ido arrancando de cortinas, dobladillos, mangas, manteles en mi insistencia de perfección.

Pobres dosis de dicha que perviven, desordenadamente, en el recoveco de las quimeras insensatas.




©  Mirella S.   — 2013 —



Un texto viejito, que forma parte del libro virtual
"Apuntes en hojas perdidas".





miércoles, 6 de noviembre de 2019

El eco




— ¿A dónde vamos?
— A las Cumbres Serenas.
— ¿Para qué?
— Quiero escuchar el eco.
— ¿Y eso?
— Nacho, si no querés, no vengas.
— Te acompaño, pero explícame lo del eco.
— Mi abuelo me dijo que cuando necesitara hacer una pregunta viniera hasta las Cumbres y recibiría una respuesta. No pongas esa cara, me lo pidió muchas veces y el abuelo no mentía.
—Te lo dijo cuando eras un nene. Ahora tenés catorce años, boludo*.
— Me lo recordó justo el día antes de morir y aclaró que él iba a ser la voz del eco.
— Perdoname que me ría, no puedo entender que creas en eso.
— Con probar no pierdo nada.
— ¿Cuál es la pregunta?
— Es sobre mi madre.
— Todavía no lo superaste, ya pasaron cuatro años.
— Así pasen cien, tengo que saber por qué se fue. Al abuelo no le pude preguntar, murió al poco tiempo. Su partida le quebró el corazón.
— ¿Y a tu viejo?
— Larga solo veneno.
— Llegamos ¿Y ahora?
—Debo formular la pregunta correctamente, esa es la clave, recalcaba el abuelo. Primero saludo: ¡Hola!
… ooolaaaaa… aaa… aa…
— ¡Boludo, cómo resuena!
— Hace frío y me transpiran las manos.
— Tranqui ¿ya la pensaste?
— Son dos preguntas.
—¡Dale!
—Abu ¿mi madre me quería?
… queeeeriaaaa…aaa… aa…
— ¡Contestó que sí, Nacho!
— No quedó claro. Si el que contesta es tu abuelo tendría que haber dicho te quería”.
— Quizás escuchamos mal. Se levantó viento.
— Hacé la otra.
—Abu ¿mamá volverá?
… maaamaaaa… nooo… volveeeeeraaaaaa… aaa… aa…





 *Es muy usado entre los adolescentes como vocativo, no como un insulto.



©  Mirella S.   — 2019 —



Aquí va mi participación, me costó mucho, solo diálogos, sin incisos ni acotaciones.
Verdaderamente fue un reto.