martes, 12 de junio de 2018

Emperador Augusto




El infarto había sido un aviso, pero Augusto no le llevó el apunte. Apenas le dieron el alta retomó el trabajo con el ritmo de siempre y soltando su risa de cañería tapada, se burló de las recomendaciones de Marina. Se creía invulnerable a la decadencia del cuerpo. Los sesenta años los vivía como el inicio de la plenitud.

En un almuerzo la miró con sus ojos amarillos de búho, volcó el agua mineral de su vaso en la fuente con verduras hervidas y le dijo que se dejara de joder con esa basura para pobres de espíritu y le sirviera comida y bebida adecuada a gente con cojones.

Marina obedecía. La obediencia fue el único recurso que había encontrado para aplacar al general Villalba, su padre, que consideraba a la familia como una prolongación del cuartel.  Conoció a Augusto Fonseca cuando estaba en quinto año del bachillerato. Ni bien cumplió los dieciocho se casó con él, un tipo elegante y atractivo que andaba por los cuarenta, abogado del general, quien afirmaba que el doctor Augusto Fonseca era todo un hombre, que las tenía bien puestas. El general acompañaba la aseveración deslizando los dedos por la bragueta y terminaba el gesto con la mano abierta abarcando sus partes viriles. Y solía subrayar que el nombre le calzaba a la perfección: Augusto poseía el poder y la dignidad de un emperador.

El despotismo de Augusto, durante los primeros años de vida en común, fue más sutil que el del general. Disimulaba la impaciencia y las órdenes arbitrarias venían envueltas en papel dorado con moños de colores. La trataba como a una muñequita de porcelana. Se anticipaba a sus deseos, comprando su amor con regalos y Marina, deslumbrada, no reconocía si realmente esos objetos suntuosos eran deseos suyos. 
Ella creyó que con el matrimonio lograría florecer, algo impensado en la casa del general y que, por ósmosis, absorbería la “augustidad” que derrochaba su marido. Sin embargo, cuando no fue más la novedad ocupó el lugar periférico de una luna sin luz propia que gira alrededor del planeta primario. Y no hubo diferencias notables entre Augusto y el general Villalba.

El ACV lo tuvo un año después del infarto. Augusto, de emperador, pasó a ser un vejete hemipléjico con la boca oblicua y el ojo derecho entrecerrado en un guiño permanente. Marina empezó a perderle el miedo, que por veinte años había pretendido neutralizar con una mansedumbre lánguida.

La energía de Augusto se concentró en el ojo sano, fijo y alerta. Casi no podía hablar, igualmente se las ingenió para que entendiera que la quería en la clínica día y noche. A veces, cansada, iba hasta la puerta de la habitación para caminar por el pasillo. Sentía un pinchazo en la nuca, se daba vuelta y ese medio cadáver la amenazaba desde el índice levantado. Conseguía emitir algunos sonidos, abriendo mucho la boca torcida, como si entre la lengua y el paladar tuviera una papa caliente.

Cuando volvieron a la casa, si se quedaba solo, emitía unos ruidos roncos para expresar su furia, hasta que Luisa o ella aparecían corriendo. El poder aún lo ejercía con su mirada de perro guardián.

Durante los años inertes transcurridos antes de la apoplejía, Marina buscó ciertas compensaciones y soñó que era Anna Karenina o Lady Chatterley. Luisa hacía los trabajos domésticos; oscura y callada, sentía adoración por Augusto y era notorio que la vigilaba. Sin embargo ¿qué chismes hubiese podido contarle al imperial patrón? ¿Que la señora Marina pasaba las horas leyendo o mirando viejas películas por televisión? La alcahueta ignoraba que había convertido al augusto emperador en un cornudo de categoría porque sus amantes eran todos tipos célebres. Igual que  la Maga, había hecho el amor con Horacio Oliveira y se había subido al tranvía del deseo con un hombre brutal llamado Kowalski, idéntico a un Marlon Brando joven. Su insípida revancha fue imaginar que los cuernos de Augusto crecían y se enroscaban alrededor de su cabeza, en una suerte de corona áurea.

Marina preguntó al médico si Augusto se recuperaría. Él le contestó: de rehabilitación funcional muy pocas, pero es fuerte como un toro. Si no tiene preocupaciones y estrés, antes nos enterrarán a usted o a mí. “Yerba mala, nunca muere” —pensó ella— y ese dicho le pareció amargamente cierto.

Con la papa caliente en la boca Augusto gritaba algo que llegó a descifrar como A-i-na y Lu-ia y esos llamados resultaron una forma nueva de atadura, de obligarla a la obediencia. Lo más insoportable era dormir a su lado, meterse entre esas sábanas con olor a viejo y también con olor a hombre, porque su parte viva no se rendía y su deseo la alcanzaba con toda la rabia de la frustración. Marina se levantaba para tomar agua o a mirar por la ventana del living las luces en la noche. Incapaz de volver al dormitorio, se recostaba en el sofá y amanecía despierta y con los pies ateridos.

La salvación llegó con Germán Dátola. Su cara fue lo primero que le atrajo. La calificó de chocante, quizás por lo contradictoria: sus ojos grises parecían de acero líquido, mientras que en su boca había cierta obsecuencia y blandura. Un flequillo sedicioso, que él rastrillaba con sus dedos para apartarlo de la frente, le daba un calculado aire inofensivo. Acompañaba a los socios del estudio jurídico para concretar la compra de la parte de Augusto.

Marina entró en posesión de un dinero que no sabía cómo administrar. Llamó a Germán y le pidió que la asesorara. Él se tomó muy en serio lo del asesoramiento; con asiduidad iba hasta la casa para informarle sobre la cotización de la Bolsa, la conveniencia de fraccionar el portfolio de las acciones, las falsas alarmas de una abrupta devaluación, la suba del dólar.
      
Una tarde la había besado y en el beso no hubo ni blandura ni obsecuencia. Cuando él se fue, Marina se metió en el baño y cerró la puerta. Dejó que el agua le corriera por la cara y decidió ser una protagonista de carne y hueso. Despidió a Luisa. Ella sacudía la cabeza, los ojos como dos grietas de tierra. Antes de irse le dijo: al señor terminará matándolo de un disgusto.

Al atardecer fue a caminar con Germán y casi pudo olvidarse de Augusto. Volvió a tiempo para alcanzarle la bandeja con la cena. Tenía una expresión crispada, de su boca surgía un ruidito burbujeante, como si hiciera gárgaras. Y de entre la maraña áspera de sonidos, obsesivamente, repetía Lu-ia. Marina acercó los labios a su oído y escandiendo cada sílaba le informó que Luisa se había ido. El barboteo subió unos decibeles y se produjo una variación de consonantes. Estaba segura que le dijo puta.

Germán había desplegado una estrategia, inédita para ella. La cortejó, la sedujo lentamente, la apartó de amores de papel y celuloide, de imágenes anacrónicas de Marlon Brando en jeans y musculosa.

Se mudó al cuarto de Luisa; no volvería a acostarse en la cama con Augusto. La vejez y la enfermedad no habían menguado su vocación de macho. Lo había visto espiarla con la complicidad del espejo. Se estaba secando después de la ducha, había dejado la puerta entreabierta y vio la cabeza de Augusto reflejada en el espejo del baño, observándola lúbricamente desde la cama.

Augusto ya no gritaba, de tanto en tanto balbuceaba un u-ta y en su ojo el miedo y el odio eran una sola cosa. Marina lo lavaba, le daba de comer, lo atendía como corresponde a una esposa abnegada. Pero por dentro algo se estaba gestando, como si fuera la reparación de una afrenta secreta a la que se había sometido por demasiado tiempo.

Acomodó a Augusto en la silla de ruedas para cambiar las sábanas. Eligió unas sedosas, con pájaros azules. Mientras las estiraba presintió la mirada de Augusto resbalándole por la espalda. Lo condujo hasta el baño y fue a buscar a Germán que la esperaba en el living.

Entraron al dormitorio. Él la sostenía por la cintura. Pausadamente empezó a desvestirla, ya desnudos se dejaron caer sobre la cama. Los brazos y piernas de Marina estaban rígidos, quizás tendría que adoptar una postura más voluptuosa, como había visto en tantas películas, arquear la espalda o aprisionarlo con las rodillas. Los labios de Germán recorrían su piel como sanguijuelas ávidas, extrayéndole estremecimientos de placer que la sacaron de esas especulaciones y de la pasividad con que había aceptado el poderoso bombeo mecánico del emperador.

Se dejó llevar, compartiendo una risa íntima con Germán. Al final gritó y su grito se superpuso al estertor de Augusto que, probablemente, había intentado incorporarse, porque después lo encontraron tumbado en el piso del baño.



©  Mirella S.   — 2011 —